martes, 23 de julio de 2019

De ferias y alimentos en mal estado


Pues ya ha llegado el veranito, con sus calores, sus insectos, su tiempo de ocio y como no, sus ferias itinerantes que van salpicando pueblo a pueblo y barrio a barrio. Y como imaginareis, yo no soy muy amigo de las atracciones de feria ya que me parece absurdo pagar para que te mareen dando vueltas en una cesta para al final dejarte en el mismo punto de partida, pero mis hijas, las pobres, no son conscientes de lo absurdo y parecen incluso divertirse con las vueltas. Y me piden que las lleve. Y yo como buen padre que soy, lo hago.
Y allí entre luces de colores músicas innombrables, olores de fritanga y azúcar y puestos de baratijas de toda índole me topo con algo que no puede faltar nunca y representa quizás mi único punto de atracción a las ferias: los puestos de comida rápida. “Ya está aquí el cerdo este pensando en comer cosas aceitosas” pensaréis, pero no. No se trata de gula si no de una tradición que cada año coge más fuerza. Os lo explico.

Los años pasan incesantes. Ya no soy ese niño de diez que se montaba en los cochecitos de la mano de sus abuelos, ni el chaval de 15 que buscaba camisetas de sus grupos favoritos en los puestos de ropa, ni siquiera el padre primerizo que llevaba de la manita a su pequeña y era capaz de disfrutar del paseo. Ahora soy un señor mayor a quien la vida ha tirado al suelo y le mantiene la mejilla pegada al asfalto con un pie presionándole la cara; soy ese que tras años avanzando por un oscuro túnel ha descubierto que la luz que se ve al fondo es un tren que se acerca a toda velocidad; soy quien ha olvidado lo que palabras como “esperanza” o “ilusión” significan. Por eso cada vez me apetece más comerme un perrito caliente de esos que tienen metidos en botes y empiezan a perder el color marrón que les inyectan para que creamos que estamos comiendo carne.

Así que aprovecho un momento en el que me quedo solo y me acerco al puesto más cochambroso y miserable de la feria. El tendero es un señor bajito que fuma y al que le asoman varios mechones de pelo graso bajo una gorra en la que pone “Orgulloso de ser español” bajo la bandera. Me dan ganas de decirle que nadie puede sentirse orgulloso de algo que no tiene nada que ver con su decisión o trabajo, pero decido dejar mi lado intelectual y pedante a un lado y centrarme en lo mío. Miro por el escaparate y veo lo que busco: unos “frankfurts” de tamaño considerable sumergidas en un líquido aceitoso incoloro y que han perdido su tono rosado para sustituirlo por grises y verdes. Ahí está. Mi puenting particular. Mi salto en paracaídas sobre una geografía desconocida.
-Póngame un perrito caliente y unas patatuelas -le digo.
-¡Marchando! -responde él como si fuese cocinero de verdad o algo.
El señor pone a freir las patatas y cuando va a abrir un paquete de frankfurts plastificadas, protesto.
-No. Yo quiero esa de ahí, la de la bandeja.
-Pero esa… Es que es la de muestra.
-Me da igual. Yo quiero esa.
El señor me mira extrañado y se acerca a la bandeja, sumerge las pinzas y algo en el fondo parece removerse inquieto. Algo antiguo e innombrable que quizás lleva eones descansando en el limo esperando a que las estrellas se alinee para…
-¿Seguro que no quieres una del paquete recién abierto? Yo creo que…
Pero entonces le agarro del cuello de la camisa, pego su sucia cara a mi sucia cara y le digo muy serio.
-Quiero esa. La más verde.
El hombre obedece asustado, mete el perrito en el aceite de la freidora y empieza a soltar un humo fluorescente y a despedir un extraño olor. La mete en el pan y me pregunta qué salsa quiero de entre las presentes. Elijo salsa de ajo, le pago y me marcho. Me siento en un banco cerca de allí, uno de madera quiero decir, no uno de los que roban a la gente, y doy el primer mordisco.

Y de pronto la realidad ante mis ojos comienza a desvanecerse. Como una figurita de boda metida en un microondas o un soldadito de plástico bajo la lupa de un niño sádico. Miro las luces que se mezclan en combinaciones de colores únicas y la música se ralentiza hasta convertirse en una letanía, un canto triste y melancólico. Las gentes a mi alrededor están desnudas de pronto, libres de ropa, carne y hueso. Y es entonces cuando puedo ver la verdad.

Entonces me doy cuenta de que todo es mentira, que todo lo que nos cuentan, lo que aprendemos y creemos comprender no es más que una ficción creada para utilizarnos como marionetas de un sistema que al igual que una obra de teatro necesita que cumplamos con nuestros papeles para poder llegar a su trágico final.
Me doy cuenta de que lo único que importa es lo que hemos dejado a un lado, como los árboles que languidecen en lejanos valles amenazados por las llamas, los animales que viven con temor a encontrarse con uno de nuestra especie, los mares y los ríos que envenenamos con total tranquilidad.

Me doy cuenta de que el progreso fue un fracaso, la mayor estupidez jamás cometida pues nos ha llevado a este sistema capitalista que fagocita nuestras necesidades reales para alimentar a las adquiridas, volviéndonos dependientes de objetos que a su vez nos incitan a desear comprar y ello a la ansiedad del fracaso perpetuo.
Y me doy cuenta al mirar arriba de que ya no observo las estrellas como antes, que he olvidado sus nombres, sus localizaciones y ya no veo las formas que trazan pues mis ojos ya no distinguen esas líneas imaginarias que las unen en los sueños.

Porque no somos mas que motas de polvo venidas a más. Pequeños nódulos de ego que arrasan con todo a su paso para sentirse importantes. Seres gregarios que han perdido la capacidad de empatizar y por lo tanto de recibir el mínimo respeto por parte de sus semejantes. Y es por eso que estamos solos en el universo, en nuestro planeta y en nuestras propias mentes.

Y veo nubes brillantes cabalgadas por seres celestiales que me sonríen al pasar, con dientes tan brillantes como los soles que transportan aurigas tiradas por caballos alados. Veo aves de fuego renaciendo de sus cenizas una y otra vez implorando a los cielos el descanso que merecen, cayendo en picado ante damas de belleza tal que convierten a quienes las miran en estatuas de piedra con corazones de miel. Veo santas compañas desfilando ante mí, portando las almas de aquellos cuya suerte terminó, llamándome con cantos de sirena para que cruce el umbral que separa la vida de la muerte y la sinrazón.

Hasta que finalmente despierto para regresar al sueño de la realidad. Miro el papel manchado de verde donde antes había estado ese perrito caliente visionario y me levanto para volver a mi casa. Y al pasar frente al puesto de comida veo un cartel que se me pasó leer antes. “Frankfurt vegano” dice. Y así me doy cuenta de que quizás mis visiones no fueran fruto de la química de un alimento en mal estado sino de la necesidad de romper vínculos con un estilo de vida alienante. Y ya no sé si el problema es el mundo o soy yo, que debo escribir menos y leer más.

miércoles, 3 de julio de 2019

De dojos y charcuterías

¿Cuántas veces habré dicho ya en este blog que el deporte no es lo mio? ¿Cien? ¿Mil? ¿Veinte? Pues es posible que ahora, tras años de renegar de él, deba tragarme mis palabras pues. Y es que los años no pasan en balde. Incluso aquellos que tenemos la suerte de contar con una generosa genética que nos mantiene tersos y estilizado cuando otros de nuestros semejantes languidecen en la decrepitud de las marcas de la edad, llega un momento en el que tenemos que plantarnos, tragarnos nuestros principios y aceptar que esto ya no es lo que era, que todo cruje, tira y duele y quizás la única forma de preservar algo de movilidad y garantizar calidad de vida para el futuro sea arrojarse en los fuertes y sudorosos brazos del deporte. Tomad frase larga.

Y sumido en esas ideas de preservación física me hallaba yo cuando por casualidad, entre anuncios de batidos hiperprotéicos, máquinas de abdominales milagrosas y nuevos gimnasios con relucientes aparatos que harían las delícias de cualquier inquisidor, me topé con algo que llamó mi atención. Al girar una calle cualquiera de un barrio cualquiera vi lo que parecía ser un dojo de entrenamiento japonés al antiguo estilo, con sus letritas chinas, sus dibujitos de samuráis y otras cosas que evocaban tradiciones ancestrales de oriente donde como todo el mundo sabe, los ancianos de noventa años son capaces de dar volteretas prodigiosas, subirse corriendo a los árboles y lanzar ataques tan veloces com precisos. ¿Sería eso lo que estaba buscando y que alguna fuerza cósmica, llamada azar, providencia o complot judeo-masónico, había colocado ante mi?

Dudé un rato. Adentro no se oía nada pero al final entré, ya que no había timbre y esperar fuera de forma indefinida me pareció absurdo. Entré, decía, y me encontré en un pequeño vestíbulo que olía a infusiones de esas fuertes, sudor humano y algún tipo de incienso. Tras un mostrador bastante alto había una chica que me miraba sin decir nada y como supuse que sería alguien del lugar, me acerqué a preguntar. Me dijo que allí se daban clases de kenjutsu, el arte milenario de la esgrima japonesa y que si me esperaba unos minutos podría hablar con el Maestro para informarme de todo. Como no, el Maestro resultó ser un señor bajito, oriental a más no poder, con sus bigotes blancos y su trencita. Hablamos de horarios, precios y cosas así y quedamos para empezar las clases cuanto antes. Salí a la calle con cierta ilusión. ¿Habría encontrado por fin un deporte que me gustara? Seguid leyendo y lo que sucedió os va a sorprender. Clickbait al canto.

Llegó el día y regresé al dojo con mi chándal recién comprado (nunca había tenido uno) y una mochilita con calcetines limpios y algo de ropa de recambio por si sudaba mucho, me hacía caca encima o algo. Me metí en la sala de entrenamiento que era un tatami simple decorado al estilo japonés del período edo y con una sorprendente variedad de armas, especialmente “daishos” (la combinación de katana, wakisashi y tanto) junto con el maestro y dos señores más, uno jovencito y otro algo más mayor que yo y muy corpulento. Nos hicimos el saludo de rigor y rápidamente comenzamos el entrenamiento, que debo decir que fue bastante duro para mi cuerpo.

Estiramientos imposibles, volteretas, esquivas y ejercicios de fortalecimiento sosteniendo armas en las manos para “hacernos uno con la espada” tal y como repetía el Maestro. No hubo conversaciones ni bromas, eso sí, todos muy serios entrenando, mostrando gran respeto por nuestro sensei y aplicando sus enseñanzas en la medida de lo posible.

Cuando terminó la clase yo estaba molido y en los vestuarios traté de hacer gala de mi humor para ganarme algo de confianza con mis dos compañeros pero no lo logré. El jóven se marchó con la cabeza baja sin decir ni mú y el grandullón se limitó a mirarme con la misma severidad inexpresiva que durante el entrenamiento. Menuda gente rara. Y como al final me quedé el último por mi falta de habilidad al atarme los cordones, aproveché para hablar un poco con el Maestro.

-Pues… Ha estado bien la clase. Me ha parecido muy interesante y tanto estiramiento es justo lo que necesito para desentumecer mi espada y extremidades.
-Kenjutsu sel el alte malcial definitivo. Tu loglal un cuelpaso si sel tenaz y voluntalioso -me respondió él con ese carácterístico accento.
-No lo dudo. Además conozco un poco el folklore japonés relacionado con la espada. Hace unos años me leí “El libro de los cinco anillos” de Myamoto Musahi y he visto casi todas las de Kurosawa, además de muchos episodios de “Humor amarillo”, que salía Takeshi Miike.
-Glades dilectoles Kulosawa y Miike.
-Si. Y bueno… No dejamos claro el tema del pago. ¿Efectivo, tarjeta, paypal?
-Como tu quelel. Lo único es que pagal antes de día tleinta polque sel tolneo mensual y tu sabel…
-¿Torneo mensual? No me habló de eso cuando me apunté.
-Tu no pleguntal.
-Es que es complicado preguntar por algo de lo que no se es consciente que existe.
-Cada mes celeblal tolneo. Pol eso llamalse “tolneo mensual”.
-Ya. Hasta ahí había llegado.
-En tolneo mensual alumnos coompetil pol sel ganadoles y seguí en dojo.
-¿Entonces a los que pierden se les expulsa?
El Maestro me miró entonces con esos ojitos de rata que se le abrieron de par en par en la medida de lo posible, claro.
-Peldedoles deja de existil. Sel duelos a muelte.
-¿Me estás diciendo que todos los meses tus alumnos se matan entre ellos?
-Colecto. Hacelse salami entle ellos. Chopped. Moltadela. Esto sel chalcutelía todos los meses.
-Pero… Yo he venido aquí a paliar mis problemas de espalda no a convertirme en un guerrero que se juega la vida…
-¿Tu cleel que Musashi luchal pol quítale dololes de espalda? ¿Tu cleel que los siete samulais luchal pol mantenelse en folma? ¿Tu pensal que los cincuentamil samulais caídos en la batalla de Sekigahala entlenaban pala esta guapetes y cachitas pala las tias? ¡Tu espada sel tu alma y una vez la tocas ya no podel vivil más que pala matal o… ¡Molil!

Y así. Con esa idea en la cabeza me marché del lugar, volví a mi casa a arropar a mis hijas, cenar algo y acostarme prontito que mañana hay trabajo y seguro que tendré agujetas y al acostarme el sueño rehuyéndome y esos dos ojitos megros mirándome sin dejar de repetir en mi cabeza eso de “¡Molil, molil, molil!”.

Y ahora ya no sé si darme de baja o seguir un tiempecito más. Si es que al final la vida se reduce a estar tomando decisiones todo el rato. Ya os contaré… o no.