domingo, 22 de septiembre de 2019

De llamas y mirar a otro lado


Recuerdo un tiempo en el que no percibía el mundo como lo hago hoy. Recuerdo que me sentía parte de un todo, alguien con una misión, con un propósito, con un alma que ya no siento en mi interior.

En esa época, que me llevó quizás hasta los veintipocos, me sentía muy unido a la naturaleza, pasaba mis horas conociendo y estudiando mi entorno, sintiéndome parte de una armonía olvidada por muchos pero que para mi era sumamente importante.

Los que me conocéis sabéis que no me van mucho los temas esotéricos o metafísicos, pero por aquél entonces me sentía tan unido al ecosistema del que formaba parte que casi era capaz de “escuchar” a los árboles y “sentir” las mismas piedras bajo los pies. He pensado mucho en ello durante estos últimos años y no sé hasta qué punto eran sensaciones reales o simples fantasías de mi juventud. En cualquier caso ya no es así.

También recuerdo que cuando llegaba el verano y las televisiones mostraban imágenes de incendios forestales varios, lo pasaba realmente mal. Los paisajes carbonizados, las llamas consumiendo la vegetación y la inevitable acción del ser humano cubriendo de cemento el terreno, hacía que lo pasara realmente mal. Era como arder yo mismo. Como ver abrirse en mi una herida que quizás ya no sanaría jamás. ¿He dicho antes que ya no es así?

Esta última semana a raíz de la alarma generada por los incendios incontrolados de la Amazonia, las redes sociales, televisiones y noticiarios varios se han hecho eco (tímidamente, por supuesto ya que ahora lo que vende es camuflar el racismo y la insolidaridad de patriotismo y ciudadanía) y a pesar de que es un tema que sigue preocupándome, me ha resultado tremendamente difícil empatizar con ese yo del pasado que seguro se habría revuelto de dolor. Y me pregunto qué me ha pasado ya que no comprendo si al madurar me he endurecido frente a las tormentas emocionales de la existencia o simplemente he priorizado mis problemas y preocupaciones personales ante aquello que queda más lejos de mi persona y mi círculo familiar. ¿Acaso no afecta la desaparición de la Amazonia a mis hijas? Por supuesto. Pero ni así consigo encontrar al yo de antes.

Supongo que el inmovilismo de los demás, ese que tanto me enervaba hace veinte años es ahora el mio. Supongo que el integrarse en esta sociedad económica en la que vivimos implica salir de esa otra sociedad natural de la que formábamos parte hace muy pocas generaciones. Supongo que aunque lo intenté en su momento, ahora no soy mejor que cualquier otro. Y a pesar de ello no puedo dejar de pensar.

No puedo dejar de pensar en lo complicado que debe ser el tener consciencia del paso de los años y la proximidad de la muerte, de saber que nacemos para morir, inevitablemente, y que da igual lo que hagamos porque terminaremos bajo tierra de un modo u otro. No puedo dejar de pensar en el dolor que causa el empatizar, la frustración del altruismo, la amargura de la solidaridad… Cualquier esfuerzo para cambiar la corriente del río de un sistema que premia a los cobardes y castiga a los osados. Y no puedo dejar de pensar en qué tipo de persona me he convertido y en que pensaría mi yo del pasado, ahora convertido en un simple recuerdo, si me viese aquí, escribiendo mientras el mundo agoniza en silencio.

Y es que a veces las cosas pierden el sentido. Nos consolamos realizando pequeños actos insignifcantes de bondad que ocultan nuestros infames egoísmos para mantenernos al margen de lo verdaderamente importante, para cubrirnos con un manto que nos proteja del dolor de ver, oír y sentir. Nos creemos buenos ciudadanos, buenos seres humanos y creemos que dar ejemplo con pequeñas acciones nos salvará de la quema, figurada y literal, que nos espera. Nos convencemos de que somos los salvadores del mundo al tirar una botella de plástico en el contenedor amarillo o al plantar un geranio en una maceta del balcón mientras ignoramos la huella irreparable que casamos con otros cientos de acciones automáticas que forman parte de nuestras rutinas. Como si todavía pudiésemos salvarnos. Como si este abismo al que nos hemos arrojado tuviese un fondo cubierto de plumas y algodones cuando sólo nos esperan las duras rocas, las llamas y las cuchillas afiladas. Y sólo nos queda el consuelo de que al caer, caeremos todos juntos, como si el infierno fuese mejor así.

domingo, 8 de septiembre de 2019

De dípteros y vueltas de vacaciones



Septiembre otra vez. Toca volver a las rutinas, a las rutas camioniles, a encontrarme con las mismas caras de siempre pero más viejas y gorditas y toca, en definitiva, volver a estar en el lugar que a uno le ha sido asignado por el cruelmente imparcial destino. Y no es una sensación desagradable, lo reconozco.  En cierto modo me reconforta tener las cosas bajo control, apuntar los días en la agenda, escribir los discos del tacógrafo y el ronronear del motor… Supongo que muy a mi pesar y después de tantos años, este ha terminado siendo mi lugar.

Saludo a la capa de polvo sobre el salpicadero (todos los años en vacaciones me propongo hacer limpieza pero al final me da pereza), a las botellas de agua que quedan ahí detrás y ya nunca me atrevo a beber, a esa manzana que olvidé y que ahora presenta un aspecto raro y empiezo mi marcha. Es una mañana nublada, algo lluviosa pero como en esta zona las nubes son algo puramente efímero y decorativo, pronto brilla el sol con fuerza, con la rábia del fin de verano. Me deslumbra y mientras conduzco busco con la mano el estuche donde guardo mis gafas de sol.
Para mi vida normal de persona mundana utilizo unas gafas de las baratas, para proteger mis dañados ojos de la radiación solar; pero para el camión tengo otras, más baratas aún, ya que siempre acabo aplastándolas , rayándolas, destruyéndolas o desintegrándolas. Y es al abrir el estuche hermético cuando sucede el suceso propiamente redundante que voy a relatar en esta entrada.

Abro el estuche decía, uno de esos herméticos y duros como caparazón de archelón y del interior, además de las propias gafas aparece una mosca que sale volando como una flecha negra y zumbante. Pasa junto a mi cara, hace algunas giragonzas en el aire y empieza un frenético vuelo alrededor de mi cabeza. Una mosca que llevaba quince días encerrada en esa funda que yo mismo cerré sin darme cuenta de la presencia del díptero y que ahora, como no, buscaría venganza.

Y es que las moscas viven un promedio de un mes, por lo que mi periodo vacacional había supuesto la mitad de su vida útil y que había tenido que pasar en completa oscuridad, sin sonido alguno ni sitio en el que volar, sobreviviendo seguramente succionando la mierdecilla de las patillas de las gafas y ahora que por fin era libre podía ver en sus ojos compuestos el fuego de la ira.

Yo sigo conduciendo porque no puedo hacer otra cosa y el insecto aprovecha para tratar de hacerme perder el control del camión. Se posa en mis codos, mi cuello, junto a los ojos y en la comisura de los labios; todo zonas altamente sensibles y molestas. Yo trato en vano de golpearla con una mano mientras con la otra controlo el volante, pero no logro darle. Me siento como King Kong subido en la torre esa dando manotazos a los aviones, solo que con más pelo y sin la chica esa pequeñita.
Se acerca una zona de curvas y sé que no podré mantenerme en la carretera con la misma facilidad, así que opto por abrir las ventanillas, acelerar y esperar a que la misma corriente de aire le dificulte el vuelo o incluso la expulse de la cabina, pero la mosca es lista y se agarra a mi oreja izquierda con fuerzas. Debo ahuyentarla con la otra mano pero conducir con la derecha me cuesta, no por zurdo si no por un tema de coordinación psicomotriz y las cosas se ponen difíciles. Oigo el zumbido de la mosca en mi oído y me parece entender un “Bzzzz a moriiirzzz”. Las curvas se acercan y no tengo otro remedio que apostar lo todo a una última carta. Y entra retrospectiva.

Siempre he sido una persona con pocos talentos. Esto es así. En el cole habían niños buenos con matemáticas, otros con educación física y otros con aptitudes artísticas, pero yo no. Yo era un mierder en todo y así de mal me iba, hasta que descubrí mi talento innato: yo podía mover las orejas a voluntad. Era capaz, por algún motivo que solo dios sabe, de controlar mis músculos auriculares, por lo general atrofiados e inútiles, y mover con cierta notoriedad las orejas. Puede sonar triste pero esa era mi única baza para llegar a ser alguien en la vida y comencé a explotar ese superpoder en cualquier ámbito posible. Movía las orejas para escuchar mejor, para divertir a mis amigos, para ligar (nunca lo conseguí, pero lo intentaba), para comunicarme en silencio e incluso traté de volar como Dumbo, aunque nunca fui capaz de elevarme más de un par de palmos del suelo. Por supuesto con el uso mis músculos se desarrollaron bastante y el movimiento orejero se convirtió en algo tan natural para mi como respirar o hacer caca. Y volvamos al relato de la mosca.

La tenía en la oreja, decía. Se acercaban curvas, decía. Y no me veía capaz de mantener el control del camión por mucho más, decía también. Así que a la desesperada y viendo que mi tiempo está llegando a su fin, urdo un plan maestro. Acelero en lugar de frenar, me lanzó hacia la curva sin ningún tipo de control y justo antes de llegar al punto crítico sacudo mis orejas con fuerza, haciendo que la desprevenida insecta se suelte y doy un volantazo a la vez que con un golpe de hombro la arrojó por la ventanilla. La mosca trata de alcanzarme pero no lo logra y veo por el retrovisor como se queda atrás, volando furiosamente y apuntándome amenazadoramente con sus patas. Parece que me he librado y sigo conduciendo hacia mi destino. Y como no, hago una reflexión final.

¿Qué pasará ahora? ¿Habré dejado atrás para siempre al díptero vengativo o volveremos a encontrarnos? Las moscas viven poco pero suelen tener muchos hijos, que antes de que termine el verano y se mueran todos podrían llegar a cientos. ¿Les inculcará el odio hacia mi persona? ¿Tendré que lidiar desde este momento con hordas de moscas hambrientas de venganza? Seguramente no, pero… ¿Y si sí? Os diría que lo pensarais, pero sinceramente, creo que este blog ya no lo lee nadie y si sigo escribiendo, es solo por rutina y aburrimiento. Buenas noches testiculines.