martes, 28 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte 9

Como aquél que no quiere la cosa llegamos a la penúltima entrega de este relato que deseo que os esté gustando más (incluso) que a mi.
Y por si sois nuevos y no sabéis de qué va esto, podéis leerlo desde el principio en ESTE ENLACE.

09

De repente para Roberto hacía mucho frio. Todo el cuerpo le tiritaba de forma descontrolada y si lograba mantenerse en pie y seguir consciente era quizás por algún tipo de casualidad técnica de su sistema nervioso. Se encontraba en una sala grande, decorada al estilo oriental al igual que el vestíbulo inferior pero quizás de un modo más solemne. Olía a incienso y daba la sensación de que el lugar estaba listo para algún tipo de celebración. En el centro de la sala había una mesa baja cubierta por una tela roja sobre la cual reposaba un objeto metálico. Sandra se acercó a la mesa con su caminar grácil y silencioso. Roberto se fijó en su figura, como si quisiera retenerla como la última visión de su vida, consciente de que ya todo terminaba para él. Ese brazo que colgaba inerte de su hombro había infectado el resto de su cuerpo y ahora la podredumbre corría por sus venas. Pero no había estado mal al fin y al cabo. Había tenido una vida de lo más cutre, siempre esperando que su suerte cambiara para mejor pero sin esforzarse por que nada sucediera. Y ahora, justo en el final se veía metido en una guerra ancestral que incluía a un clan ninja luchando contra tipos metamórficos por conseguir una espada cortadora de hierba legendaria con la que salvar el mundo… o no. La verdad es que le daba igual; casi agradecía el morir para no saber qué pasaría a partir de ese momento y así poder montarse la película a su gusto. Sandra se haría con la espada, la devolvería a su clan y con ella derrotarían a esos ascendidos, Onikage incluido y el mundo florecería de nuevo mientras él se terminaba de pudrir en una tumba improvisada en algún lugar del desierto. Todos contentos.

Y fue entonces cuando sus agotados ojos percibieron algo en la periferia. Al principio pensó que se trataría de la parca que iba a por él pero luego se dio cuenta de que era una serpiente. Una de esas grandes que salen en los documentales que se enroscan alrededor de una cabra y la estrujan antes de comérsela. Y esa serpiente se movía entre las sombras en absoluto silencio en dirección a Sandra sin que ésta se diese cuenta.

-¡Sss erp -acertó a decir-. ¡Ssserpientee!

Sandra reaccionó justo a tiempo. Saltó hacia un lado con sorprendente agilidad al tiempo que la enorme constrictora se lanzaba sobre ella. La chica preparó su arma mientras la serpiente se transformaba en un hombre alto, delgado, de facciones afiladas y ojos rasgados.

-¡Onikage! -Exclamó Sandra adoptando su postura de combate característica.
-Y tu debes ser… -comenzó a decir con voz calmada y claramente malvada.
-Mi nombre es muerte -respondió ella.
-Vosotros siempre tan melodramáticos. Pero ya que nombras a la muerte, eso será lo que tengas.

Entonces Onikage sacó dos cuchillos de sus ropas y lanzó un ataque doble contra Sandra, que desapareció con un prodigioso salto vertical para situarse a sus espaldas, pero el malo de la historia predijo el movimiento y girando como una peonza invadió el espacio en el que ella debía aterrizar. Sandra rodó por el suelo para alejarse de él pero al incorporarse notó que uno de los cuchillos le había provocado un pequeño corte en un hombro.

-La serpiente te ha mordido, pequeña. Tu viaje termina aquí.
-¿Veneno? -preguntó ella aún sabiendo la respuesta.
-Sí, pero en una dosis muy pequeña como para matarte. Solo sentirás como tu cuerpo se entumece lentamente hasta que quedes totalmente a mi merced.

Sandra lanzó un ataque furioso contra Onikage pero sus movimientos ya no fueron tan certeros como antes. Éste esquivó el golpe con facilidad y lanzó una patada al plexo solar de la chica que cayó de espaldas tratando de recuperar el aliento.
-Es una pena que solo quedes tu de los tuyos -comenzó a explicar Onikage-. Aunque no dudo de que tus intenciones fueran las mejores, no creo que te hubiese servido de nada la Kusanagi. Es un arma muy especial que requiere un trato muy especial. No puede sintonizarse con ella cualquiera. Solo aquellos que cumplan ciertos requisitos pueden hacerla suya. Eso son seres místicos como yo, o mortales que hayan alcanzado la iluminación pueden usarla. En tus manos sería solo un pedazo de hierro viejo.

-¿La iluminación dices? ¿No es un principio del budismo el que relaciona el tránsito a la muerte con el instante de iluminación kármico previo al renacer?
-Así es, pero me voy a encargar de que tu muerte se alargue lo suficiente en el tiempo como para cumplir antes con mis planes.
-No lo decía por tí, estúpido…

En ese momento Roberto había logrado arrastrarse hasta la zona central de la sala, y agarrar el mantel de la mesa. Con un dificultoso y doloroso esfuerzo lo estiró y la hoja de la Kusanagi, que no era más que una espada mellada y oxidada de más de cinco mil años de antigüedad, cayó a su lado.

-¡Usa la espada, Roberto! -Gritó Sandra mientras se arrodillaba en el suelo, incapaz de sostener su propio peso.
-Pero si no puedo ni levantarla… -se lamentó Roberto.
-Concentrate. Piensa en el arma definitiva. Piensa en aquello que sea capaz de derrotar a cualquier enemigo y Kusanagi te lo dará. Eres la última esperanza del mundo.

Onikage observaba la escena consternado. Había visto al moribundo al entrar en la sala sin considerarlo una amenaza, pero ahora tenía la Kusanagi y eso podía ser peligroso. Preparó sus cuchillos y lanzó otro ataque doble. Roberto se defendió cubriéndose con su brazo malo que absorbió las dos cuchillas haciendo caso omiso del veneno que contenían. Y entonces todo estalló.

Como una explosión de energía que se liberara de golpe tras milenios de encierro Kusanagi brilló y su luz envolvió a Roberto, que ya no era más que un cadáver exhalando su último aliento. Onikage salió despedido hasta estrellarse contra la pared opuesta y Sandra rodó por el suelo hasta situarse a una distancia prudencial donde observar el milagro. Y allí, entre la luz dorada estaba Roberto, de pie de nuevo, más vivo y sano que nunca, aunque con un cambio significativo en su anatomía. Ahora su brazo izquierdo era una enorme pinza de cangrejo.

martes, 21 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte 8

Llegamos ya a la octava entrega de este relato por fascículos y como podréis comprobar, las cosas empiezan a animarse (que ya era hora) para Roberto y Sandra.
La semana que viene más y seguramente mejor.
Abrazos calentitos para todos y toda.

¿Como? ¿Que no sabes de qué va esto todavía? No pasa nada, haz click AQUÍ y podrás comenzar a leerlo desde el principio.

08



Roberto tropezó y cayó de bruces cuando sus dos adversarios se lanzaron contra él. Uno era un señor normal, de unos cuarenta años, bien vestido y armado con una espada corta y fina, ligeramente curvada y con una empuñadura marrón oscura a juego con sus ojos. El otro era una mezcla entre un ser humano y un perro de presa, con un hocico ancho y babeante repleto de dientes afilados que gruñía de forma aparentemente descontrolada y que fue el primero en atacar. Lanzó una dentellada directa al cuello de Roberto que éste esquivó milagrosamente rodando por el suelo, pero el tipo de la espada aprovechó la situación para dar una estocada que habría sido mortal de no haberse encontrado con el brazo izquierdo en su trayectoria. La espada se clavó en la carne necrosada con facilidad, pero por algún motivo no parecía dispuesta a salir de allí con tanta facilidad. Roberto no sintió ningún dolor, así que aprovechó para retorcerse un poco más y arrebatarle el arma de las manos; se levantó con facilidad y arrancó el filo de su brazo, que supuró un líquido blancuzco y maloliente.


Los dos ascendidos parecían confundidos por el cambio de situación. Su objetivo, hace unos instantes desarmado, herido y tumbado en el suelo, ahora estaba de pie, con un arma en la mano y con ese brazo tullido convertido en un eficaz escudo aparentemente invulnerable. Lo que no sabían era que no tenía ni idea de manejar ese arma y que si seguía en pie era por los efectos de una droga que estaban a punto de remitir. Una vez más fue el cabeza de perro el que atacó. 
 

Roberto saltó a un lado de forma instintiva y en el proceso su brazo inerte golpeó en el morro del ascendido. El hedor de los humores que cubrían las vendas era terriblemente desagradable en distancias cortas y al parecer el olfato desarrollado del hombre perro lo convertían en algo insoportable. Comenzó a toser de forma descontrolada y Roberto aprovechó el momento para clavarle la espada en el cuello. La bestia aulló mientras trataba de detener la hemorragia y se retiraba del combate.


A Sandra las cosas le iban bien. Rodaba por el suelo evitando ataques, usaba su arma con pericia y cuando encontraba el momento lanzaba golpes que solían ser certeros y mortales. Roberto solo tenía un rival y además desarmado; por un momento pensó que lo tenía ganado pero de pronto la vista se le comenzó a nublar, las piernas le fallaron y las fuerzas le abandonaron. Acertó a ver como el señor elegante frente a él perdía la compostura y su silueta comenzaba a deformarse en lo que era claramente la transformación en algo grande terrible y mortal de necesidad. Afortunadamente la negra figura estilizada de Sandra se situó justo detrás de él y con la precisión de un carnicero, le rebanó el cuello a media transformación.


Roberto cogió aire tratando de calmarse e hizo un esfuerzo para aclarar la vista, con lo que se vio de pronto rodeado de cadáveres de animales de toda índole, algunos de ellos en peligro de extinción seguramente. Suspiró apenado y pensó en abandonarse ya, pero la voz de Sandra le devolvió a la realidad.


-¡Sígueme! -le dijo ella mientras se dirigía a las escaleras-. El Kusanagi nos espera arriba, lo presiento.


La negra silueta subió las escaleras en completo silencio y a una velocidad casi sobrehumana. Roberto la siguió gateando a paso lento y resoplando con cada escalón que superaba.

Continuará...Aquí.

lunes, 13 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte 7.

Aquí tenemos una nueva entrega de este relato que como podréis comprobar va llegando a su épico e inesperado final. Espero que lo estéis disfrutando, o por lo menos leyendo porque si no, me pondré muy triste y me suicidaré.
¡Ah! Si sois recién llegados podéis empezar a leerlo aquí desde el capítulo 1.
07
Despertó tumbado sobre la hierba de un parque. Ya era de noche e inclinada sobre él estaba Sandra, vestida completamente de negro hasta la nariz mirándole con ojos furiosos.
-¿Creías que podías escapar de mi?
-Si, pero veo que me equivocaba.
-Tienes un destino. Una misión de la que no puedes escapar.
-Tengo el destino y misión que tu me has buscado. No quieras que parezca cosa mía.
Sandra calló y le indicó que hiciera lo mismo, pero Roberto no supo porqué y siguió hablando en voz baja.
-Curiosamente me encuentro bastante bien. Ya no tengo fiebre ni la debilidad de las piernas y este brazo ya no me duele.
-Lo sé -respondió ella sin apartar la vista de un punto en concreto al otro lado de los setos que los ocultaban.
-¿Lo sabes? ¿Me has curado tu?
-Te he adminstrado una dosis bastante alta de loto azul. Es una droga que se utilizaba en la antigüedad en oriente para “revivir” a los guerreros exhaustos o gravemente heridos.
-¿Y porqué has puesto revivir entre comillas?
-Bueno… No deberías haber visto eso pero lo achacaremos a un fallo del autor. En realidad cuando pasan sus efectos el cuerpo no logra recuperarse del esfuerzo extra.
Roberto guardó silencio. Debería haberse sentido abatido ante la noticia de su inminente muerte, pero por algún motivo, seguramente el loto azul, no se podía permitir decaer.
-¿Y entonces a qué estamos esperando? Me queda poco tiempo.
Sandra sonrió debajo de la tela que le cubría la parte inferior del rostro y señaló a un enorme edificio de dos plantas de nueva construcción que había ante ellos. Era uno de esos modernos con una geometría difícil de entender y muchos cristales. En la entrada había dos guardias de seguridad vestidos con traje y corbata; solo les faltaban las gafas de sol que obviamente no tenían utilidad en la noche.
-Están esperando la llegada de Onikage. Debemos infiltrarnos y dar con Kusanagi antes de que llegue y se la entreguen.
-¿Y qué hacemos con los dos guardias de la entrada? Parecen tipos duros y…
Pero Sandra ya no estaba ahí. En absoluto silencio y con una rapidez increíble se deslizó hasta la pared del edificio y desde allí, oculta tras un pilar cuadrado esperó a que los guardias estuvieran en la posición perfecta para atacar. Saltó sobre el primero desde su espalda y con un largo cuchillo de hoja fina le cortó el cuello desde detrás. El cuerpo del desafortunado vigilante todavía no había tocado el suelo cuando Sandra ya se había situado detrás del segundo dando una voltereta por el suelo y repitió la operación. El segundo guardia se desplomó en silencio y ambos se transformaron en perros que parecían dormir plácidamente. Roberto aprovechó para cruzar la calle y entrar en el edificio detrás de Sandra.

El interior del lugar era cuanto menos, curioso. Un amplio vestíbulo de estructura moderna pero decorado como el interior de un palacio oriental de hace dos mil años. Sillas muy bajas de madera oscura, macetas con bambú, paneles de papel y estanterías con delicados juegos de té que contrastaban con la moderna iluminación, las cámaras de vigilancia y el ascensor que estaba junto a la escalera que ascendía al piso superior. En el centro de la sala había un enorme brasero que lo impregnaba todo de un color rojizo, además de despedir un relajante olor a incienso.
-Creo que saben que estamos aquí -dijo Roberto al oír cierto ruido de pasos en el piso superior.
-No contaba con las cámaras -se lamentó Sandra -. La duda ahora es saber si bajarán por las escaleras o por el ascensor. Debemos vigilar ambas entradas.
-Eso no es problema. Déjamelo a mi.
Y entonces Roberto se hizo con algunos tapices y delicadas telas y los metió en el brasero, prendiéndolas de inmediato y arrojándolas contra los paneles que al ser de papel y madera fina prendieron en el mismo instante. En cuestión de un minuto toda la sala ardía a base de bien.
-¿Pero qué estás haciendo, zumbado? -le gritó Sandra consternada.
-Muy fácil. Todo el mundo sabe que cuando hay un incendio no hay que coger el ascensor.
Sandra estuvo a punto de cortarle el cuello allí mismo, pero rápidamente aparecieron varios de los ascendidos por las escaleras.
-¿Ves? -le dijo Roberto, pero ella ya corría hacia ellos.

Había media docena de tipos bajando desde el otro piso pero la escalera no era lo bastante ancha para todos y Sandra aprovechó que solo podían atacarla de dos en dos y desde la misma dirección para poner en práctica sus artes marciales. Los tipos iban armados con porras y cuchillos pero ella se movía con tal rapidez que por cada golpe que esquivaba devolvía cuatro. Los tres primeros cayeron con facilidad, cortados por su espada o golpeados en lugares estratégicos de su anatomía, pero había media docena más esperando y conscientes de su delicada situación, uno de ellos reaccionó.
Roberto se fijó en que el que estaba situado más atrás de pronto crecía en envergadura, le crecían dos largos cuernos en la cabeza y transformado en un enorme toro se lanzaba a la carga escaleras abajo. Tanto sus compañeros como Sandra lograron apartarse, pero ya había abierto el camino y en un momento Sandra se vio rodeada por seis tipos, algunos de ellos convertidos en medio animales y otros empuñando armas mortales. Al contemplar la escena, Roberto supo que tenía que actuar.
Imbuido por la fuerza del loto azul se hizo con un jarrón de la dinastía Tang valorado en varios cientos de miles de euros (esto él no lo sabía, aunque algo se olía) y lo estrelló en la cabeza de uno de los ascendidos, haciendo que se desplomara en el suelo. Poco le duró la alegría ya que al verle, otros dos se lanzaron contra él y tuvo que retroceder asustado. Sandra ahora solo tenía tres adversarios pero el creciente incendio de la sala iba en aumento y eso restaba tiempo y capacidad de movimiento. Había llegado la hora de darlo todo.

Continuará...Aquí.

martes, 7 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte 6

Ya hemos superado el meridiano de este cuento (que no lo había dicho antes pero consta de diez capítulos) y a partir de ahora las cosas se pondrán algo más movidas, así que disfrutad del pequeño descanso que se toman Sandra y Roberto antes de que empiece la acción.
Y por si sois nuevos y no sabéis de qué va esto, podéis empezar esta historia desde el principio AQUI.

06
Al día siguiente estaban comiendo en una hamburguesería, sentados en una de esas mesas diminutas con sofaritos mullidos que obligan a comer en una postura incomodísima, seguramente para que la gente se marche antes y así dejar espacio libre para los siguientes. Pero Roberto, que había podido dormir en la casa de ese maestro de forma cómoda y de tirón, tal como le exigía su maltrecho cuerpo, agradecía cualquier atisbo de normalidad en su vida. Y allí estaba, hamburguesa en mano, con un brazo mal vendado pero que casi ya no le dolía frente a una chica a la que él mismo había bautizado, como una pareja normal haciendo cosas normales sin amenazas de gente monstruo tratando de conquistar el mundo.

Sandra era extraña, reservada, malhumorada y arisca, pero a Roberto en ese momento que la estaba observando mientras sorbía en silencio de su vaso de refresco le pareció hasta guapa. Llevaba el cabello moreno corto y peinado hacia un lado, sus hombros eran anchos pero su cuerpo fino, como el de una atleta y sus movimientos tan delicados que resultaban hasta hipnóticos. Se dio cuenta de que él la observaba ensimismado y le hizo un gesto con los hombros que sonó a “qué pasa contigo” y entonces decidió dar el siguiente paso lógico en esa extraña relación.



-¿Quienes son esos ascendidos? -preguntó Roberto con tranquilidad.

-Cuanto menos sepas sobre ellos, mejor para ti -respondió ella tajante.

-No me vengas con misterios a estas alturas, pequeña -dijo envalentonado- sé que vas a dejar que me coman esos monstruos mientras tu te haces con el gusanari o como se llame ese arma.

-Es Kusanagi y como me vuelvas a hablar de ese modo te…

-¿Me qué? ¿Me seguirás tratando como a una mierda? ¿Te negarás a llevarme a un hospital para que vean mi brazo? ¿Me matarás antes de tiempo? Siento decirte que en estos momentos ya no me das ningún miedo, ni tú, ni tu maestro misterioso, ni los hombres mono ni ninguna cosa sobre la faz de la tierra. ¿Sabes? Hace un par de días yo tenía sueños, ilusiones, metas en la vida…

-Ya. Ser actor porno- le interrumpió Sandra.

-¿Qué mas da lo que fuera? Lo que sí sé es que no pensaba en que me arrastraran, herido y ninguneado hasta esta ciudad que no sé ni como se llama. ¿Donde cojones estamos? ¿Adonde vamos? Dame respuestas o te juro que me suicido con este tenedor de plástico y te vas a quedar sola para cumplir tu misión que por cierto, me importa medio bledo.

-De acuerdo -dijo Sandra con un suspiro-, empezaré por el principio. Resulta que hace miles de años en China ciertos animales comunes lograron alcanzar la iluminación gracias a ser testigos de enseñanzas budistas. Generalmente eran mascotas de monjes que observaban desde sus jaulas. Aves, peces, gatos, perros monos… Estos animales ascendidos no solo lograron poseer una inteligencia superior sino que consiguieron alterar su aspecto para cambiar de su forma a la humana, viceversa e incluso una forma híbrida entre ambas.

-¿Como los hombres lobo de las películas?

-Exactamente así. El caso es que estos ascendidos podían poseer gran inteligencia y poderes sin parangón, pero seguían siendo animales subordinados a sus instintos por lo que siempre terminaban creando el caos, dejándose arrastrar por sus deseos más bajos y finalmente eran descubiertos por sus mismos maestros que terminaban por revertirles de nuevo a su forma animal permanentemente. Pero por lo visto algunos lograron escapar. Ese que llaman Okinage es quizás el más antiguo de ellos y quien lleva siglos ascendiendo a otros animales convirtiéndoles en sus siervos y buscando el modo de dominar el mundo, pues los deseos de cualquier ascendido son los de sentirse en una posición superior al de la humanidad. ¿Entiendes?

-Sí, pero como si no lo hiciera porque esto suena a película mala de chinos y encima lo de “malvado Onikage” ya es de risa, pero dime qué es eso del arma que buscan.

-La Kusanagi. Es una espada, o eso se supone. Un arma legendaria forjada por los mismos dioses y entregada solo a aquellos guerreros que merecieran empuñarla. Al principio de la conocía como “Ame-No-Murakuno” que significa “Espada celestial de las nubes” pero después se le cambió el nombre a “Kusanagi” que significa “la cortadora de hierba” debido a que un guerrero llamado Yamatu la usó para…

-¿Cortadora de hierba? Me gustaba más el nombre anterior. No entiendo porqué se lo cambiaron.

-Se dice que se perdió en el mar hace siglos, pero lo cierto es que ha estado viajando por el mundo durante todo este tiempo, de museo en museo, de coleccionista en coleccionista y parece que ahora por fin las largas garras de los ascendidos se han hecho con ella. Si no se la quitamos antes de que Onikage la haga suya, será terrible.

-¿Terrible porqué? ¿En qué cambia que la tenga Okinage o tu maestro? Es decir… ¿Como se yo que estoy en el bando de los buenos? ¿Se supone que sois algún tipo de clan ninja y los ninja son chungos, asesinos, te envenenan mientras duermes metiéndote líquido en la oreja y…

-Cierra la boca o te la coseré -le amenazó Sandra-. Ya te he contado todo lo que querías saber y ahora debes cumplir tu parte. Terminate tu comida, haz lo que tengas que hacer y nos vamos.



Lo que Roberto tenía que hacer era caca. La comida parecía haber reactivado su aparato digestivo que estaba dispuesto a funcionar de nuevo después de dos días de parón forzoso. Demasiadas emociones, demasiada información, demasiado dolor… Se fijó en las vendas sucias que cubrían su brazo. Se sentía tentado de quitárselas y observar la herida pero le asustaba lo que pudiese ver ahí debajo. Y en ese momento algo se movió. Como un ligero temblor bajo la tela teñida de marrón. Como uno de esos tics que a uno le dan a veces y no puede controlar. Cogió aire y con las puntas de los dedos levantó el trozo de venda y ahí los vio. Varios gusanos blancuzcos asomaban entre la carne descolorida de su brazo, retozando en los humores que la herida excretaba y al mismo tiempo el hedor le alcanzó las fosas nasales haciendo que su estómago se contrajera y vomitó en el suelo. Desde luego estaba siendo un día completo para su recién activado sistema digestivo.

Abrió la puerta del cubículo y salió dando tumbos a los aseos para enjuagarse la boca. Las moscas del día anterior se habían cebado en su herida y habían puesto huevos. Carne muerta, una herida ya incurable, un brazo irrecuperable… Se miró en el espejo y vio a alguien muy distinto de quien recordaba. Estaba delgado, blanco, con los ojos hundidos y las encías oscuras… “Me estoy muriendo, maldita sea” se dijo en voz baja y decidió escapar.



Le costó horrores salir por el ventanuco del aseo ya que a pesar de ser amplio, el brazo destrozado le impedía moverse con facilidad; por no hablar de sus fuerzas mermadas, los mareos y la falta de coordinación. Pero lo logró y una vez en la calle comenzó a caminar por calles secundarias abarrotadas de gente que le miraban con curiosidad y emociones que oscilaban entre la pena y el asco. Quizás no tendría buena cara ni el caminar más elegante de la ciudad, pero era libre y eso le bastaba. Buscaría un hospital, en tener el brazo curado iría a la policía a explicarles que una loca le había secuestrado y luego alquilaría una casita en algún pueblo de esos de montaña donde podría trabajar en la recogida de fruta hasta morir de viejo aislado y solo, como dios manda. Pero al final no. Sintió un pinchazo en el cuello y al llevarse la mano al lugar indicado se encontró con un pequeño alfiler, casi invisible, que se arrancó con rapidez. Miró detrás y no vio a nadie, aunque sabía quién había sido. Dio tres o cuatro pasos, cinco a lo sumo y se desvaneció.

Sigue leyendo aquí.

viernes, 3 de enero de 2020

Un relato sin nombre, parte5

Empezamos el año igual que terminó, con la historia de Roberto y Sandra que lentamente va cobrando sentido a medida que nos acercamos al gran combate final que seguro estará cargado de epicismo. O igual no, porque todavía no he escrito esa parte.
 Y por si no sabes de qué va todo esto, puedes empezar a leer desde el principio aquí.

05



A partir de ahí siguieron el camino a pie. Hacía un calor tan insoportable que Roberto apenas notaba el dolor de su brazo, que se había convertido en un cosquilleo casi agradable. Lo peor en esos momentos era el dolor de pies, el cansancio de sus piernas, la deshidratación por estar sudando excesivamente y todas esas moscas que se posaban sobre sus vendas buscando algún hueco para alimentarse de lo que fuera que rezumaba por la herida. Por supuesto no había dejado de hacerle preguntas a la chica, como que porqué ese tipo era un gorila y no un cocodrilo, si cabía alguna posibilidad de parar a descansar o si no habría sido mejor dejarse matar y evitar así tanto sufrimiento. Pero la chica no le hacía caso, como de costumbre y caminaba a paso lento pero invariable, con los ojos casi cerrados como sumida en un trance. Y al final llegaron.



Allí, en medio de la nada había una casa oculta entre rocas, bastante grande y del color de la tierra árida que la rodeaba, aunque quizás era la misma tierra que se había ido adhiriendo a ella hasta mimetizarla con el entorno.

-Hemos llegado -dijo ella-. Sígueme pero no digas nada, bajo ningún concepto.

-¿Si me preguntan algo tampoco?

-Tampoco -respondió ella fulminándole con la mirada.




El interior de la casa estaba oscuro pero Roberto adivinó una especie de vestíbulo amplio, con algunas puertas en la parte opuesta a la entrada y varias ventanas cerradas a cal y canto, de modo que la única luz que entraba era la de la puerta principal, que estaba abierta como esperando su llegada. Caminaron hasta el centro de la estancia que parecía cubierto por una gruesa alfombra y entonces se oyó una voz masculina que pronunció la palabra “seiza”. Sandra se arrodillo para luego sentarse sobre sus talones con los pies apoyados sobre los empeines. Roberto trató de imitarla pero esa postura le causó un dolor considerable y desistió, quedándose en cuclillas. Sandra le fulminó otra vez con la mirada pero él, ya acostumbrado, se sintió poco afectado.

Una voz anciana, el hombre de antes, comenzó a hablar desde las sombras de las que solo se adivinaba su silueta.



-Me alegro de que hayas logrado llegar hasta aquí, discípula mía.

-No ha sido fácil, maestro. Los ascendidos andaban detrás de nosotros y esta vez han empleado técnicas mucho más directas y agresivas.

-Lo sé. Es comprensible teniendo en cuenta que este va a ser el último movimiento de esta guerra milenaria -respondió el anciano sin mostrar emoción.

-¿Soy la primera en llegar?

-Y la última. Me temo que todos tus hermanos han muerto.

Se hizo el silencio un instante mientras Sandra asimilaba la fatal noticia.

-Si soy la última del clan significa que deberé actuar en nombre de todos. Cumpliré la misión que me encomiendes.

-¿Y este joven que te acompaña?

-Es… Le atacaron los ascendidos. Es el único testigo de su existencia.

-¿Y por qué sigue vivo?

-Pensé que podía ser de utilidad. También quieren su cabeza, así que podría ser un buen cebo.

Roberto pensó en protestar pero luego recordó la advertencia de la chica y se mordió la lengua.

-En otras circunstancias habrías sido castigada por traer a un extraño aquí -dijo el anciano-, pero teniendo en cuenta la situación toda ayuda será necesaria para recuperar el “Kusanagi”.

-¿Sabemos donde está? -preguntó Sandra.

-En estos momentos en manos de los Ascendidos. Es un arma legendaria que debe elegir a su portador, así que ninguno de ellos se atreverá a reclamarla hasta que llegue su líder, el malvado Okinage. Tu misión será infiltrarte en su lugar sagrado, robar el arma antes de que se la entreguen a su líder y ponerla a salvo.

-Si maestro -respondió Sandra pegando la frente al suelo-. Traeré ese arma y acabaremos por fin con los ascendidos.