sábado, 23 de marzo de 2019

De monos y medio personas



Creo que no revelo ningún secreto si digo que no me gusta la gente. Compartir espacio vital (el planeta) con otras personas me parece incómodo, así como escuchar otras opiniones y puntos de vista sobre cosas que ya tengo bien definidas, aunque me equivoque. Pienso que nuestro paso por esta vida ya es lo suficientemente breve como para malgastar el tiempo con nuestros semejantes y que el individualismo es la mejor opción de vida visto que cosas como la empatía o la solidaridad acaban siendo eclipsadas por la codicia y la arrogancia. ¿Por qué resistirnos entonces y seguir fingiendo que somos parte de un todo, de una especie de proyecto común? ¿Por qué no quitarnos las máscaras y mostrarnos como pequeños nódulos de ego que buscan la manera de extenderse e infectar todo a su paso?
Y es precisamente por esto por lo que yo trato de ir con la cara por delante y afirmo eso (que ya he dicho que no es ningún secreto) de que no me gusta la gente.
Lo he intentado, también es cierto. He intentado muchas veces unirme a la fiesta de disfraces, al baile de multitudes sonrientes. Hace poco incluso traté de ser uno más en una conocida red social pensando que la distancia física con las personas que interactuaba me serviría de colchón de aire para poder resistir a tanta estupidez y fusionarme con esa comunidad. Pero no. Siempre fracaso. No me gusta la gente, y punto.

Afortunadamente a veces me encuentro con personas que son capaces, con una sola frase, de demostrarme que todavía queda esperanza. En conversaciones casuales que capto en lugares públicos, televisión o radios oigo cosas que me animan a seguir ahí y no largarme a una cueva oscura y húmeda donde languidecer feliz hasta el día de mi muerte. Efectivamente cuando oigo cosas como “Ni machismo ni feminismo, igualdad”, “Si no los torearan se extinguirían” o “Voy a votar a la ultraderecha porque peor no nos puede ir”, me doy cuenta de que queda mucho ahí afuera por ver, por descubrir… Y me dan ganas de sondear ciertas mentes para quizás comprobar asombrado que si ellos son gente, yo no lo soy. Y eso sería una gran noticia. ¿Y a qué viene todo este rollo os preguntaréis? Pues a que hace muy poco oí una frase que hizo que todas mis neuronas trabajaran al unísono y me estalló (figuradamente) la cabeza.

Hallábame yo en un bar cutre esperando a que me prepararan un bocadillo de berenjena (lo digo en serio) cuando el aire me trajo una frase suelta de una conversación de la mesa de atrás. “Yo no creo en la evolución porque si es verdad que venimos del mono… ¿Por qué no hay monos medio personas?”

Os dejo un rato para pensarlo.

Y es que es verdad, joder. ¿Por qué no hay monos medio personas, jirafas medio cebras, ovejas medio cabras, pulpos medio cangrejos o lagartos medio pájaro todos aquí y ahora en este preciso momento del espaciotiempo? ¿Donde están los dinosaurios, los dodos y los mamúts? ¿Por qué si todo evoluciona no tenemos continuamente todas las fases de esas evoluciones coexistiendo como si nada? ¿Por qué no podemos cruzarnos un día por la calle con un neanderthal de esos, un cromañon o un homo erctus? ¿Por qué si nuestra sociedad ha evolucionado desde las cavernas no hay nadie viviendo en la edad del bronce, el medievo o cazando ovejas con piedras y lanzas? Me parece tan injusto y poco creíble todo…

Pero voy a ir más allá. ¿Por qué no podemos ser nosotros, los hombres y mujeres de principios del siglo veintiuno solo una fase de nuestra evolución y coexistir con seres humanos mucho más avanzados? Imagindad que estáis en el cine y de repente entra un señor alto y calvo, de complexión estilizada y dedos largos que flota a cinco centímetros del suelo gracias a los poderes superdesarrollados de su cerebro superior y se acerca a nuestro asiento y nos dice “Aparta monito, que este asiento es el mío” y no podéis rechistarle porque su energía mental os obliga a obedecer. Y cuando le tenéis al lado comiéndose vuestras palomitas y magreando a vuestra novia os mira y sonríe para decir eso de “Te faltan cien mil años para llegarme a las suelas de los zapatos, pringadillo”. Y entonces ríe y la película te parece una mierda porque probablemente lo fuera de todos modos.

Es que no se puede ir al cine entre los precios y los películos que hacen que solo vale la pena el trailer y todo lo demás es paja.

lunes, 11 de marzo de 2019

De biblias y longanizas


Es domingo por la mañana y me aburro. Llevo tantos años sumido en las rutinas familiares que cuando me encuentro, por una de esas raras carambolas de la vida, solo y sin ninguna tarea que hacer, no sé donde meterme. No tengo ningún libro a medias, ningún videojuego instalado ni nadie a quien buscar para echar una partida rápida de algo. Solo me queda dar vueltas por mi cuarto, echar miradas fugaces a las estanterías y finalmente encender el ordenador para procrastinar viendo porn… Pero de pronto suena el timbre y todo cambia.
Voy a ver quien es ilusionado, abro la puerta y me encuentro con una pareja de señores vestidos de traje y que llevan sórdidos maletines de cuero marrón y varias revistillas y panfletos en las manos, Testigos de Jehová, sin duda, y pienso que a falta de pan buenas son tortas.

-Buenos días don caballero -me dicen. -¿Le gustaría escuchar acerca del gran y poderoso..?
-Claro que sí, será un placer, pasen, pasen -les interrumpo abriendo la puerta de par en par.

Los dos hombres se miran extrañados pero parecen contentos y entran en casa. Les guio hasta el sótano donde tengo mi zona personal y les muestro un par de sillas. Se sientan con algo de inseguridad mientras observan las miniaturas de monstruos a medio pintar y los libros de vampiros y licántropos.

-¿Me vais a leer la biblia? -Les digo contento.
-Si, bueno, claro. Es lo que solemos hacer cuando no… ya sabes.
-¿Cuando no qué?
-Cuando no nos cierran la puerta en las narices, que es… Siempre.
-La gente es que es muy poco considerada -les comento. -¿Pero sabéis qué?
-Qué.
-Hoy habéis tenido suerte. ¿Os parece bien Corintios? Siempre me ha gustado esa parte, pero tengo algunas dudas que seguro que os gustará aclararme.

Los dos hombres se miran extrañados. Uno saca su biblia y comienza a buscar la parte señalada, pero noto cierto temblor en sus manos. No se sienten cómodos, miran alrededor sin parar y empiezan a sudar. Por algún motivo (quizás sea la primera vez que alguien les abre la puerta) desconfían de mi y su incomodidad es perfectamente visible. Debo hacer que se sientan cómodos como sea.

-Mientras buscáis el capítulo voy a subir a prepararos algo. ¿Qué queréis tomar?
-No gracias, es usted muy amable pero no quere…
Pero cuando termina la frase yo ya estoy arriba buscando por los armarios.
-¿¡Agua o refresco!? -Les grito desde la cocina.
-...agua, gracias…
-¿¡Algo para picar!? ¿¡Frutos secos, frutos mojados, preparo unas longanicillas de esas sin sangre para que no os traguéis el alma de un cerdo y dios no os rechace cuando os muráis!?
-Ehhh… No se moleste. Si nosotros ya nos íbamos.

Busco un cuchillo para cortar el cordelito de las longanizas pero no hay ninguno limpio, así que cojo el jamonero que me regalaron por mi cumpleaños. Una afilada hoja de casi medio metro con el filo curvo y un mango de plástico imitando cuero del serengueti. Bajo un momento a preguntarles si quieren una o dos cada uno y al verme aparecer por la puerta dan un salto y uno se monta en brazos del otro como Escubi Dú.

-No os marchéis -les digo apuntándoles con el cuchillo. -Si ahora viene lo mejor. Dadme un minuto y estoy con vosotros… para siempre.
Ambos asienten mientras subo otra vez.

Preparo la sartén, chorrito de aceite y un par de ajos cortados. Cebolleta pochada con un toque de azúcar y las longanizas en rodajas para que no se queden crudas por dentro. Dos vueltas a fuego rápido, toque de pimienta y listo. Las pongo en platitos, los decoro con una brizna de césped (no me queda perejil, pero total nadie se lo come) y contemplo mi pequeña obra de arte. Menudo lujo de almuerzo nos vamos a pegar mientra me leen cosas de Judea. Pero al llegar abajo ya no están. Dejo los platos en la mesa y veo por el desorden de las sillas que se han marchado apresuradamente y de forma sibilina. Y para colmo se han dejado la biblia abierta encima de la mesa. Su herramienta de trabajo. Debo devolvérsela.

Salgo a la calle y olfateo el aire. Detecto un leve rastro de miedo que se dirige hacia la esquina más próxima. La giro y ahí están, caminando a paso rápido. Les llamo la atención.
-¡Eh, vosotros! ¡Volved! ¡Os habéis dejado..!
Pero no parecen oírme porque aceleran el paso y voy tras ellos. Cuanto más corro más corren y al final la cosa termina en un sprint desenfrenado. No comprendo como pueden alcanzar tanta velocidad vestidos así, cargando sus maletas y con zapatos rígidos. Doy lo mejor de mi mismo pero parecen imbuidos por algún tipo de fuerza y resistencia sobrenatural. Adelantan a unos corredores profesionales que acaban picándose y protagonizan una carrera de fondo espectacular, cruzan un puesto de frutas tirando todo el género por los suelos ante la furiosa mirada del tendero chino, se deslizan sobre el capó de un coche que está a punto de atropellarles, saltan entre tejados, rebotan en toldos de bares, se balancean en lianas y cruzan ríos saltando sobre cocodrilos que protestan. Finalmente me doy cuenta de que no voy a poder atraparles, así que cojo impulso y les lanzo la biblia con todas mis fuerzas.
El libro describe un arco en el aire y se dirige justo a uno de ellos, que no se lo espera y recibe el impacto de los textos sagrados en la sien; pierde el conocimiento y cae a los pies del segundo que tropieza, da una voltereta en el aire y cae de espaldas en el suelo quedando inconsciente también. La biblia acaba en el regazo del segundo y al ver la escena doy mi buena obra del día terminada.
Además, lo bueno de la gente tan religiosa es que si les hieres de gravedad y se mueren, les haces un favor al permitirles reunirse con su dios antes de tiempo.
Al volver a casa pongo un lavavajillas. Esto de ir por ahí con cuchillos jamoneros no da buenos resultados. ¿Veis? Ya tengo algo que hacer.