martes, 29 de noviembre de 2022

Ser o no ser... El perro muerto.

 


Recuerdo que de niño tuve un perro que se convirtió no solo en mi mascota sino también en un amigo fiel. Crecimos juntos, aprendimos a comprender el mundo y compartimos muchos momentos, hasta que por motivos de lógica naturaleza biológica, él se tuvo que marchar. Y cuando digo marcharse lo hago como metáfora de morirse, que queda como más bonito. Recuerdo también estar destrozado anímicamente, mirando la tumba canina que mi padre improvisó detrás de la caseta que teníamos en el campo y como viéndome abatido me dijo que no pensara en el ahora y que recordara todos los buenos momentos que había pasado junto a mi perro; que ahora estaba muerto pero que nunca le había faltado comida, cama o amor. Que me consolara pensando que había tenido una buena vida. Y estas últimas palabras resonaron en mi mente de una forma especialmente poderosa.

“Había tenido una buena vida”

Ahora, como adulto que ya mira hacia el futuro con cierta resignación, siento que ya me queda poco por hacer más que lamentarme por los errores de las decisiones mal tomadas y que me han llevado a una especie de deriva vital, de la que pocas esperanzas tengo ya de salir. Ahora, que en algunos momentos me dejo llevar por el pesimismo y la pesadumbrez y siento el tiempo sobre mis espaldas como una pesada losa que transporto, cada vez más dolorido, hacia el camposanto en el que finalmente cubrirá mis restos despojados ya de toda vida. Y es por eso que en estos momentos de desesperación apelo a mis recuerdos, miro atrás y me doy cuenta de que a pesar de mi falta de entusiasmo y apego por las alegrías de la vida, no me ha ido mal del todo. He podido disfrutar de todos esos momentos vitales que se suponen necesarios, sin pasar penurias, ni hambre ni frío, ni falta de afecto alguna. Y es por eso que en estos momentos de desazón pienso que, al igual que ese perro que se me murió, he tenido una buena vida.

He tenido una buena vida”

Y estas palabras resuenan en mi mente cuando me doy cuenta de que me he convertido en mi propio perro muerto. Mi perro muerto interior.

martes, 2 de agosto de 2022

 Lo mejor de tocar fondo es que, a pesar de encontrarte cubierto de mierda y repleto de angustiosa ansiedad, es tener la certeza de que ya no se puede caer más bajo. Sentir la relativa seguridad de quien sabe que por mucho que patalee, ya ha llegado donde debía y que de allí no se va a mover. Tener la posibilidad de cerrar los ojos y esperar a que todo pase, con la certeza de que a lo sumo, todo seguirá igual.

Lo peor de tocar fondo, en cambio, es cuando te invade la sensación de que ese suelo no es tan firme como debería y que es posible que aún queden subniveles de horror por conocer.

lunes, 25 de julio de 2022

 

A veces uno divaga sobre el papel, se deja llevar por ideas y conceptos ajenos a su propio ser para crear historias de fantasía, ficciones más o menos creíbles o simplemente, como yo mismo he hecho durante años en este blog, trata de crearse otra vida alternativa en la que verse reflejado, con la intención de reivindicar ese “yo” reprimido o simplemente arrancar unas risas a los lectores.

Pero algunas veces uno divaga en su propia cabeza, sin encontrar la forma de exteriorizar esas ideas, se monta películas de acción sin espectadores y al final esos pensamientos intrusivos van ganando terreno hasta confundirse con la realidad, haciendo que la dulce monotonía de la vida, el trabajo de años y años de aprendizaje se diluyan, se vuelvan incómodos o incluso hostiles y sin darnos casi cuenta, arrojamos nuestra vida por la borda, en alta mar, en medio de una tormenta y sin flotadores con la que rescatarla.


Sé que escribo esto para justificarme ante el mundo. Y también sé que al mundo le darán igual mis excusas. Y también sé que si llega alguien hasta aquí y se muestra interesado por mi, no querré darle más explicaciones que la ambigüedad con la que escribo esto. ¿Por qué lo hago entonces? Supongo que por esa necesidad casi enfermiza de escribir que siempre he padecido. Supongo que porque ahora que estoy completamente solo sea la única forma de evitar que enloquezca, o por lo menos retrasar el momento. Supongo que porque la culpabilidad que ahora me aplasta es más fuerte que cualquier sentimiento que anteriormente haya degustado. Y supongo que porque escribir es la prueba de que todavía no estoy muerto, aunque solo siga aquí por responsabilidad con mis descendientes y con las personas que de algún modo siguen atadas a mi.


A veces uno divaga sobre el papel, y otras llega a creérselo. Como si esos cuentos de hadas con finales felices estuviesen esperándonos al girar cualquier esquina, como si la espada clavada en la piedra que nos convertirá en reyes pudiese ser encontrada una tarde cualquiera en medio del campo o como si al atravesar el espejo encontrásemos un nuevo y fascinante mundo. Para que luego creamos a los que dicen que la edad nos vuelve sabios y responsables, que los años nos hacen disfrutar de las cosas más simples y que todo adquiere un tono más cálido y apacible. Para que luego creamos a los que afirman que lo mejor siempre está por llegar.

domingo, 8 de mayo de 2022

De insectos y ojos.

 


Primavera otra vez y con ella llega el momento de dar paseos campestres para aprovechar que el sol todavía no quema la piel ni el aire caliente abrasa los pulmones. Es tiempo de verdes campos, flores, damas escasas de vestimenta paseando y como no, insectos revoloteando y saltando por doquier. Dentro de nada llegarán las alergias incapacitantes, es cierto, pero hoy es hoy y toca paseo, que es en lo que estoy ahora. Y todo va según lo previsto por lo que voy tachando cosas de mi lista de objetivos, cuando me encuentro con un saltamontes que bloquea mi camino. Quizás otro seguiría caminando sin importarle aplastar al pobre insecto, pero yo soy un gran defensor de la naturaleza y tengo el convencimiento de que toda forma de vida merece ser respetada, con lo que aflojo el paso, él se percata de mi presencia y se lanza sobre mí.

Que no es que me ataque ni nada, sino que la sencilla estructura del saltamontes le impide saltar en otra dirección que no sea “hacia adelante” y cuando se trata de asustarse y huír, eso les deja escasa maniobrabilidad y suelen hacerlo en la dirección contraria.

El saltamontes salta, decía, y al verme sorprendido por su acción trato de esquivarlo pero no puedo evitar que se me meta en un ojo. Si hubieses sido uno de esos grandotes no habría sido difícil sacármelo, pero siendo de los verdes pequeñitos la cosa se complica. Sus patitas aserradas se enganchan en mis pestañas y párpados y cuanto más intento cogerlo más se mete en mi ojo hasta quedar totalmente inalcanzable. Doy media vuelta y regreso a casa pues necesito un espejo para extraer al bicho que no deja de moverse por ahí dentro y me molesta bastante, por no hablar del intenso dolor. Al llegar a casa compruebo que está metido en el lado opuesto al lagrimal y a pesar de recibir la ayuda de mi mujer e hijas, al intentar hacerme con él, éste huye a la parte trasera del ojo, perdiendo cualquier esperanza de extraerlo. Ir al hospital es una opción que descarto, pues allí a la mínima te abren el cráneo y luego te quedas mal, por lo que pienso que “ya se morirá y el ojo lo extraerá de forma natural” pero eso no pasa.

El bicho sigue vivo y por la noche noto como se desplaza por mi interior. Trato de dormir pero me invaden sueños raros en los que como plantas y salto por montes verdes y frondosos; sueños en los que curiosamente me siento bien, liberado. Y es entonces cuando me doy cuenta de que lo que está haciendo ese insecto es tomar el control de mi mente para hacerse con todo mi ser y utilizarlo para vete a saber tú que aviesos planes malvados. Y eso no puedo consentirlo.

Con gran esfuerzo y utilizando aquellas partes del cerebro todavía bajo mi control, bajo al sótano rodando por las escaleras, me arrastro hasta la cadena de música y le doy al play. Subo el volumen a tope y el ruido no se hace esperar. Suena “Curse os the legions of deatn” de Testament y con mis últimos instintos de viejo metalero mi cabeza comienza a agitarse con la fuerza del que no se preocupa por el dolor cervical. El saltamontes alojado en mi cerebro no puede soportar semejantes sacudidas y termina perdiendo terreno y siendo expulsado de mi.

En el suelo y cubierto de gelatina cerebral el saltamontes me mira y sonríe como diciendo “esta vez te has salvado humano, pero volveré a por ti y serás mio” y como amenaza la verdad es que está bien, hasta que le dejo caer encima el manual de reglas de la quita edición de Warhammer terminando para siempre con su vida y ambiciones. Porque no me gusta matar bichos, pero éste ha sido la excepción. A ver si llega pronto el otoño otra vez.

domingo, 24 de abril de 2022

De nombres propios y depredadores asiáticos

 Salgo al parque a pasear a mi perro, cuyo nombre es "Tai" y en una de esas que el animal se va a su bola y yo le llamo sin que el muy desagradecido me haga ni medio caso, como si no fuera yo el pringado que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar y pagarle el pienso, una bella señora que pasaba por allí me pregunta algo divertida el porqué de ese curioso nombre. Entonces yo, haciendo gala de mis dotes como cuentista y dispuesto a aprovechar al máximo mis encantos, pongo mi voz grave de soltar rollos.

"Pues el orígen de su nombre es una historia curiosa. Verás. Se llama  Tai porque la trajimos de Tailandia diez años atrás, después de rescatarla de las fauces de un tigre mientras visitábamos un antiguo santuario."

La chica parece interesada por mi relato e incluso se sienta a mi lado para oírlo mejor mientras dice algo así como "oh, pobrecito", y como no quiero que el perro acapare toda la atención, prosigo.

"Las fauces de un tigre, decía. Yo soy un gran defensor de los animales y no podía dejar que este pobre perrito perdiera la vida así como así, con lo que agarré un cuchillo y..."

-¿No matarías al tigre, no? -me replica ella asustada -Porque están en peligro de extinción.

"Por supuesto que no. El cuchillo era para cortar unas cuerdas con las que le até las patas tras una feroz lucha cuerpo a cuerpo."

-¿Venciste tú solo a un tigre sin ni siquiera conservar cicatrices visibles? -pregunta ella desconfiando.

"Sí, bueno, era un tigre ya viejo que cojeaba un poco y dientes dientes... Pues apretaba pero sin llegar a morder."

-Ya, bueno... Creo que me tengo que ir.

"No, espera. Que todavía no te he contado lo de la base secreta de nazis con los que tuve que enfrentarme para..."

Pero ella ya se ha ido, dejándome solo con mi perro que me mira con cara de no haberse creído nada de lo del tigre tampoco. Y quedo quedo con el convencimiento de que debería haberle puesto Bob.


martes, 29 de marzo de 2022

Regalos de mierda 26 (de 284)

 

Un niño, aunque realmente ya no es tan niño, está sentado en un sofá frente a la tele tapado con una manta. A su lado, una chica de más o menos su misma edad se acurruca a su lado tapada con la misma manta.

-Entonces… ¿Este es tu piso? -comenta ella con voz dulce.

-Así es. Todo mio.

-Me parece sorprendente que te hayas independizado tan joven.

-No fue una decisión fácil, pero la situación en mi casa se volvió insoportable y tuve que dejar los estudios, que la verdad es que no me iban demasiado bien, ponerme a trabajar y alquilar esto.

-Vaya, lo siento. Seguro que lo pasaste muy mal.

-No era para tanto… al principio* -responde él evocando recuerdos algo desagradables. -Pero un día descubrí que mi padre era una especie de superhéroe sociópata** que mi madre formaba parte de una banda de ladrones de arte*** y ya cuando pusieron precio a nuestras cabezas**** decidí que ya no podía más.

-Oh, que horror. Si pudiese hacer algo para que te sintieras mejor… -dijo la muchacha deslizando su mano por la pierna del chico hasta llegar a la parte superior de su pantalón.

-Bueno y luego estaban esos regalos… -la voz del chico se entrecortó al notar como ella le desabrochaba el pantalón y metía la cabeza debajo de la manta.

-¿Pero qué demonios significa esto? -gritó ella entre confusa y enfadada.

-¿El… el qué?

-¡Esto!



-¡Espera, puedo explicártelo! ¡Fue el regalo de despedida de mi madre que..! -Pero ella ya había salido del apartamento dando un portazo y dejándole más solo de lo que había estado en su vida. Estaba claro que alejarse de sus padres no había acabado con el problema.

Continuará...

*ver la serie "Regalos de mierda desde el principio

**ver la serie llamada "El padre"

***ver (si todavía os quedan ganas) la saga de "Los santos fojones".

****y ver para terminar la epopeya de "Los mapaches" para el impresionante final.

domingo, 6 de febrero de 2022

De rencuentros y desencuentros (y furia reprimida)

 

 


Me siento a la mesa y observo a los demás comensales. A algunos les tengo perfectamente identificados pues hemos seguido manteniendo el contacto después de tantos años, pero otros me resultan totalmente irreconocibles. Tenía que ser una cena de reencuentro de viejos alumnos del colegio quince años después, pero finalmente y por problemas de agenda han sido veinticinco y ahora resulta difícil asociar a esa panda de cuarentones a los rostros adolescentes que una vez conocí. Por suerte o por desgracia, a medida que avanza la noche aparecen otros rasgos distintivos que se sobreponen a las alopecias, arrugas y tejidos adiposos, ya que permanecen los tics, las voces, gestos y cadencia al hablar, revelándome a esos pequeños cabroncetes que me estiraban de las orejas, me bajaban los pantalones en el patio, me daban collejas y se burlaban de mí, fuera por el motivo que fuera.

Aquella no fue una época agradable para mí. Podría decir incluso que viví un pequeño infierno cuyas llamas fueron avivadas por muchas de las personas con las que ahora comparto mesa, pero me he convertido en una persona adulta perfectamente capaz de controlar sus malos sentimientos y rencores varios y que entiende que han pasado muchos años, éramos críos y que al igual que yo, ellos también habrán cambiado. Así que sonrío, disfruto de la cena y aún sin querer, participo en algunas de las conversaciones.

Hablamos de triunfos, reales e inventados, de sueños truncados, de planes de futuro, porque los hay a pesar de haber roto la barrera de los cuarenta, de los que no están, de los que han venido nuevos; empiezan a brillar los móviles mostrando fotografías de retoños de todas las edades. “Uy qué guapas, se parecen mucho a ti. Mirad, mirad, es como verle a él de pequeño”. Y veo sus ojos contemplando las fotos, esos mismos ojos burlones que hace veinticinco años me recibían con ansia al entrar en clase, al salir al patio, al tocar el timbre mientras recogía mis cosas para salir pitando de allí sin mirar atrás… Y pienso en si también les harían la vida imposible a mis hijas si estuvieran compartiendo curso y la sangre me hierve en las venas. Pero aspiro profundamente, asiento, sonrío y espero pacientemente a que sacien su curiosidad para guardar de nuevo el dispositivo en mi bolsillo, no sin antes echar un vistazo fugaz a la hora, deseando que aquello acabe cuanto antes.

Cenamos en relativa paz, pagamos la cuenta y cuando ya creo que hemos llegado al final de la velada llegan las bebidas. Yo no pruebo el alcohol pues no bebo, pero parece que soy el único que ha tomado esa decisión en su vida. Los vasos se llenan sin cesar, las botellas se vacían y son reemplazadas por otras y la temperatura parece aumentar en el local. Con los cerebros intoxicados aumentan las risas, los comentarios estúpidos, y poco a poco todo vuelve a ser como antes. De pronto soy ese niño sentado en la mesa de atrás a los que todos miran mientras cuchichean y se ríen; de pronto vuelvo a ser un marginado sin más deseos que huir de allí; de pronto y sin previo aviso me doy cuenta de que nada ha cambiado, que seguimos siendo los mismos solo que ocultos tras un velo de seriedad y madurez, tan fino y liviano que un simple soplo de aire les deja al descubierto en todo su miserable esplendor. Pero algo en mi interior me grita que yo no soy el mismo, que es la hora de la venganza, que ha llegado el momento de demostrar en quién me he convertido, gracias en parte a ellos, y que quienes crían cuervos…

Así que me levanto y pido disculpas por ausentarme un momento al aseo y cuando no me miran salgo por la puerta del restaurante y me dirijo al coche. Respiro el aire fresco de la noche y me siento mejor. El tintineo de las llaves, el sonido de mis pisadas y las voces amortiguadas del interior del local me dan la sensación de haber despertado de algún sueño raro. Arranco y me dirijo a mi casa de nuevo. “Hay que repetirlo” escribirá alguien mañana en el grupo de wassap y todos responderemos con un “claro que sí” aunque yo estaré pensando en el fondo que “y una mierda”.


jueves, 20 de enero de 2022

Altura (paternidad 52)

 

Si me diesen una de las antiguas pesetas por cada cumpleaños infantil al que voy desde que nació mi mayor, ahora conduciría un Ferrari arrastrado por briosos corceles en helicóptero. Y es que esto nunca se acaba, después de uno otro, si no de un amiguito de una, de la otra, propios, ajenos, cercanos y lejanos, cualquier excusa es buena para juntarse, hablar de las penas y desgracias y esperar a que los críos se cansen para comernos sus sobras.

Y como no, si los peques cumplen años significa que los mayores también, y en un abrir y cerrar de ojos he pasado de ser un padre relativamente joven y atractivo a un señor que no se sabe si ha venido a acompañar a su hija o a su nieta. ¡Oh señor porqué nos castigas con vidas tan cómodas y largas! ¿Es que quieres torturarnos haciendo que contemplemos largo y tendido nuestra decrepitud? ¿Acaso disfrutas observando nuestra desesperación, nuestros fallidos intentos por alcanzar la inmortalidad escribiendo en blogs mediocres y publicando libros de mierda que solo nos compran por compromiso y a veces ni eso? ¡Es que no tienes piedad ni consciencia! Y como decía, uno cada vez se siente más avasallado por padres modernillos de esos que visten raro, que se afeitan todos los días y que hacen deporte de forma regular.

Y aquí me hallo ahora, sentado a dos metros de una mesa donde padres y madres hablan de temas variad… hablan de covid, perdón, y sintiéndome mal por dentro y por fuera por mi incapacidad de adaptación. Es entonces cuando debido a un capricho del destino una ráfaga de aire sopla con más fuerza de la esperada y una de las cartas de Pokémon que sostenía uno de los chavales, mostrándola orgulloso a sus coetáneos, se separa de sus manos, sale volando ante la horrorizada mirada de todos y termina enganchada entre las hojas de un algarrobo, ceratonia siliqua para quien no esté puesto en el mundo de la botánica, porque estamos en el campo. ¿No había dicho que estábamos en el campo desde un principio? Pues estábamos en el campo desde el principio.

El niño se lamenta por la pérdida de una de sus mejores cartas y sus quejidos angustiados llegan a oídos de su padre, uno de esos especímenes todavía jóvenes que salta de su silla dando una voltereta trasera triple y aterriza de pie, se arranca la camiseta mostrando su pecho apolíneo y una de las asombradas madres disimula un orgasmo espontáneo. El padre heroico se dirige al algarrobo, estira el brazo y… parece que no llega. No llega de ninguna manera, ni alargando el cuerpo, ni poniéndose de puntillas, ni siquiera sacando un poco la lengua. La audiencia parece desilusionada y el pobre hombre mira al suelo buscando un palo con el que ayudarse. Yo, desde mi silla miro el ganchito de queso que tengo entre las manos y me doy cuenta de que aunque está igual de encorvado que yo, de estar recto sería larguísimo y así me levanto, camino hasta el árbol y alcanzo la carta pokémon, un bulbasur evolucionado a nosequé, y se la devuelvo al niño. El padre me mira abatido. Podrá ser más joven y fuerte, menos perezoso y dolorido, pero nunca, bajo ningún concepto (y eso es algo que no hay gimnasio que arregle), podrá ser alto.

Y así regreso a mi silla, a mis ganchitos y a seguir siendo un despojo, un ser apático y desmembrado anímicamente que contempla la vida con desidia, pero desde una posición ligeramente más elevada que otros.


 

domingo, 9 de enero de 2022

De huertos ecológicos y regresos inesperados.

 

Me siento un momento en la sombra para secarme el sudor de la frente mientras sigo agarrado al mango de la azada con la otra mano. Me tomo un respiro para admirar los productos frescos de mi huerto ecológico y me siento satisfecho. Pimientos, patatas, cebollas y ajos tiernos crecen felices gracias a mis cuidados y dedicación. Es una vida dura la que he elegido pero también tremendamente satisfactoria. Sonrío a la tierra, al sol y a las nubes caprichosas que proporcionan el agua que alimenta toda vida y me siento bien. Estoy en paz conmigo mismo por una vez. Hasta que oigo un coche que se detiene en la parte de atrás.

Suenan pasos que pisan la tierra en mi dirección, produciendo leves crujidos; es alguien de escaso peso, pero no un niño; sus pisadas son irregulares, quizás por no estar acostumbrado a andar por terrenos no asfaltados o puede que por estar nervioso, quizás ambos. Me pego a la pared para poder verle antes de que repare en mi y aparece un señor menudo, de mirada intranquila que sujeta un sobre con ambas manos, como si se tratare de algo de gran importancia. Al no reparar en mí, mira el sobre y pregunta: “¿Señor Capdemut?”.

Me muevo sigilosamente hasta situarme detrás de él y pregunto de forma amenazadora “¿Como me has llamado?”. El recién llegado se asusta ante mi poderosa presencia de señor de campo curtido y deja escapar un sonido lastimero de su garganta. “Yo, eh… me han enviado para darle eso y…” pero antes de que pueda reaccionar le inmovilizo un brazo, se lo retuerzo para atrás y mientras cae de rodillas suplicando, le arrebato el sobre, lo abro con los dientes y leo su contenido con algo de intranquilidad.

-Mis fans quieren que vuelva- digo para mí.

-Eso es, señor… Capdemut. Me han pedido que le entregue este mensaje para que se replantee en volver a escribir.

-¿Mis fans? ¿Esa pandilla de desgaradecidos que apenas comentaban nunca y que cuando tenía que presentar un libro se quedaban en sus casas?

-¡Yo de eso no sé nada! Solo soy un mensajero que… -Su voz se quiebra al retorcerle más el brazo.

-¡Silencio, pequeño bastardo! Nadie controla mi vida, lo que escribo o donde lo hago. Si tengo que volver al blog, volveré, pero no por un mensaje enviado con tan poco estilo.

Pero en seguida me doy cuenta de que le estoy hablando a la pared porque el pobre chaval yace inconsciente a mis pies, abrumado por el dolor y el sufrimiento. Rompo la carta en mil pedazos y los esparzo por la zanja que acababa de cavar para plantar algunas zanahorias, aunque viendo el tamaño de ese repartidor, tendré que hacerla un poco más grande. Y de paso, me replantearé eso de volver a publicar en mi viejo blog.

Quizás no iba tan desencaminado ese muchacho.