domingo, 15 de noviembre de 2020

Ruinas (Paternidad 51)

 


Desde hace unas semanas, mi mayor y yo empleamos los hasta el momento lentos y azarosos domingos por la mañana en caminar por el monte, descubrir rutas y disfrutar de entornos naturales que aunque escasos en estas tierras, siempre ocultan cierta belleza y encanto.

Y hoy, como viene siendo habitual, partimos en dirección a uno de esos senderos tan cercanos como desconocidos para nosotros y nos adentramos en un sinuoso camino que desciende entre valles y barrancos rodeados de montañas de roca viva, hasta el lecho de un río ya agotado donde todavía se yerguen los restos de edificios, puentes y otras obras humanas erigidas por nuestros antepasados.

Caminamos y caminamos y la verdad es que la cosa se empieza a hacer cuesta arriba, en todos los sentidos. Mis huesos empiezan a aquejarse y la niña a arrepentirse de haber tomado ese camino, por lo que buscamos una sombra y nos sentamos a beber agua y coger un poco de aire. Y entonces aparece.

Un viejo andrajoso con toda la pinta de haberse perdido por esos montes hace décadas aparece de pronto de entre unos matojos y nos asusta a los dos. Instintivamente me coloco delante de mi hija y agarro un palo del suelo dispuesto a aplastarle la cabeza a la mínima sospecha de hostilidad por su parte, pero el señor parece ser pacífico y simplemente pasea ajeno a nuestra presencia. Y quizás sea por haberme visto arrastrado por mis prejuicios y haber apelado a mi instinto de supervivencia más primitivo y agresivo que me siento impelido por la necesidad de mostrarme amable con él y trato de entablar conversación.

-Disculpe señor. No he podido evitar fijarme en que parece usted un hombre ducho en estos caminos, un veterano de las sendas y seguramente conocedor de todos los atajos que preexisten en estos andurriales -le pregunto.

-¿Que qué? -me responde él encogiendo la cara como si se hubiese tragado un pomelo de los amarillos.

-Que si podría indicarnos el camino más corto para volver al pueblo, que estamos ya un poco cansados.

-Ah, sí, claro… Mirad, tenéis que seguir este camino que sube por el lado del cerro ese. ¿Veis? Luego se divide en dos, pero no vayáis por la derecha ya que ese os llevará a unas antiguas ruinas moriscas que se dice que están encantadas ya que según la leyenda, un rey dejó allí escondido su tesoro y ahora lo protege de incautos intrusos que pudieran encontrarlo.

Y dicho esto el hombre se marcha a paso lento, pisa una trampa de osos, cae a una fosa oculta con ramas, se clava varios pinchos envenenados y hace estallar una bomba de la guerra civil que le manda directo al cielo donde se mete en el reactor de un avión y se desintegra ya del todo. Como para preguntarle más acerca del tesoro del morisco ese.

-Ha dicho que a la izquierda -me dice mi hija con tranquilidad.

-¿Como que a a izquierda? -le respondo azorado. -¿No has oído la historia esa del tesoro? Podría ser la aventura de nuestras vidas, o por lo menos de la mía, que ya me queda menos.

-Papá, eso es una leyenda que nos ha contado un viejo loco. Vámonos a casa que ya tengo hambre.

-Pero… ¿Es que no te das cuenta? Podríamos ser famosos, o ricos… O las dos cosas. Imagina todo lo que nos podríamos comprar. Juguetes, ropa, warhamm…

-A veces me parece que tú eres el niño y yo el adulto.

Y así, con esa frase devastadora mi pequeña emprende la marcha hacia el camino de la izquierda y yo la sigo cabizbajo, dejando atrás todo lo que alguna vez fui, o pensé en ser, o pensé en pensar ser.