martes, 29 de diciembre de 2020

Pues a mi el 2020 me ha gustado

 

El año en una imágen

Soy consciente de que no será una reflexión muy popular, pero es lo que hay. Este año ha sido algo distinto a lo habitual, trágico en parte y revelador por otro lado. Hemos tenido un poco de todo en realidad. Comenzamos con energía, llenos de buenos propósitos y planes de grandeza para ir desinflándonos poco a poco hasta caer en la más profunda desolación y luego hemos tenido la oportunidad de arrastrarnos fuera del pozo, lentamente y recibiendo bofetadas de vez en cuando para que no se nos ocurriera sonreír demasiado.

Alguien dijo allá por abril que éste era el año de los introvertidos, de los aficionados a la lectura y los videojuegos, de los amantes de las series, las mantitas y los panchitos. Y realmente aquellos más duramente golpeados por las circunstancias fueron los abiertos de mente, los que anhelaban viajar, las grandes reuniones sociales, los parques de atracciones y los festivales. Pero lo cierto es que todos nos vimos en algún momento arrastrados al pesimismo, atrapados por el miedo y la incertidumbre al pensar en el futuro y por qué no decirlo, arrepentidos por no haber aprendido a tocar la guitarra en su momento.

Pero por otro lado también hay que valorar las cosas positivas. Descubrimos que podíamos leer por fin esos libros que estaban cogiendo polvo, que las fiestas de cumpleaños podían ser en el patio con cuatro niños en lugar de las megacelebraciones con toboganes, piscinas de bolas y meriendacenas para niños, padres, madres y abuelos. Que a veces se puede trabajar desde casa, que se puede pasar más tiempo con los nuestros y menos con los de los demás y que al final eso de la guitarra puede esperar veinte años más.

Por eso para mi este 2020 ha sido un año positivo, un año que nos ha invitado a reflexiones que la vida mundana nos tenía vetadas, un año de cambios, de pausas, respiraciones profundas y pensamientos calmados.

Y digo eso por no hablar de los memes de internet, los que se han convertido en poetas y escritores de la noche a la mañana, los nuevos mesías del nuevo orden mundial de pirados, esos de la plandemia y la farmafia, de Kill Gates y el coronatimo, terraplanistas y antivacunas que de pronto se han visto convertidos en el centro de atención y han crecido como la espuma, vacíos e insípidos pero divertidos al final, porque si algo he descubierto ya por mi mismo es que o nos reímos de todo o la mierda nos come.

En cuanto a este 2021 auguro que será un año “mejor” desde el punto de vista de los claustrófobos. Pronto nos pondrán la vacuna que nos instalará el chip cinco ge y alterará nuestro ADN para que podamos salir a la calle otra vez sin mascarillas y nos demos cuenta de lo feo que era todo el mundo en realidad. Tendremos otra crisis económica y de valores, política y de valores, ecológica y de valores, e incluso crisis de valores a secas, que son las peores.

Para mi este 2020 no ha sido malo porque auguro que el año que entra va a ser “mejor” todavía y esta vez sí que sí, voy a aprender a tocar la guitarra.

 

Aquí una foto para nada editada

 

martes, 1 de diciembre de 2020

Una necesaria (aunque posiblemente vacía) meditación.

 


Nunca he pretendido tener éxito en la vida. Nunca he querido ser “rico y famoso”, ni siquiera “adinerado y popular”, pero es cierto que de vez en cuando a uno le gusta sentirse arropado por personas que apoyen su causa, que empujen de su destartalado carro o que simplemente remen en su misma dirección. Pero voy a dejarme de símiles, que si no no termino.


Empecé con este blog hace ocho años, con la sana idea de separar de mi otro blog los contenidos no dedicados a aficiones lúdicas y acumular mis tonterías, mis relatos, mis tonterías y en definitiva, todo aquello que jamás debería ver la luz. Pero curiosamente, me sentí muy satisfecho cuando este blog comenzó a tener seguidores, comentarios y lectores que aunque desde las sombras la gran mayoría, estaban ahí, con la forma espectral e indefinida de las estadísticas. Tenía lectores y por ello me sentí en la obligación de esforzarme, de escribir de forma regular, de crearme rutinas, obligaciones, como uno quiera llamarlo… Pero esa época ya terminó.


Echadle la culpa al cierre de Google+ (con la consiguiente incapacidad por mi parte de existir en otras redes sociales), a la pandemia que nos está dejando a todos hastiados y apáticos o a mi propia incapacidad para seguir adelante, pero en cualquier caso y sea como sea, esto no termina de funcionar. Los lectores han caído en picado, el “feedback” que recibo es ínfimo y por lo tanto mis ganas de seguir aquí se reducen a la mínima expresión, por lo que debo replantearme si cerrar esto o darle un giro en cuanto a planteamiento.

 


Ya dejé en “standby(me)” el otro blog, ese tan mediocre de juegos de rol y muñequitos, y ahora me planteo hacer lo mismo con este, pero no creáis que se debe a mi inactividad, a que me ha absorbido el trabajo y la familia y que ya no puedo con todo, sino por todo lo contrario.

Estoy jugando más que en toda mi vida, al Warhammer concretamente, con un ritmo vertiginoso de una partida a la semana de una campaña narrativa que ni en mis mejores sueños podría haber imaginado hace un año; también estoy escribiendo más que nunca, tanto que no doy abasto para pasarlo a ordenador y se me acumulan los cuentos y novelitas por encima del escritorio. Y a pesar de eso paso más tiempo con mi familia, con amigos nuevos y viejos, he aumentado mis horas de sueño, y me puedo permitir incluso hacer deporte en forma de escapadas montañiles, por no hablar de que ahora tengo mi propio programa de televisión.



Resumiendo: Creo que este blog no funciona porque me está yendo demasiado bien en la vida como para dedicarle toda la rabia y amargura que él demanda. Creo que no funciona porque las redes sociales ya no me molan tanto como para dedicarles más tiempo del estrictamente necesario. Y creo que no funciona porque todo en la vida tiene un momento y el momento de todo esto ya pasó.


Pensaré durante unos días en como reenfocar esto. Si seguir con este ritmo pausado, echar el cierre temporal o simplemente volcar aquí mis relatos, por entregas, e ir viendo que pasa.

Haría una encuesta, pero me temo que ahora mismo sois demasiado escasos como para que tuviera sentido, así que igual tiro un dado para decidir. Como en los viejos tiempos.

Un saludo.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Ruinas (Paternidad 51)

 


Desde hace unas semanas, mi mayor y yo empleamos los hasta el momento lentos y azarosos domingos por la mañana en caminar por el monte, descubrir rutas y disfrutar de entornos naturales que aunque escasos en estas tierras, siempre ocultan cierta belleza y encanto.

Y hoy, como viene siendo habitual, partimos en dirección a uno de esos senderos tan cercanos como desconocidos para nosotros y nos adentramos en un sinuoso camino que desciende entre valles y barrancos rodeados de montañas de roca viva, hasta el lecho de un río ya agotado donde todavía se yerguen los restos de edificios, puentes y otras obras humanas erigidas por nuestros antepasados.

Caminamos y caminamos y la verdad es que la cosa se empieza a hacer cuesta arriba, en todos los sentidos. Mis huesos empiezan a aquejarse y la niña a arrepentirse de haber tomado ese camino, por lo que buscamos una sombra y nos sentamos a beber agua y coger un poco de aire. Y entonces aparece.

Un viejo andrajoso con toda la pinta de haberse perdido por esos montes hace décadas aparece de pronto de entre unos matojos y nos asusta a los dos. Instintivamente me coloco delante de mi hija y agarro un palo del suelo dispuesto a aplastarle la cabeza a la mínima sospecha de hostilidad por su parte, pero el señor parece ser pacífico y simplemente pasea ajeno a nuestra presencia. Y quizás sea por haberme visto arrastrado por mis prejuicios y haber apelado a mi instinto de supervivencia más primitivo y agresivo que me siento impelido por la necesidad de mostrarme amable con él y trato de entablar conversación.

-Disculpe señor. No he podido evitar fijarme en que parece usted un hombre ducho en estos caminos, un veterano de las sendas y seguramente conocedor de todos los atajos que preexisten en estos andurriales -le pregunto.

-¿Que qué? -me responde él encogiendo la cara como si se hubiese tragado un pomelo de los amarillos.

-Que si podría indicarnos el camino más corto para volver al pueblo, que estamos ya un poco cansados.

-Ah, sí, claro… Mirad, tenéis que seguir este camino que sube por el lado del cerro ese. ¿Veis? Luego se divide en dos, pero no vayáis por la derecha ya que ese os llevará a unas antiguas ruinas moriscas que se dice que están encantadas ya que según la leyenda, un rey dejó allí escondido su tesoro y ahora lo protege de incautos intrusos que pudieran encontrarlo.

Y dicho esto el hombre se marcha a paso lento, pisa una trampa de osos, cae a una fosa oculta con ramas, se clava varios pinchos envenenados y hace estallar una bomba de la guerra civil que le manda directo al cielo donde se mete en el reactor de un avión y se desintegra ya del todo. Como para preguntarle más acerca del tesoro del morisco ese.

-Ha dicho que a la izquierda -me dice mi hija con tranquilidad.

-¿Como que a a izquierda? -le respondo azorado. -¿No has oído la historia esa del tesoro? Podría ser la aventura de nuestras vidas, o por lo menos de la mía, que ya me queda menos.

-Papá, eso es una leyenda que nos ha contado un viejo loco. Vámonos a casa que ya tengo hambre.

-Pero… ¿Es que no te das cuenta? Podríamos ser famosos, o ricos… O las dos cosas. Imagina todo lo que nos podríamos comprar. Juguetes, ropa, warhamm…

-A veces me parece que tú eres el niño y yo el adulto.

Y así, con esa frase devastadora mi pequeña emprende la marcha hacia el camino de la izquierda y yo la sigo cabizbajo, dejando atrás todo lo que alguna vez fui, o pensé en ser, o pensé en pensar ser.

martes, 27 de octubre de 2020

De experiencias virtuales y nachos con guacamole.

 


Camino erráticamente por los anchos pasillos del centro comercial. Mi hija me acompaña y no deja de decirme cosas que ni siquiera oigo porque mi cerebro está funcionando a otro nivel, uno inferior posiblemente, sin dejar de dar vueltas al mismo tema: Mañana cumplo cuarenta y uno y eso me sitúa un paso más cerca de todas las cosas malas que todavía me tienen que suceder.

Porque seamos sinceros, la decrepitud física comienza poco antes de los treinta y a partir de ahí ya nada bueno puede esperarse; todo se arruga, se destiñe, se vuelve fláccido o directamente se cae como esas hojas otoñales que el barrendero mete a presión en la papelera de la esquina. ¿Por qué no dejarán en el suelo las hojas si son uno de los escasos vestigios de naturaleza que nos quedan? Pero no nos desviemos del tema que he venido aquí a hablar de mí. Como siempre.

Caminaba distraído estaba diciendo, hasta que la voz de mi mayor, imbuida por alguna emoción desorbitada me devuelve a la realidad. Ante nosotros hay montadas dos capsulas de esas de realidad virtual que prometen viajes alucinantes en un entorno… 9D.

¿Nueve dimensiones? Eso no existe, le digo a mi hija extrañado, tratando de disuadirla de la idea de meterse en uno de esos trastos. Pues claro que existe, lo tienes delante , me responde ella esgrimiendo una lógica de la que no puedo rebatir ni una palabra. Así que cumpliendo con mi deber de buen padre decido desembolsar los cuatro euros que permitirán a mi descendiente número uno disfrutar de esa experiencia futurista. Y es entonces, allí plantado en la cola, cuando tomo una decisión de la que como no, me arrepentiré más tarde, ya lo veréis.

Cuarenta y un años casi, lo he dicho antes, emprendiendo la recta final de mi vida con el acelerador apretado a tope y el motor echando un humillo feo camino a ese murete blanco medio oculto entre los cipreses, larga y enrevesada metáfora de morirse. Y es por ello que con un recién descubierto espíritu rebelde, decido darle al muchacho otros cuatro euros (lo que viene a ser pagar con un billete de veinte y que te devuelvan doce) y embarcarme yo también en la aventura. Qué cojones, hostia ya.

Las experiencias a vivir en el mundo 9D son las siguientes: Infantil, Vértigo (con tres niveles de intensidad que son suave, intermedio y extremo) y finalmente Interactivo, que va de matar naves extraterrestres a lo space invaders pero rollo siglo veintiuno. Yo me decanto por esta última, pero mi hija quiere el vértigo extremo, así que la acompaño para no dejarla sola si algo malo sucede en ese mundo virtual. Y vaya si sucede, pero no a ella. Me siento, me abrocho el cinturón y me coloco las gafas. Todo va bien hasta que se enciende la pantallita y empiezan a pasar cosas.

Estoy en un avion que sobrevuela una ciudad, mirando a través de una abertura en el suelo; de pronto alguien me empuja y caigo al vacío; me da el aire en la cara, me siento caer, me agobio un poco pero entonces aparece mi mano virtual y tira de la anilla de un paracaídas. Menos mal. Pero no, porque la anilla se rompe y tardo unos agonizantes segundos en accionar el secundario y por fin deslizarme suavemente por el aire. Menuda mala ostia de juego. Si esto fuera la vida real, nunca me habría tirado en paracaídas, ni siquiera habría montado en avión, pero bueno, supongo que ahí está la gracia del asunto.

El descenso se ha vuelto lento y agradable, aunque cuando miro abajo veo que la ciudad está como en ruinas y todo tiene una pinta oxidada muy fea, como de poco mantenimiento, y la mala suerte más extrema hace que en lugar de aterrizar en el suelo lo haga sobre la vagoneta de una especie de montaña rusa. Vaya por dios, con lo grande que es esa ciudad.

Y allí empieza la risa. La vagoneta coge una velocidad imposible, se suceden los giros, las vueltas de campana e incluso los saltos. Todo tiembla y se sacude, el vértigo deja paso al mareo y el mareo a la náusea. Cierro los ojos para no ver el aluvión de imágenes tridimensionales pero no me sirve de nada; las sacudidas del aparato y los chorros de aire no me permiten evadirme del mundo virtual. “Estás sentado en una cápsula de plástico en un centro comercial levantino” me repito “Esto no es real, el mareo y el vértigo no son reales”, pero mi cerebro va por su lado y sintiendo peligrar los nachos con guacamole y el burrito de la comida que llevo en el estómago, decido quitarme las gafas y volver al mundo real así, de golpe, y que le den por el saco a la experiencia.

Me levanto y camino tambaleándome hacia el responsable de la atracción para devolverle las gafas. En la cápsula mi hija se lo pasa pipa. ¿Te has mareado, no? Dice él, y yo no me atrevo a contradecirle porque seguramente tendré la cara más blanca que la leche semidesnatada. Un poco, le respondo tratando de hacerme el duro. Es normal, me dice él. Los jóvenes lo disfrutan mucho pero la gente mayor… Porque mañana cumplo cuarenta y uno, y ya soy oficialmente gente mayor.

miércoles, 14 de octubre de 2020

De matemáticas y viajes suprarrenales.

 

 


Mi nuevo trabajo es una mierda, vale, creo que lo dejé claro hace un par de entradas, pero si tengo algo positivo que extraer de él es que solo sucede por las mañanas y eso me deja, por primera vez en mi vida desde que tenía veinte añitos, las tardes libres para hacer lo que me de la gana.

Y ya sé qué pensaréis. Que un hombre como yo va a dedicar ese tiempo libre a escribir, hacer deporte y retomar viejas aficiones roleras, pero no. Ya no soy el mismo que era. He cambiado, he abandonado malos hábitos de procastinación y ahora estoy dispuesto a hacer algo de provecho con mi vida: Sacarme el título de graduado en la ESO.

¿Y como es posible que un escritor de relativo éxito, padre de familia maduro y espécimen culto donde los haya no tenga todavía ese papel? Pues muy sencillo. Cuando yo estaba en edad de estudiar, ese título todavía no existía (yo soy de la vieja escuela, de la EGB) y a partir de ese momento dediqué mi vida a trabajar como un rebaño de mulas, con lo que el mundo del estudio quedó totalmente obsoleto para mi.

Pero como dicen que nunca es tarde, que el saber no ocupa lugar y que no sabemos lo que nos puede deparar el futuro (si es que lo hay), he decidido apuntarme para sacarme el dichoso graduado y así subir un nuevo escalón en la provechosa escalera de la fortuna vital y el crecimiento personal e intelectual.

Y aquí estoy ahora, dirigiéndome a mi primer día de clase, carpetita en mano, bolígrafo bic cristal escribe normal en el bolsillo de la camisa y peinado engominado lateral para dar mejor aspecto de empollón. Me siento en mi mesa y cientos de recuerdos de mis días de escuela vienen de pronto a mi mente: Burlas, collejas, humillaciones varias, ninguneos, fracasos, frustración, pantalones bajados en medio del patio, pedradas en los genitales, ser el último de la fila cuando elegían equipos, balonazos en el estómago, gafas rotas, más collejas, el sabor de la tierra en la boca… Qué maravilla todo. Pero entra el profesor y se hace el silencio.

¡Matemáticas! Grita el señor profesor (que seguramente sea más joven que yo) mientras se arranca el jersey a lo Hulk Hogan para mostrarnos una gran barriga tatuada con la fórmula del emc2 al cuadrado ese y la cara de Einstein sacando la lengua. Nos da las hojas de ejercicios y empiezo por lo fácil, que son las sumas y las restas.

No tengo problemas al principio. Me atrevo incluso a multiplicar y cuento con los dedos debajo de la mesa para disimular. Algunos de mis compañeros resoplan por la dificultad de la prueba y yo me siento confiado hasta que llego a las divisiones de dos cifras y comienzo a sudar. ¿Como se hacía eso? Trato de rebuscar entre mis recuerdos más antiguos pero solo rescato escenas en las que me escupían dentro de la libreta o me robaban los bolis. Y eso no es lo peor. Luego llegan las fracciones, los mcms y Mcdses, los menos por menos más y las raíces cuadradas. Todo se vuelve confuso en mi mente y cuanto más trato de concentrarme, más fuera de lugar me siento.

Los números comienzan a danzar ante mis ojos, saltando de sus posiciones y ocupando las de otros, sumándose a su antojo y sin permiso o restándose, incluso multiplicándose por cero en un claro ejemplo de suicidio numeral. Trato de mantener el orden pero mi cabeza empieza a perder información como si se hubiesen roto las tuberías de las ideas y veo pasar varios guerreros de la cata del fuego persiguiendo a un dreadnought humeante, herido de muerte. Los disparos de sus rifles de plasma apenas logran arañar su blindaje pero la bestia de hierro corre en busca de refuerzos. Algo enorme aparece de pronto, un carnosaurio que aplasta al robot y sale detrás de los soldados que arrojan sus armas y corren por el bien supremo a sus casas, a acostarse y dormir como si nada hubiese pasado. Después llegan las tortugas ninja que se enfrentan a la bestia mientras en el cielo Songoku pelea contra su eterno rival en una sucesión de luces y destellos que se asemejan a un pinball enloquecido por la suerte de su jugador.

Trato de recuperar el control pero ya ni siquiera veo la hoja de papel, solo las cifras que siguen bailando y se convierten en un terrible remolino que me absorbe al País de Nunca Jamás, a Wonderland y a Toril, pasando por los ardientes desiertos de Athas y los brumosos bosques de Ravenloft; y me quedo embelesado con la vista de islas tropicales con tesoros enterrados, ciudades dominadas por gatos en las Tierras del Sueño, planetas olvidados por antiguas civilizaciones aunque todavía por explorar para tantas otras, y cuando ya me veo absorbido por un agujero negro supermasivo camino a alguna realidad alternativa, el profesor se asoma a la cúpula galáctica cual quasar y me devuelve a mi pupitre, frente a la prueba de aptitud sin apenas empezar y descubro que igual no va a ser tan fácil esto de sacarse el título ese con una mente tan dañada como la mía.

lunes, 5 de octubre de 2020

Claroscuros (paternidad parte 50)

 


Mediodía, tirando a la tarde. Me siento en mi silla ergonómica favorita mientras saboreo una taza de café con leche aderezada con helado de leche merengada mientras fuera cantan los pájaros, dando la bienvenida al otoño, estación renovadora donde las haya.

Y me tomo ese breve instante de relax para reflexionar y pensar en mi propia vida, en quién soy, donde estoy y qué he obtenido a lo largo de tantos años de esfuerzo. Y me siento en paz.

Me siento en paz por haber logrado la estabilidad emocional y económica, el equilibrio entre lo social y lo arisco, el punto medio entre austeridad y ansiedad por no tenerlo todo. Me doy cuenta de que por fin tengo claro quién soy, de donde vengo y a donde voy. Me siento libre, pleno, completo, como si el tiempo pasado no hubiese sido más que la consecución de una obra que culmina aquí y ahora, en mi.

Soy el ombligo de mi mundo y ya me da igual que la tierra sea redonda o plana, con nubes o con flecos, con dioses o sin ellos. Mi nombre resuena como un trueno en mi cabeza, como la campana gigante de un templo budista donde en el subsuelo se entrena a ninjas que por el día te preparan un té y por la noche te acuchillan mientras duermes.

No lo hago a menudo pero me doy el lujo de sonreír. Qué cojones.

Entonces aparece mi pequeña, que ya es mi mayor y se sitúa detrás de mi, desde donde comienza a acariciarme el cabello.


-Qué largo lo tienes ya -me dice. Casi te puedes coger una coleta.

-Así es. Y más largo que lo llevaré.

-¿Te vas a dejar melena otra vez?

-Seguramente. Me dejaré melena como cuando tenía veinte años porque así será como si tuviera veinte años y todo será como cuando tenía veinte años y por lo tanto… ¡Volveré a tener veinte años!

-Pero ya no tienes tanto pelo como antes.

-¿Comorl?

-Que ya no tienes la misma densidad. Ahora tienes menos, se te marca mucho la raya y se nota que por arriba ya te va faltando.

-¿Pero qué dices? Soy la persona con más pelo del mundo. Soy el Alan Moore del levante, soy…

-No pasa nada, papá. Tranquilo. Ya tienes cuarenta años y es normal quedarse calvo. El padre de X y el padre de Y que van a mi clase son más jóvenes que tú y ya están calvos.

-¡El padre de X y de Y no me llegan ni a las suelas! ¡Se quedaron calvos por no ser tan molones como yo! ¡A mi eso nunca podrá pasarme porque soy súper molongui que lo flipas!


Pero mi hija ya ha desaparecido y me ha dejado de nuevo solo con mis pensamientos. ¿Por donde iba? Ah sí, que menuda mierda todo, que estoy harto del trabajo, del fresco que está haciendo y que así, no hay quien encuentre el sentido a este engrudo que llaman vida.

lunes, 7 de septiembre de 2020

De monotonia laboral y señales de alarma.

 


Están siendo unos meses raros, lo admito y reconozco, aunque supongo que eso no sorprenderá a nadie ya que además de que está siendo un año complicado para todo el mundo, yo soy especialmente sensible a los cambios. Y uno de esos cambios, ya metiéndonos en el siempre aburrido ámbito de lo laboral, me ha dejado sumido en un estado de desconcierto y alienación nunca experimentado en mis carnes hasta este momento.

Y es que si había algún punto en común en el sinfín de oficios que he ejercido, ese era mi derecho a obnubilarme, distraerme y sumergirme en mis propios pensamientos manteniéndome así al margen de las obligaciones y preocupaciones del susodicho. Pero desde hace unas semanas soy el telefonista de un concurrido centro de salud de una famosa localidad costera del levante peninsular y eso es harina de otro costal. La jornada laboral son solo siete horas que además se hacen de una tacada por la mañana y el hecho de tener las tardes libres y no estar tostándome al sol desde que éste sale hasta que se pone, debería ser motivo de alegría y albricia. Pero no.

Atender telefónicamente a más de un centenar de personas al día, todas ellas indignadas por el defectuoso funcionamiento del sistema médico ambulatorio, y muchos ellos sin tener a nadie en el mundo a quien contarles la vida, puede ser agotador. Y si tenemos en cuenta que el sistema de llamadas en espera permite que la siguiente llamada esté lista justo al colgar el teléfono de la anterior, puede llevar a cualquier persona, por muy equilibrada que sea, a la más absoluta locura.

Y ahí estoy yo, sentado frente a una pantalla sin dejar de teclear con una mano mientras sostengo el auricular con la otra, tomando apuntes con la boca y mandando con el pie señales en morse a mis compañeros de celda. Cinco personas metidas en ese habitáculo asediado por ancianos indignados al más puro estilo George Romero.

Cada día lo mismo, cada hora, cada minuto, cada segundo de verme privado de mi capacidad de ser en lo más esencial de mí mismo, una persona pensante, con autonomía mental para lograr la abstracción; alguien capaz de decir aquello de “pueden poseer mi cuerpo pero nunca controlarán mis pensamientos”, alguien a quien su creatividad le resultaba liberadora por encima de cualquier horario o jefe abusivo. Pero ya no soy ese. Ahora no soy nadie más que una voz ronca y cansada tras un teléfono sin ser capaz ni siquiera de desear que todo se vaya a la mierda de una vez.

Pero entonces sucede. Se abre la ventana amarilla de alerta por agresión en la sala de enfermería 1.

No sé si lo sabéis, pero en los centros de salud y otros lugares hospitalarios con atención al público existen unos dispositivos que al ser accionados alertan a todos los compañeros del centro de que se está produciendo una agresión a algún facultativo, así como la sala en la que ello está sucediendo para que los compañeros puedan ir en su ayuda. Y ha pasado. Por fin pasaba algo en ese lugar de hastío y monotonía.

Al ver la señal de alerta mis ojos muertos se abren de par en par. Por fin algo de acción. Me levanto de la silla haciéndola caer sobre su respaldo mientras vuelco la mesa con el ordenador y el telefonito con un rugido de furia liberadora. Me arranco la parte de arriba del uniforme a lo Hulk Hogan y tiro abajo la puerta de la garita de una patada, aplastando a un anciano que hacía cola para rehabilitación. Ya no lo va a necesitar. Salgo a la sala de espera para enfilar el pasillo que lleva a la enfermería atacada, pero la cantidad de gente que hay a esas horas obstaculiza mi camino, así que no tengo más remedio que abrirme paso como sea. Empujo un carrito de bebé al que sigue su madre azorada, agarro dos cabecitas de señoras mayores y las estrello entre sí, lanzo un golpe descendente “martillo pilón” patentado por Bud Spencer a un viejo, y finalmente fulmino a un jovenzuelo con cojera que iba a solicitar una baja laboral con un shoryuken medium punch.

Cuando llego al pasillo las cosas no se ponen más fáciles. La limpiadora, un celador con el carrito de medicinas, un médico cargado de papeles... Nadie puede interponerse entre mi y la señal de alerta amarilla, así que les arrollo utilizando el carro de la ropa sucia y les arrojo a la sala de aislamiento por covid de donde ya no podrán salir sin antes realizarse un test pcr y pasar 14 días de aislamiento aunque sean asintomáticos. Atravieso de un cabezazo la puerta de la sala de enfermería, consulta 2 al final del pasillo a la izquierda, y entro en el lugar destrozándolo todo poseído por una furia justiciera liberadora que hace que en menos de diez segundos todo el mobiliario quede reducido a astillas humeantes. Pero cuando por fin logro calmarme y observo con detenimiento a mi alrededor, allí solo estamos la enfermera y yo. Ella me mira sin poder ocultar cierta sorpresa y me dice que lo de la alerta había sido una falsa alarma, que le había dado al botón sin querer.

Regreso a mi puesto algo decepcionado. Al final este ha resultado ser otro día más.


jueves, 20 de agosto de 2020

De muñecos y recuerdos (amargos)

 

Hace muchos muchos años, antes de la pandemia, de las olimpiadas de Barcelona e incluso antes de

que cancelaran la serie del Halcón Nocturno, yo era un crío bastante tímido, taciturno e inseguro, con una cartera de amigos más bien reducida y una capacidad para conocer gente muy limitada... Más o menos como ahora, pero antes.

La cuestión es que una de mis pasiones eran los juguetes, especialmente los que ahora se llaman

“figuras de acción” y de entre ellas las de los Masters del Universo. No conocía apenas nada del “lore” detrás de esos monigotes, pero sí tenía claro que yo no era de He-Man ni de su tío Skeletor, si no del malo malote Hordak. Hordak era antisocial como yo, le gustaban los bichos raros y además llevaba un ventilador incorporado en una mano, así que lo tenía todo para lograr mi admiración. Curiosamente, nunca tuve el muñeco de Hordak en persona, pero sí conseguí algunos de sus esbirros, como Leech, uno de esos robots desmontables o mi favorito, Mantenna, el espía perfecto. Y ahora vamos a la historia que quería contar desde el principio.

Yo era un niño retraído, como decía, y en esos tiempos llegó a mi clase un nuevo alumno de nombre

Miguel y que acababa de mudarse al pueblo. Miguel tenía todas las papeletas para ser un inadaptado: Era de fuera, no conocía el idioma en el que nos comunicábamos los demás coloquialmente y para colmo sufría la peor maldición que un ser humano podría acarrear: Era pelirrojo. Y seguramente por esa unión de características me resultó fácil acercarme a él y entablar una amistad de esas infantiles tan bonitas y que ahora recordaría para siempre con cariño de no ser que ese Miguel resultó ser un puto psicópata de mierda.

Al principio eran cosas sutiles. Se ponía triste cuando no le hacía caso, me decía que yo era su

principal apoyo en el pueblo y siempre que podía venía a mi casa a jugar. Pero lentamente la cosa sefue poniendo fea y cuanto más me acercaba a él más me aislaba de mis antiguos y escasos amigos.

Miguel se enfadaba cuando me veía jugando con otro, saboteaba mis planes para hacer cosas sin él y casualmente siempre que venía a mi casa, alguno de mis juguetes desaparecía. Yo no era el niño más listo del mundo, pero no tardé en darme cuenta de que había algo siniestro detrás de esa amistad, aunque todos mis intentos de poner distancia entre Miguel y yo terminaban con discusiones, insultos y al final llegamos a las manos. Bueno, para ser sincero, solo él llegó a las manos ya que yo me limité a recibir golpes sin más.

Que me pegara se convirtió en la tónica habitual y de pronto me encontré aislado del resto del

mundo con el zumbado de Miguel como única opción tanto dentro del cole como fuera. Contárselo a mis padres me parecía algo vergonzoso, ya que estaban muy contentos de ver lo “amigos” queéramos y no habría sabido como expresarlo... Hasta que un día llegué marcado a casa y quisieronsaber quién me había zurrado.

Tras la dramática revelación, mis padres corrieron a hablar con los de Miguel y el resultado de esa

charla resultó ser tan sorprendente como reveladora para mí y el universo entero. Resultó que ese Miguel era un pobre niño cuyos padres se habían separado y al desaparecer del mapa su progenitormasculino, la madre se había visto obligada a trabajar en un pueblo a cuatrocientos km de su lugar de origen causando una serie de desequilibrios emocionales al pobre Miguel que le habían obligado a convertirse en un niño malo en contra de su naturaleza benigna. Resumiendo: Miguel era un niño maravilloso que me pegaba porque nadie le entendía en su situación. Y yo allí escuchando la historia del energúmeno ese, flipaba al darme cuenta de que incluso mis padres estaban justificando al agresor y pidiéndome a mi, la víctima, un poco de comprensión.

Por suerte, la charla que le daría su madre, funcionó. Desde ese día Miguel se contuvo, fuimos amigos medio normales y mantuvimos cierta distancia de seguridad entre nosotros... Hasta que terminó el curso. Miguel debía regresar a su plane... ciudad de nacimiento y eso se suponía que debía darme algo de pena. Mis padres decidieron que sería una buena idea celebrar una pequeña fiesta de despedida para el niño con el objetivo de limar asperezas y que nos quedásemos con un recuerdo medianamente agradable el uno del otro, como si eso fuera posible.

Recuerdo que merendamos en mi casa, que todo fueron risas, que nos lo pasamos bien y nos

despedimos cortésmente. Él parecía tener algo de prisa por desaparecer del mapa y yo, aunque me lo pasé bien esa última tarde, deseaba no volver a verle jamás y continuar con mi triste y aburrida vida lo antes posible. Pero en ese momento del adiós no podía sospechar que Miguel no se marchaba solo de mi casa.

Al día siguiente preparé a las fuerzas de asalto de Hordak para una peligrosa misión debajo de mi

cama. Allí estaban todos listos para recibir órdenes excepto Mantenna, pilar indispensable para cualquier tarea de vigilancia y rastreo. Lo busqué por todas partes, por todos los cajones, por todos los rincones polvorientos... ¿Como era posible que ayer hubiésemos estado jugando con él y hoy estuviera en paradero desconocido? Maldije mi despiste y seguí buscando durante días, semanas y meses hasta que me rendí a una verdad a la que me había estado resistiendo durante todo ese tiempo: Mantenna estaba con Miguel, fuese donde fuese donde ahora viviera ese crío, y nunca jamás iba a volver a mi lado, pues ese era el último trofeo que me había arrebatado, la prueba de su no arrepentimiento, de que nunca hay que perdonar sino odiar más si cabe a quienes nos hacen daño de forma gratuita.

Fue el peor verano de mi vida. Mi honor estaba mancillado, mis fuerzas de Hordak mermadas, mi

moral rota. Ya nunca podría confiar en ningún niño y había perdido las ganas de seguir jugando y respirando. Por no poder no podía ni jurar venganza, al encontrarse mi rival en paradero desconocido.

Y así pasaron los años, de diez en diez hasta que... Ahora que tengo cuarenta me he comprado un

Mantenna por Wallapop con la esperanza de cerrar esa antigua cicatriz, pero no. Sigo queriendo sangre. Su sangre.

martes, 14 de julio de 2020

Cine de los 80 (Paternidad 49)


Un domingo de julio; uno de esos de mucho calor en los que no apetece nada más que quedarse en casa hasta que anochezca, viendo una buena peli y sorbiendo algo fresquito. La tarde ideal para tirar de videoteca y ver una de esas clásicas con mis pequeñas. 

Recorro interminables pasillos repletos de estanterías abarrotadas de viejas cintas de VHS que en su día visualicé con esa mezcla de inocencia y fascinación que tanto invita a soñar y que al final me convirtieron en lo que ahora soy mientras repaso mentalmente qué títulos podrían ser los adecuados.
Los Goonies, vista; La historia interminable, vista; El vuelo del navegante, Los bicivoladores, Cristal oscuro, Robocop, las Tortugas ninja… Todas vistas ya por mis pequeñas, pero todavía quedan cientos y cientos por visualizar. 

Finalmente me detengo sobre un cinta que llama poderosamente mi atención: He Man y los masters del universo, una película de culto con un Dolph Lungrunden en el papel de héroe haciendo sombra al mejor Schwarzenegger y unos efectos especiales dignos incluso de mediados de los años noventa. No hay duda de que hoy toca ésta.

Subo las escaleras del subsótano con la película en las manos y una sonrisa de buen padre marcada en mi rostro, entrando en el comedor para anunciar la buena noticia a mi hija mayor (la pequeña no sé donde está) con jolgorio y fanfarria.

-¡Hija mía, hoy es un gran día porque vamos a ver la película de He Man!

-¿Jiman? ¿Eso qué es? Yo no quiero ver eso.

-¿Como que no quieres verla? He Man y los másters del universo… Por el poder de Grayskull y todo eso…

-Papá, esas películas solo te gustan a ti. Son todas iguales y cutres y pasadas de moda.

-¿He Man pasado de moda? ¿Como puedes decir eso? Hay cosas que nunca pasarán de moda porque serán siempre lo top de lo top.

-Que no, papá. Yo me subo a mi cuarto a escuchar música en streaming, tú haz lo que quieras.

-¿Estrimings? Pero… Grayskull…

Y así mi pequeña, que quizás ya no lo sea tanto desaparece de mi lado y reaparece en algún otro lugar lejos de mi generación dejándome allí, solo, mirando al Dolph Lungren de la portada que a su vez me mira como diciendo “a mí que me cuentas, yo también me he quedado hecho mierda” y casi estoy a punto de dejar caer una lágrima cuando una vocecita a mis espaldas, cinco años más joven que mi hija mayor, me pregunta.

-¿Qué película es?

-He Man, una de espadas, monstruos y portales dimensionales.
 
-¡Bien, yo la quiero ver!

Y así es como termina una historia pero empieza otra. El motivo por el que hay que tener a los hijos con algunos años de separación. La certeza de que en cinco años más estaré más solo que la una menos veinte.

sábado, 20 de junio de 2020

De sueños y necesidades primarias


Llego a casa después del trabajo y noto que ésta no es igual que antes. El papel de pared es distinto, el mobiliario no me suena de nada y hasta la distribución de las habitaciones ha cambiado, pero por algún motivo, no me importa demasiado. Es mi casa y punto. Voy directo a la cocina a hacerme algo de comer porque por algún motivo soy soltero y no tengo cargas ni obligaciones familiares de ningún tipo y allí, sobre la mesa de lla cocina me espera esa chica que me gusta tanto del instagram, esa a la que a veces le río las gracias pero nunca se digna a contestarme, esperándome para una sesión de sexo tan inesperado como necesario. Comienzo a quitarme la ropa a toda prisa para no hacerla esperar, a la pobre, y apenas hemos empezado a retozar cuando recuerdo que no he comido y tengo mucha hambre. Le digo que se espere, rebusco por los armarios que están vacíos y salgo a toda prisa hacia el súper. 

Corro cesta en mano entre estanterías repletas de donuts, patatas fritas, bollerías varias y comida rápida de todo tipo hasta que me doy cuenta de que he dejado a esa chavala tiradísima y que ya tendré tiempo de hacer la compra cuando hayamos terminado. 

Salgo corriendo de nuevo hacia mi casa, que por cierto, no sé ni donde está ya que todo el pueblo parece haber cambiado y se me hace de noche. Veo gente haciendo el amor en las calles, en los portales, otros paseando como si nada comiendo patatas al jamón, mis favoritas ya que llevan la mayor cantidad de glutamato del mercado. Huele a comida china, turca, india… Todo muy especiado y sabroso. El estómago me ruge y pienso que porqué no me habría comprado algo en el súper ya que estaba allí. Me detengo en un cruce y caigo de rodillas abrazándome a mí mismo sumido en la duda de si debería regresar a casa y saciar mi hambre de sexo o de comida, si debería primar el racional deseo de alimentarme o el salvaje impulso de reproducirme. No logro decidirme y se hace de noche, cierran los comercios, los restaurantes y cuando llego a casa, frustrado y hambriento, no queda ni rastro de la chica. 

Me despierto empapado en sudor y con la cabeza latiendo al ritmo acelerado de mi corazón, para darme cuenta de que estoy en mi casa normal, con mi vida habitual, y que todo esto no había sido más que un sueño raro de cuarentón inadaptado. Malditos sean los años. Malditos sean los sueños.

domingo, 7 de junio de 2020

De gallinas y hombres parte 3: APOCALIPSIS

 


Poco duró la paz en el mundo. A duras penas la humanidad se había recuperado del susto de la última pandemia, y las cosas volvieron a empeorar. Esta vez de verdad. Y no es que yo sea una persona especialmente sociable como para ponerme a empatizar y a preocuparme por gentes que no me atañen, pero cuando las patatas al jamón comenzaron a escasear en mi despensa y me vi forzado a salir a comprar más, me di cuenta de que la cosa estaba fea. Fea de cojones. Fea, fea, de cojones cojones.

En los apenas cincuenta metros que separan mi casa de la tiendecita de comestibles variopintos me topé con al menos media docena de cuerpos inertes, muertos a picotazos y algunos de ellos aferrando todavía entre sus dedos restos de plumas blancas, testigos de la fútil lucha que habían librado contra sus terribles atacantes. Las gallinas. Pero no penséis en gallinas de esas simples, de las que miran sin emoción alguna y salen medio volando cuando te ven aparecer. No, que va. Estas nuevas gallinas tenían los ojos inyectados en maldad y odio hacia la raza humana. Habían salido de sus nidos y corrales para acabar con la especie que las había subyugado durante milenios dispuestas a cobrarse venganza a base de pico y espolón para dejarlo todo repleto de cadáveres y caca. Mucha caca. Porque el odio y la venganza no va para nada relacionado con el control de esfínteres.

Llegué a la tienda y llamé a la barricada tras la cual estaba la tendera armada con una escopeta de perdigones y varias granadas de granos de maíz envenenados. No era la primera vez que la veía así de pertrechada si recordáis otras entradas de este blog, como cuando el ataque de los gusanos gigantes zombificadores o las hordas de buscadores de mascarillas quirúrgicas, solo que esta vez el portal estaba lleno de plumas y dentro olía a caldo.
-Buenos días cliente irregular. ¿Qué desea? -Me dijo ella con amabilidad.
-Pues un par de bolsas de patatas al jamón, agua y papel de vater, por favor.
-Uy, uy uy… -respondió ella enigmáticamente. -No va a haber problema con el agua y el papel, pero las patatas…
-¿Qué pasa con las patatas?
-¿No has visto las noticias? Un comando secreto de gallinas se colaron en las instalaciones de Matutano tras enterarse que tenían acuerdos comerciales con la recién destruida Campofrío y arrasaron con todo. Nadie sobrevivió al ataque.
-¿Todos muertos?
-Sí.
-¿Me estás diciendo que mis papilas gustativas ya no volverán a deleitarse jamás con el sabor del glutamato modificado para parecerse muy ligeramente al jamón?
-Así es. Lo siento.
Y entonces adopté la dramática pose de caer al suelo de rodillas y gritar “no” muy fuerte y durante mucho rato con ambos brazos extendidos y la cabeza mirando al cielo.

No quería llegar a este punto, la verdad, pero esas gallinas habían llegado demasiado lejos. Podía soportar los cadáveres en las calles, el olor a caca y la falta de carteros, pero dejarme sin glutamato ya era demasiado. Además, yo sabía quién estaba detrás de todo aquello. Había llegado la hora de contraatacar.

Me dirigí raudo a la calle donde mi tía había tenido un corral treinta años atrás (podéis saber más acerca de los hechos que allí acontecieron leyendo esta entrada) y comprobé que el corral ya no existía y en su lugar habían construido un edificio de siete plantas en cuyo ático podía verse una cálida y agradable luz. Llamé al telefonillo y me abrieron cuando dije que era el pizzero y que llevaba una de maíz con piña. El ascensor no funcionaba, así que subí por la escaleras, completamente a oscuras, hasta llegar al rellano del último piso que sí estaba iluminado y en cuya puerta habían dos gallinas armadas con tenedores jugando al parchís. Mal juego para solo dos jugadores. Mal juego para cualquier número de jugadores, la verdad, porque es una mierda. Me acerqué a ellas sibilinamente, agarré a la primera por el pescuezo y le estampé la frente contra el tablero. Todas las fichitas y dados saltaron por los aires como a cámara lenta y aproveché el efecto para lanzarme contra la segunda y empujarla hasta el hueco de la escalera por donde cayó. Observé su caída pero cuando estaba a pocos metros del suelo comenzó a agitar las alas y logró sobrevivir, aunque estaría lo bastante desmoralizada como para no volver a subir. La puerta estaba bloqueada con una palabra clave aparentemente indescifrable, así que pensé durante unos segundos y tecleé “caponata” y se abrió con un pitido.

Llegué a la sala principal donde había una alfombra grande y bastante fea pues estaba hecha con piel humana, tapices que representaban escenas heroicas de gallinas derrotando a seres mitológicos y carteles de películas a cuyos protagonistas les habían cambiado la cara por la de una gallina o gallo, según procediera. Al fondo un sillón de esos giratorios cuyo ocupante contemplaba una chimenea encendida. Debo decir que hacía un calor considerable, pero supongo que el efecto dramático lo merecía.

-He venido a por ti, gallina primordial. -dije.

El sillón giró, que por algo era giratorio, y me encontré ante una gallina repanchigada con las patas cruzadas que me aplaudía muy lentamente con sus alas.
-Nos volvemos a ver, humano -dijo ella con algo de acento, la verdad.
-Me diste pena en su día y traté de ayudarte. Si llego a saber que te convertirías en una psicópata, quizás me lo hubiera pensado dos veces.
-¿Solo quizás?
-Bueno, casi seguro. Ya sabes que me gustan estas cosas de caos y destrucción. Pero en cualquier caso, yo te creé y es mi deber destruirte.
-Ya no soy la misma gallina a la que le ponías pienso cuando eras niño.
-Ni yo soy ese niño. Ahora peso el doble, me duele un montón la espalda y no veo un pijo.
-Entonces está claro que debemos enfrentarnos en un largo y dramático combate final.
-Que así sea -le dije quitándome la camiseta y poniéndome otra de esas de dormir para no estropear la de calle.

Y así comenzó un combate de épicas proporciones en las que patadas y puñetazos se alternaban con picotazos y golpes de ala. Por cada bofetada que se llevaba la gallina yo recibía otro golpe de similar valor y lentamente ambos nos íbamos quedando agotados y sin recursos bélicos. Pero al final pareció que el delicado equilibrio comenzaba a romperse a favor de la gallina que seguramente habría llevado una vida menos sedentaria que yo y estaba en buena forma a pesar de haber superado ya de mucho su esperanza de vida. Cansado y magullado, mi vista comenzó a nublarse y me di cuenta de que había llegado la hora de usar mi último recurso, ese que quería guardar para el final (de ahí el nombre de último recurso) y que ahora me veía obligado a gastar. Tirado en el suelo metí una mano en mi bolsillo mientras la gallina avanzaba confiada para darme el golpe final. En el último instante saqué un pequeño objeto cúbico y lo arrojé a sus pies.
La gallina se quedó en silencio observando la pastilla de avecrem y se puso completamente pálida.
-Ma… ¿Mamá? -dijo dando un paso atrás.
-Gallina vieja da buen caldo -le respondí yo colocándome estratégicamente frente a la ventana.
-¡Morirás por esto humano! -me gritó como si no tuviera intenciones de matarme ya de antes y saltó hacia mi como un proyectil emplumado. Solo tuve que echarme a un lado en el momento justo y el ave atravesó el cristal y cayó ocho pisos sin fuerzas para volar, quedando aplastada en la acera.

Cuando salí había varios coches de policía acordonando la zona mientras el forense certificaba la muerte del pájaro. Arrestaron a las gallinas que quedaban y a mi me dieron un café y me pusieron una manta encima de los hombros mientras esperaba a que me tomaran declaración. Después me dieron las gracias y me dejaron marchar sin más. No esperaba grandes reconocimientos la verdad, pero en cualquier caso eso era mejor que ser negro, en cuyo caso quizás me habrían matado sin preguntarme nada.

lunes, 18 de mayo de 2020

De gallinas y hombres, parte 2

 
Vivimos en un sistema capitalista que nos impulsa a comprar de forma compulsiva, donde la inmediatez es la norma y ello muchas veces ni siquiera nos deja opción a plantearnos de donde vienen esos productos que creemos necesitar. No dejamos de ver señales que abogan por el comercio justo, la ecología, sostenibilidad y respeto por la vida y la dignidad de humanos y animales, pero nosotros, al final, terminamos comprando sin control ni criterio, como borregos a los que dejan salir un momentito de su corral para que crean que eso es libertad. Y no me gusta, por supuesto, aunque reconozco que incluso teniendo esta idea en mente, a veces es difícil escapar de lo establecido. Incluso sabiendo que el cobalto que va a llevar nuestro nuevo móvil es fruto de la esclavitud, que ese aguacate de la ensalada es el final de una cadena anti-ecológica o que esa figura tan bonita de Songoku ha sido pintada por un niño chino privado de su infancia, no somos capaces de decir que no. ¿Significa eso que somos malas personas? Quizás sí, pero a mi me gusta más pensar que la culpa es de los demás, del sistema y de esta sociedad. Y por si os queda alguna duda, permitidme que os ilumine con un ejemplo.

Hace no demasiados meses acudí a un conocido supermercado del que no voy a decir el nombre, aunque empieza por Merca- y termina por -dona para abastecerme de huevos. Desde que mi tía falleció (ver entrada anterior) me vi obligado a echar mano del comercio tradicional, por supuesto con la inocente idea de que todos los huevos proceden de corrales tradicionales, hasta que me di un golpe con la realidad. Acudí, como decía, al supermercado y me planté delante de la chica que se encarga de vender los huevos y en cuya tarjeta decía “Trina, encargada de la sección de derivados avícolas”.
-Hola Trina, me llamo… -comencé a decirle cortésmente.
-No me importa como te llames -me respondió ella más seca que un bistec demasiado hecho. -Que yo lleve mi nombre apuntado no significa que puedas usarlo a tu antojo ni mucho menos, que yo deba hacer lo mismo con el tuyo. Estamos aquí por una transacción comercial y nada más.
-Ah, de acuerdo no pasa nada.

-¿Qué desea caballero?
-Media docena de huevos, por favor.
-¿Camperos o normales?
Ahí me sentí algo confuso porque nunca había oído hablar de huevos camperos y al dudar, me sentí obligado a preguntarle.
-Perdone que me salga un poco de nuestra transacción comercial, pero no sé qué son los huevos camperos.
-Pues los huevos camperos son aquellos que dan las gallinas que viven en corrales. Éstas gallinas pueden caminar, entrar y salir, estirar las alas e interactuar con otras gallinas, si es que esos bichos son capaces de tener algo parecido a conversaciones. Los huevos normales, en cambio, son los que producen gallinas que viven encerradas en jaulas diminutas desde el día que nacen, obligadas a comer y poner sin contacto alguno con el exterior u otras compañeras, muriendo prematuramente debido al estrés y la ansiedad que son sometidas.
-Ostras… No sabía yo que a las gallinas las trataban de esta forma. ¿Y no sería mejor llamar a los huevos camperos huevos normales y a los normales llamarlos algo así como huevos de agonía?
-No estoy aquí para discutir ni entrar en debates -me respondió con brusquedad. -Vamos a ceñirnos a nuestro cometido.
-Claro, claro, lo lamento.

-¿Qué desea caballero?
-Media docena de huevos camperos, por favor.
-¿De gallinas felices?
Otra vez la duda. ¿Como se podía saber si una gallina era feliz o no? ¿Como medir un factor tan abstracto viniendo además de un animal tan inexpresivo como es la gallina? Los seres humanos somos capaces de adivinar las emociones de nuestros semejantes fijándonos en la posición de las cejas, labios y arrugas de expresión. Pero las gallinas no poseen ninguna de esas cosas. No tuve más remedio que volver a preguntar.
-¿Gallinas felices? ¿Como se sabe si una gallina es feliz?
-Si tenemos en cuenta las gallinas que viven en corrales… -comenzó a explicarme la chica con desgana. -...la mayoría de ellas los tienen situados en el interior de grandes naves industriales. Temperatura y luminosidad controladas artificialmente, alimentación basada en piensos compuestos y esas cosas. Pero algunas gallinas viven en corrales tradicionales, situados en el exterior, con lo que tienen contacto con los elementos, consciencia de las fases del día, y además se alimentan de grano natural y algún bichejo que se encuentren por ahí. Es por eso que consideramos que esas gallinas, las del corral en exterior, son más felices que las otras.
-Entiendo perfectamente. En ese caso las gallinas que criaba mi tía se considerarían gallinas felices a estos efectos de clasificación.
-Ni conozco a tu tía ni me interesa lo más mínimo. Una vez más me estás sacando de mi tarea esencial y obligándome a derivar por derroteros no deseados.
-Usted perdone. Podemos volver a empezar si lo desea.

-¿Qué desea caballero?
-Media docena de huevos camperos de gallinas felices, por favor.
-¿Y qué tipo de felicidad desea?
-¿Comorl?
-Que si está pensando usted en la felicidad que proporciona la ignorancia de no saber que fuera de ese corral hay todo un mundo que explorar y conocer, o la felicidad de esa gallina que aún a sabiendas que vive encerrada, se siente segura y protegida y por lo tanto no anhela escapar?
-¿Me estás dando a elegir entre gallinas que viven en la inopia y gallinas que viven en una distopía?
-Algo así, sí, supongo.
-¿Ha leído usted A George Orwell? Me recuerda mucho al argumento de una de sus novelas en las que…
-No me importa tampoco ese George Orwell o como se llame.
-Lo ha escrito bien.
-…

-¿Qué desea, caballero?
-Póngame media docena de huevos camperos de gallinas felices viviendo en una distopía de corral, por favor.
-¿Pero qué tipo de distopía? ¿Una en la que las gallinas veneran a un líder supremo que…
-¡Huevos normales! -la interrumpí mientras me estiraba del cabello con las dos manos y golpeaba el suelo con mis zapatos de tacón. -Huevos normales y póngame dos docenas, que así tardaré más en volver.

Y fue así, queridos amigos y lectores, como incluso teniendo una idea clara en mi mente como era la de preservar el estilo de nuestros ancestros y dotar a los animales de los que nos alimentamos de la mejor vida posible, al final el sistema capitalista venció y se salió con la suya.
Espero que mi ejemplo os sirva para algo en el futuro, aunque seguramente no os servirá para nada, nunca.



No os perdáis la próxima entrega a la que llamaré: De gallinas y hombres 3: Apocalipsis.

viernes, 24 de abril de 2020

De gallinas y hombres, parte 1

   En los años cuarenta el ejército Español decidió llevar a cabo uno de los más ambiciosos proyectos de toda su historia: fabricar un avión de guerra con componentes exclusivamente nacionales para demostrar así al mundo su autosuficiencia en cuanto a recursos militares para mayor gloria del imperio íbero. Un bonito día de 1953 se reunieron en una base aérea madrileña para presenciar el primer vuelo del Alcotán C-201 varios altos cargos del ejército, ingenieros que habían trabajado en el diseño del aparato, personal del aeropuerto y el mismísimo Francisco Franco jefe de estado por la gracia de dios. La tensión se palpaba en el ambiente. Era un gran día para España y su poder militar. El Alcotán encendió motores y comenzó a rodar por la pista con gran estruendo. Cuando llegó el momento del despegue dio un par de saltitos y zarandeó las alas pero nada más. Se detuvo. Los ingenieros y demás personal responsable miraron nerviosos al dictador que parecía no inmutarse. “Quizás necesite más pista para despegar” dijo uno y el Alcotán repitió la operación cogiendo más carrerilla. Mismo resultado. La cosa ya se ponía tensa del todo a pesar de que Franco parecía no preocuparse. Hubo un tercer intento y el trasto no voló. Llegaron a la conclusión de que los motores no eran lo suficientemente potentes para elevar un fuselaje tan pesado. Que el Alcotán C-201 no iba a volar. Ya se veían todos fusilados. Entonces el caudillo les miró con tranquilidad y pronunció una frase que haría historia: “Puede que el Alcotán no vuele… ¿Pero acaso vuela la gallina y no por ello es nuestra más apreciada ave de corral?”. Y así, de una tacada Franco creó el primer avión de corral al mismo tiempo que hacía justicia por fin ensalzando la figura de la gallina, siempre menospreciada y ninguneada desde los albores de la humanidad. 


De gallinas y hombres (parte 1 de 1 o igual incluso 2, quién sabe)

   Hace tanto desde que fui niño que el mundo ha cambiado de forma considerable. Lo que ahora es una pequeña ciudad, completamente urbanizada y tecnificada, antaño era un pueblo grande, salpicado de almacenes para guardar las cosechas, corrales y jardines. En esos tiempos mi tia tenía un solar grande cerca de mi casa en el que había una caseta, un pequeño huerto y algunas gallinas metidas en un corral. Solía llevarme a por huevos u hortalizas varias que luego me regalaba para mi horror y desesperación pues yo, como niño, lo único que quería era dinero para ir a jugar a los recreativos. Pero bueno, me lo tomaba como una obligación rural-familiar y allá que iba siempre que me lo pedían.

   Un bonito día de abril me fijé en que una de las gallinas del corral tenía mal aspecto. No solo parecía más pequeña que las otras si no que estaba bastante desplumada y ponía unos huevos pequeños y frágiles. Le pregunté a mi tía que qué le pasaba, si estaba enferma, que a mi no me diese esos huevos que seguro que estaban chungos y me dijo que no, que era que las otras gallinas le tenían manía y le zurraban. Le picoteaban cuando iba a por grano, cuando se salía de su lugar de puesta y claro, el pobre animal estaba mal a nivel físico y también psicológico. A mi tía parecía no importarle la suerte que corriera el pobre bicho, pero a mi me afectó bastante y pasé los siguientes días rogándole que la ayudara, que eso no podía ser, que no era justo… básicamente porque yo tenía los mismos problemas en el cole y no quería terminar con los huevos tan pequeños.

   El siguiente día de ir a por huevos mi tía me tenía preparada una sorpresa y es que había decidido soltar por el huerto a la gallina afectada mientras que las otras seguían encerradas en el corral. De este modo podría comer, moverse y poner huevos sin que las otras la agredieran. Me alegré mucho por ella al verla corretear entre las alcachofas, los tomates y las matas de habas. Al verla saltar sobre el borde del pozo y beber agua limpia, al comprobar como acumulaba ramitas secas para hacerse un nido. Parecía que con su recién descubierta libertad hubiese aflorado en ella algún instinto primordial de gallina prehistórica. Y era algo bello de contemplar.

   Pero en siguientes visitas noté que el comportamiento de esa gallina era cada vez más extraño. Sus conocimientos del huerto eran tales que resultaba casi imposible verla más que como furtivos movimientos por el rabillo del ojo. Construía nidos señuelo para que no pudiésemos coger sus huevos y cuando regábamos el huerto mojaba las puntas de las alas en el barro y se pintaba la cara como John Rambo en la peli de Stallone2. Esa gallina se estaba volviendo peligrosa.

   Una mañana aparecimos en el huerto y descubrimos que la puerta del corral estaba abierta. Mi tía no recordaba haberse dejado el cerrojo descorrido y a pesar de echarme las culpas a mi, yo tampoco había sido. Un examen más detallado reveló huellas de gallina que entraban, pero ninguna que salía. Entramos en el oscuro y apestoso corral para encontrarnos a las otras gallinas desplumadas y colgadas del techo como jamones puestos a secar. Mi tía se desmayó de la impresión ante el horror de la escena y yo aproveché que vi algo salir furtivamente del corral para dejarla allí tirada en las cacas para enfrentarme con esa gallina.
La habían dejado libre por mi culpa y ahora que se había convertido en un monstruo debía ser yo quien acabara con ella.

   En medio del huerto nos miramos. Ella cerró sus ojitos negros e inexpresivos y yo me agaché para coger una piedra, pero era un terrón de tierra y se me deshizo en las manos. Sé que de haber tenido labios se habría reído. Me coloqué en posición de combate, que consistía en doblar ligeramente las rodillas y poner los brazos en jarras a la vez que emitía un agudo gorgoteo ancestral y la gallina hizo lo propio abriendo sus alas y rascando la tierra bajo sus patas. Me lancé al ataque y entonces sucedió. La gallina agitó sus alas repetidas veces, se elevó en el aire y voló sobre el muro del huerto para desaparecer en el firmamento cual gavilán. Yo volví a casa con una mezcla de sentimientos que recorrían todo el espectro entre la satisfacción y el desamparo.

   Al cabo de tres semanas de búsqueda infructuosa por parte de la familia, policía y bomberos, recordé que mi tía se había quedado en el corral desmayada bajo los excrementos y la paja pero cuando fuimos ya estaba muerta.

martes, 7 de abril de 2020

Algo tenía que escribir

 
Había empezado a escribir una entrada graciosa. Una de esas que comienzan normal pero después se van complicando. Una de esas con persecuciones campo a través, diálogos absurdos y un final divertido. Pero al final no. No me apetece, de verdad.

Los últimos meses han sido un poco estresantes para mí. Tomé la decisión de dejar mi trabajo con el camión en busca de una nueva dedicación menos absorbente y que me dejara tiempo libre para vivir, para escribir y poder promocionar mis libros como es debido, a pesar de tener una familia que mantener con ese trabajo. Por eso han sido varios meses de pensar, sopesar todas las opciones y salidas, con el consecuente estrés, noches durmiendo regulín y pocas ganas de ser creativo, jugar, o simplemente enfocar mi energía en algo que no fuera dar tumbos en mi propia cabeza.

Después ya lo sabéis. Que si un virus mortal que llega de oriente, nos invade y nos obliga a encerrarnos en nuestras casas. Incertidumbre y dudas. Miedo. Podemos perder la salud, podemos perder nuestra estabilidad económica, nuestra forma de vida, la forma de existir en definitiva. Y yo mientras tanto meditando qué hacer, si tenía algún sentido pensar en cambios personales en medio de una metamorfosis global, y entonces suena el teléfono y todo cambia de una vez y sin poder reaccionar.

En los hospitales falta personal y yo estoy inscrito en la bolsa de trabajo, así que me ofrecen comenzar a trabajar YA. Antes de todo esto era improbable que llamaran a alguien que llevaba años en el culo de esa lista, pero es un momento excepcional y entre bajas, deserciones y negativas ha llegado mi momento. Acepto. Mando mi pasado (y quizás mi futuro) a tomar por saco y me enfundo en el uniforme blanco.

No entraré en detalles sobre lo que ahora hago. Realmente no es demasiado agradable de explicar y este blog no es el lugar para hacerlo. Además, yo había empezado a escribir una entrada graciosa.

martes, 17 de marzo de 2020

De reclusión y vuelta a la realidad (otra vez)


Parece ser que lo he vuelto a hacer. Una vez más se me ha ido el santo al cielo y me he pasado semanas enteras encerrado en mi búnker de la cultura, mi laboratorio de ideas, mi sumidero de imaginación, sin dejar de escribir para poder ofrecer al mundo más historias para su disfrute y deleite. Aunque no sé porqué, tengo la sensación de que mi próxima novela, una historia de amor entre una bella dama cabezona y un marinero bizco adicto a las espinacas en lata, no va a ser todo lo original que me parecía en un principio. Pero da igual.

Me levanto de mi silla, subo al aseo a vaciar el orinal y al mirarme en el espejo me horrorizo con mi imagen. Pelo alborotado y enmarañado, barba larga y llena de mollas de galleta, ropa empapada en sudor viejo… Doy muchísima pena. Y asco. Es por ello que decido cambiarme y salir a la calle otra vez.

Reconozco que al principio lo hago con cierta aprensión. Mi última salida del anterior encierro no resultó todo lo tranquila que esperaba (ver esta entrada para más datos) pero de momento todo va bien. Hace un día estupendo, el sol brilla y me da calor, los pajaritos entonan bellas melodías que parecen dedicadas solo para mí, y de hecho lo parece porque estoy solo en la calle. No es que viva en la zona más transitada del pueblo, pero me parece raro no ver un alma. Los coches están perfectamente aparcados pero con una fina capa de polvo y excrementos pajariles sobre ellos, los comercios cerrados, los parques infantiles vacíos y no se oyen las voces de ciclistas borrachos en los bares. A ver si ha pasado algo raro y otra vez no me he enterado… En cualquier caso sigo caminando pues necesito estirar las piernas y llegar cuanto antes a mi destino, que como ya habréis deducido a lo largo de la lectura no es otro que… ¡Ostras qué susto, un coche de la policía viene directo hacia mí con las sirenas puestas y las luces de tener prisa!

Los agentes bajan del coche y me apuntan con unas porras de casi dos metros.
-¡Quieto ahí, infractor! ¡Ponga las manos en un lugar en el que podamos verlas y no se mueva a no ser que tenga que toser, en cuyo caso lo hará en el codo.
-¿Toserme en el codo? ¿Qué guarrada es esa? ¡Pero si ni siquiera me llego! -les respondo alarmado.
-Siga las normas, jodido delincuente, o tendremos que aplicarle el protocolo antiplaga y le aseguro que no será agradable para ninguno de nosotros.

No tengo ni idea de qué están hablando pero no me atrevo a preguntar en qué consiste ese protocolo por miedo a que incluya la palabra “rectal” en alguna de sus maniobras.
Los dos policías, protegidos con guantes, mascarillas y coquillas me registran y comprueban mi identidad mientras hablan por radio con otros agentes, informándoles de mi presencia en la calle. Cuando terminan, vuelven a dirigirse a mí.

-¿Se puede saber qué es tan importante como para romper el toque de queda?
-Pues yo iba a…
-Debe usted saber que salir a la calle sin que suponga un caso de extrema necesidad es sancionable con multas de un pastizal inasumible para un escritor, incluso penas de cárcel que van desde una semana a mil años, según esté de ánimo ese día el juez.
-Yo, es que la verdad, iba a…
-Estar a la intemperie en tiempos de plaga supone un delito contra la salud púbica, digo pública, que pone el peligro el delicado entramado social que hace que esta sociedad capitalista y enferma se mantenga en pie, a pesar de que esté fagocitando los recursos naturales de nuestro planeta.
-Oigan que es que yo solo quería ir a…
-¡Silencio, maldito hereje! Ahora dígame a donde se dirigía o caerá sobre usted todo el peso de la ley.
-¡Pero si llevo media hora intentando decírselo!
-¿Entonces iba usted a..?
-¡A la peluquería! ¡Iba a la peluquería! Mire qué pelos. Parezco el primo cavernícola de Alan moore, el hermano peludo de Slash, el…
-A… a… ¿A la peluquería? -dice el agente palideciendo de repente.
-Sí, lo siento mucho. No sabía nada de este toque de queda ni de ninguna plaga ni nada. Lamento haber salido de casa por una causa tan absurda y superficial como recortarme un poco las puntas. ¡Merezco cualquier castigo aplicable sobre mi persona! -exclamo cayendo de rodillas y arrancándome la camiseta del Primark a lo Camarón.
-Usted perdone ciudadano. Ir a la peluquería se considera una necesidad de primer grado junto con comer y hacer caca posteriormente. Todo habitante libre de este país tiene el derecho a cortarse las puntas, hacerse mechas o ir simplemente a leer las revistas del corazón atrasadas de las peluquerías cuando lo desee.
-¿Comorl?
-No se hable más. Disculpe nuestra confusión y siga su camino. Nosotros le escoltaremos para asegurarnos que llega a su destino sin problema alguno. ¡Por dios, el hijo del rey y España!

Los dos policías hacen el saludo de rigor, se meten en el coche y me siguen a una distancia prudencial con las luces puestas y la sirena a tope mientras yo camino hacia la pelu. Cuando estoy a dos calles reviso mi cartera y me doy cuenta de que me he dejado el dinero en casa, así que tendré que dar la vuelta, regresar atravesando el antiguo cementerio abandonado donde el virus habrá causado una curiosa y terrible reacción en los cuerpos de los fallecidos y más tarde pasar por esa vieja colina donde el arcano monolito repleto de signos blasfemos habrá empezado a vibrar después de eones de tranquilidad cósmica… pero eso ya será otra historia.