lunes, 17 de febrero de 2020

Una alegre reflexión


Aunque os cueste creerlo, yo no he sido siempre la persona risueña y optimista que ahora conocéis. Hace ya algún tiempo en mi adolescencia tardía era un chaval bastante introvertido, sombrío y con cierta apatía hacia lo que viene a ser la vida misma. Recuerdo que en esos tiempos miraba mucho las estrellas, me hacía preguntas trascendentales y así entre tanto cosmos y metafísica comencé a perder el contacto con la realidad terrenal y acabé pensando que la vida en este mundo no tenía sentido alguno.
Fue entonces cuando tomé la decisión de morir.
Pero no me malinterpretéis pues yo no era el típico suicida en potencia que quiere hincharse a pastillas o tirarse por un puente. Yo no buscaba el suicidio ya que ninguna opción me parecía lo suficientemente limpia. No quería que me encontraran en una bañera llena de sangre, despanzurrado contra el suelo, hecho pedazos en las vías del tren o azul e hinchado enganchada en el cañizo de la orilla del río. Yo quería morirme de forma natural, por orden directa de mi consciencia soberana.

Lo que hacía era acostarme en mi cama todas las noches, relajarme, tomar consciencia de mi propio cuerpo y dar la orden desde el cerebro para que todo se detuviera. Nada violento ni forzado, simplemente buscaba la obediencia total de mi sistema orgánico y que parara su marcha absurda de una vez. Pero como ya habréis deducido, no lo logré.
Reconozco que con el tiempo y la práctica logré cosas asombrosas como reducir el ritmo cardíaco, la frecuencia de mi respiración y que quizás llegué a alcanzar un estado casi místico entre el sueño y la consciencia. Puede que no fuera el primero del mundo en descubrir esa fase, pero sí que lo logré solo y puede que en otro momento de mi vida hubiese explotado esa actividad para usarla a mi favor y yo que sé, eliminar mi estrés, lograr concentrarme para actividades futuras o convertirme en una especie de líder de secta iluminado, pero no; yo quería morirme y no lo conseguí. Y eso me hizo pensar.

Me di cuenta de que todo esto es una mentira. Nuestra consciencia no tiene ningún control sobre el cuerpo más allá que la función superficial de mover algunos músculos y tomar decisiones habitualmente irrelevantes. Me di cuenta de que los seres humanos no somos más que un puñado de células que se han agrupado para sobrevivir y no les importa el dictado de la voluntad de ese ser que conforman. “¿Morirme yo? Porque tú lo digas, colega”. Me di cuenta, por tercera vez ya, de que estamos atrapados en esta cárcel de carne, que se va estropeando lentamente (es lo que le pasa a la carne fuera de la nevera) y que a su vez estamos cautivos en este punto insignificante del universo y del tiempo, con una capacidad de maniobra mínima y por lo tanto ninguna posibilidad de llegar a ninguna parte. Somos zulos de nuestras consciencias, seres obligados a repetir una y otra vez actividades como comer, dormir o hacer caca para seguir vivos, por mucho que nos pese no ser capaces de llegar a otra parte.

Y no os creáis… Así nos va y no me extraña.

lunes, 10 de febrero de 2020

De reclusión y vuelta a la realidad (y reclusión otra vez)


Salgo a la calle después de dos meses metido en mi sótano escribiendo de forma frenética. El sol me deslumbra, los sonidos de la calle me aturden y el aire fresco sobrecargado de oxígeno me marea, pero por fin he terminado. Huelo mal, tengo la ropa interior pegada al cuerpo y sobretodo tengo muchísima hambre, así que emprendo mi tambaleante camino hacia la tiendecita del barrio donde tienen los mejores cruasáns rellenos de chocolate líquido de toda la zona. Pero no necesito caminar mucho para darme cuenta de que algo ha cambiado desde la última vez que pisé la calle.

Apenas hay nadie a pesar de las horas que son, hay coches volcados, suenan sirenas de policía, ambulancia y bomberos a lo lejos y columnas de humo se alzan desde distintos puntos de la hasta hace poco tranquila localidad. Es como si hubiera empezado una invasión zombi y yo sin duchar. Pero el hambre no me deja pensar demasiado, así que aprovecho que me cruzo con un conciudadano que pasaba corriendo y le agarro por el cuello de la camisa.
-¿Qué está pasando aquí, vecino?
-¿Es que no lo sabes? -me responde con cara de susto-. ¡Los comunistas han llegado!
-¿Los comunistas? ¿Qué comunistas? ¿Los que les patearon el culo a Hitler o los que torturaron a Rambo en ese colchón electrificado?
-¡Todos, todos los comunistas! Han pactado en el gobierno con etarras, venezolanos, independentistas y reptilianos para…
De pronto interrumpe su calmada explicación al ver algo detrás de mi, lanza un grito de terror y se escabulle de mi agarre, dejándome con su camiseta en la mano. No es de mi talla, así que descarto utilizarla y la deposito en el contenedor más cercano a la vez que me fijo en aquello que asustó al hombre y veo pasar a lo lejos a un chaval con rastas.

Sigo mi camino hacia la tienda y me veo obligado a dar un pequeño rodeo para esquivar un todoterreno que está cruzado en la acera empotrado a un árbol; dentro el conductor juega al Tetris 3D en el móvil.
-¿Necesita ayuda buen hombre? -le pregunto tratando de ser cortés, aunque dudo que pueda prestarle cualquier tipo de socorro.
-No, tranquilo, llevo quince días aquí y ya me he acostumbrado.
-Ah, me alegro. ¿Y a qué se debe este raro accidente?
-Ha sido Gloria -me responde tranquilo.
-¿Gloria? ¿Quien es Gloria? ¿Una especie de Hulka cabreada?
-No, Gloria, el temporal. Pasó por España y destruyó todo a su paso, Delta del Ebro incluido.
Vaya, la tierra que me vio nacer y crecer ha desaparecido… No me extraña teniendo en cuenta la pésima gestión hídrica que se ha hecho desde los distintos gobiernos con competencias en esa materia.
Dejo atrás al conductor y sigo mi camino.

Cuando llego a la tienda encuentro la entrada protegida con una barricada de sacos de arena y detrás de ella la dependienta, mujer amable hasta el día de hoy, me amenaza con un cuchillo de pan.
-¡Que no me quedan mascarillas hostia!
-¿Comor? -le pregunto imitando a Chiquito para parecer gracioso y que no me asesine.
-¡Que no hay, se agotaron hace días y no sé cuando me van a reponer!
-¿Y por qué iba yo a querer una mascarilla?
-Para el coronavirus, por supuesto.
-¿El coronavir… qué?
-El coronavirus es la epidemia de este milenio que diezmará la población hasta un 1% y volveremos a un estado tribal donde imperará la ley del más fuerte y desaparecerá todo rastro de civilización y tecnología.
-Pues al señor ese del Tetris 3D no le va a hacer ninguna gracia… En cualquier caso yo solo quería un cruasán relleno de chocolate líquido.
-No me quedan. Solo me quedan de chocolate solido, que no le gustan a nadie y todo el mundo se lleva los otros.
-¿Y si nadie quiere los sólidos porqué traes? ¿No sería mejor comprar solo líquidos para contentar a todo el mundo?
Entonces la dependienta me mira con severidad.
-¿Es que no piensas en los fabricantes de chocolate solido? ¿Que será de ellos si rechazamos sus productos? ¿Cuantas familias morirán de hambre por culpa de gente tan intransigente como tu?
La mujer me hace reflexionar, así que compro un cruasán de chocolate solido, lo vacío tirando su contenido a la basura, que por cierto ya se me acumula de mala manera, y lo relleno de nocilla que tenía en casa.
Como está el patio. Tendré que encerrarme otra vez a ver si las cosas se arreglan solas.

lunes, 3 de febrero de 2020

Un relato sin nombre, parte 10 y final.

Pues ya está, ahora sí. Este bello relato de ninjas y frágiles amistades ha llegado a su fin y con él quizás también mi carrera como escritor.
¿Qué será lo próximo?
No os lo podría decir.
Solo quiero que sepáis que os quiero a todos y cada uno de vosotros, queridos lectores.

Ah, y si quieres empezar a leer esto desde el principio, haz clic aquí.
10

Por un momento se hizo el silencio. Allí, en medio de la gran sala decorada al estilo oriental donde solo unos instantes antes la última ninja de un clan ya casi olvidado decidido a salvar el mundo y Onikage, el malvado líder de los ascendidos, animales iluminados con ínfulas de superioridad, se batían en duelo para hacerse con Kusaragi, un arma mítica capaz de decantar la balanza de uno u otro bando; se hallaba Roberto, un joven hastiado que ahora ostentaba todo el poder de un arma legendaria en su brazo izquierdo, convertido en una pinza gigante de cangrejo de rio.

El malvado hombre serpiente Onikage y la bella ninja, ahora envenenada e incapaz de seguir luchando Sandra, observaban al resucitado Roberto mientras éste contemplaba asombrado lo que hacía tan solo unos segundos era su brazo gangrenado y que le estaba matando. Ahora parecía en perfecto estado de salud, más fuerte y alto incluso, rodeado por un aura de energía mística celestial proporcionada por Kusanagi.

-¿Pero qué has hecho idiota? -Dijo Sandra desde el suelo-. Debías restablecer a Kusanagi a su forma de espada original u otra arma igualmente eficaz, pero… ¿Una pinza de cangrejo? ¿En qué estabas pensando?

-En una vez cuando era pequeño -comenzó a relatar Roberto-. Mi padre me llevó de paseo junto al río. Atravesamos un bosque de ribera precioso con el suelo acolchado de hojas húmedas de los árboles. Después llegamos a un rincón donde el río giraba en un meandro y dejaba una zona cubierta de arena blanca y fina donde nos sentamos a descansar. Mi padre me hablaba de plantas y peces y me explicaba historias de su niñez, cuando paseaba por esos mismos parajes con mi abuelo. Me sentía el niño más feliz y afortunado del mundo cuando vi algo acercándose a mi desde el agua. Era un pequeño cangrejito de color rojo que avanzaba con las pinzas en alto, como saludándome. Yo, en ese momento de bucólica inocencia pensé que nada de lo que habitara en ese lugar podría hacerme ningún daño así que acerqué mi tierna manita al animalillo y éste me respondió clavándome su pinza en el pellejito entre dos dedos. Creo que esa zona tiene un nombre, pero no me acuerdo. Es igual. La cuestión es que me dolió muchísimo, no solo por el dolor físico sino por como se destruyó mi idílico momento de paz junto a mi papá. Es por eso que ahora, el arma más terrible que ha venido a mi mente ha sido una pinza de cangrejo.

-¡Pero no nos cuentes tu vida, miserable humano subdesarrollado! -Rugió Onikage apretando sus cuchillos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos-. Has transformado un arma legendaria forjada sobre las nubes en el mismo palacio de jade en una miserable pinza de un cangrejo que te hizo daño cuando eras un crio idiota. Ahora voy a tener que arrancarte este nuevo brazo para recuperar la espada. ¡Prepárate a morir!

Y dicho esto el malvado Onikage se lanzó contra Roberto con sus cuchillos envenenados como si fueran los colmillos afilados de una serpiente de cascabel. Pero Roberto, que por mucha Kusaragi que tuviera, seguía siendo un cobarde incapaz de luchar, se hizo un ovillo en el suelo cubriéndose la cara con la pinza y los cuchillos se estrellaron contra el caparazón. El primero se rompió y el segundo saltó de la mano de Onikage al topar con la dura coraza de quitina. Roberto se levantó al comprobar que estaba ileso para ver como Onikage, más enfurecido todavía que antes comenzaba a transformarse en un ser de aspecto híbrido entre el humano y una serpiente. Su cabeza, hombros y brazos seguían siendo los de un robusto humanoide, pero de cintura para abajo su anatomía cambiaba para ser la de una enorme y gruesa serpiente sobre la que reptaba en movimientos rápidos y precisos.

La visión del monstruo era sin duda desmoralizante, pero por algún motivo Roberto no se amilanó. Miró su nueva pinza, le dio unos golpecitos como para comprobar su dureza y sonrió al monstruo.

-Ahora me toca a mi atacar. Vas a comprobar como puede arruinarte la vida un cangrejo de rio.

Onikage mostró su lengua bífida y se lanzó al ataque con un siseo terrible mientras Roberto corría hacia él con la pinza abierta por delante, casi dejándose llevar por ella. Chocaron como dos trenes circulando por la misma vía, de forma sonora y espectacular. Los dientes envenenados de Onikage buscaron el cuello de Roberto para inocularle una dosis mortal de veneno, pero la pinza se cerró alrededor de su hombro y le impidió llegar al contacto físico. Gritó de dolor mientras la tenaza se cerraba más y más crujiendo huesos y cortando músculos y tendones hasta que finalmente Roberto retorció su cuerpo y terminó seccionando el brazo del ascendido.

Un brazo derecho, el de escribir, señalar y tocar las notas agudas en el piano yacía en el suelo junto a un charco de sangre mientras que su sorprendido dueño Onikage se sujetaba el muñón de su hombro con la otra mano.

-¡Humano, como te atreves a herir a Onikage, el primero de los ascendidos, el destinado a liberar este mundo de humanos para instaurar un nuevo orden natural de…

-Cállate ya, hombre serpiente -le respondió Roberto con calma-. Yo no elegí nada de esto. Yo quería estar en mi casa con mi brazo normal de persona normal y ver la tele comiendo patatas fritas con sabor a jamón y lamentándome por la dulce rutina a mi alrededor, pero en cambio me he visto obligado a venir hasta aquí cruzando un desierto con un brazo agusanado para enfrentarme a un montón de gentes-cosa que me quieren matar, acompañado por una ninja que me quiere matar también porque pertenece a un clan que quiere matar a todo dios vete tú a saber porqué. ¿Pero sabes qué es lo que más me molesta de todo esto? -Onikage no respondió-. Lo que más me molesta, querido señor de los ascendidos destinado a instaurar un nuevo orden mundial… Es que en todo este tiempo no he oído las palabras “gracias” ni “por favor” ni un “bien hecho colega, no era fácil hacerse con esa pinza de cangrejo tan chula, te felicito”. Porque aquí sois todos unos desagradecidos y ya se me están hinchado las gónadas. ¡Y tu vas a pagar toda mi frustración social!

Un aura de crepitante energía mística rodeó a Roberto, haciendo que todos los muebles de la sala salieran despedidos y la pinza de pronto parecía más afilada, gruesa y cubierta de pinchos de aspecto peligroso. Sandra se arrastró hasta ponerse a cubierto y Onikage retrocedió hasta una de las paredes del fondo. Roberto gritó de rabia y se lanzó a la carga contra su rival. Tomó impulso y lanzó la pinza contra Onikage que de pronto desapareció y la tenaza golpeó el muro, abriendo un agujero que daba a la calle. A los pies de Roberto, una serpiente de tamaño normal estaba enroscada tratando de pasar desapercibida y al ver la vía de escape abierta saltó al exterior, huyendo en la oscuridad de la noche.

-¡Onikage, cobarde! -Gritó Sandra-. No le dejes escapar.

-¿Qué mas da? -Le respondió Roberto-. Ese tipo está acabado.

-Eres un idiota por partida doble, Roberto. Has mancillado la Kusanagi y encima has dejado escapar al líder de los ascendidos. Podríamos haber terminado esto aquí y ahora y en cambio…

-Cállate. Estamos vivos, que no es poco. Y tenemos la gusanagi, aunque la tenga yo y no tu. Podrías sonreír por una vez, digo yo.

Sandra no sonrió, pero sí se ruborizó ligeramente mientras se levantaba agarrada a la pinza que Roberto le ofrecía. Con dificultad volvieron a salir a la calle y se fundieron entre las sombras de la vegetación del parque aledaño. Una vez allí se sentaron en un banco y se relajaron mientras veían como el edificio ardía hasta los cimientos.

-¿Y ahora qué? -Preguntó Roberto.
-Supongo que volveremos a hablar con mi maestro. Él sabrá qué hacer a partir de este momento.
-Ya… Yo me refería a como recuperar mi brazo normal. O sea… No es que no me guste esta pinza, pero queda un poco raro ir paseándome por la calle con esto.
-Mmm… Creo que no se puede quitar.
-Menudo contratiempo entonces. Quizás sí que debería haber pensado en una espada. Al final con todo esto del cangrejo… Se me ha ido la pinza. ¿Eh? ¿Lo pillas? -Pero Sandra ya no estaba a su lado. Quizás nunca lo había estado, en realidad.

FIN