jueves, 3 de junio de 2021

De malas rachas y giros del destino.

 


He llegado a una edad en la que de tanto vivir, algunas casualidades se han convertido en leyes universales, el ensayo y error en una certeza científica y cosas como la mala suerte o las energías cósmicas en algo tan real y tangible como el bocadillo de mortadela que me estoy comiendo ahora mismo. Llamadme loco, soñador o simplemente viejo excéntrico, pero tengo pruebas de ello y ahora os las voy a relatar.

Resulta que desde hace un tiempo no era capaz de levantar cabeza. Por algún motivo indeterminado, cada vez que me proponía hacer las cosas de otra manera, tomarme mi trabajo como algo menos humillante o simplemente sacar buenas tiradas en el warhammer, me estrellaba contra un muro virtual de hormigón galáctico y al caerme al suelo sentía como el pie de dios me mantenía la cabeza aplastada contra el barro. Esto último es una metáfora, por supuesto, así que solo haceos una idea. Una mala racha decía, que me tenía hundido anímicamente, hastiado y cansado de este potaje grumoso que algunos llaman vida.

Entonces fue cuando por motivos intrínsecos a mi trabajo de telefonista tuve que subir a consultas a trasmitir un mensaje a una de las doctoras del centro y ésta, al verme entrar en su consulta arrastrando los pies, con la frente pegada al pecho y los brazos colgando inertes a mis costados, llegó a la conclusión de que algo raro me pasaba. Conozco bien las jerarquías del gremio de sanidad, y por lo general me cuido de hablar a título personal con alguien de rango superior a un auxiliar de enfermería, pero la chica me pilló en un mal momento y le expliqué eso del muro cósmico pero de otra manera. Le dije que no podía más, que estaba harto de usuarios exaltados y agresivos, de compañeros exigentes, de doctores soberbios y de no ganar nunca la iniciativa al enfrentarme a marines espaciales; le pregunté si al eutanasia era legal en España, si me la podía poner allí mismo y que arrojasen mi cuerpo a las gaviotas del puerto. La chica, entiendo que por buena praxis profesional y por simple y llana experiencia tratando con otros seres humanos, entendió mi estado y se apiadó de mi alma, encontrando la forma de romper mi mala suerte, quizás involuntariamente, pero vaya si lo hizo.

A la mañana siguiente entré en el centro arrastrándome por el suelo como un gusano, repté a mi silla y cuando fui a encender el ordenador descubrí que alguien me había dejado un pequeño regalo en mi parte de mostrador. Una planta de esas colganderas envuelta en papel de colores y una nota de ánimo firmada por la doctora y su residente, testigo involuntaria de la escena del día anterior. Y ahora es cuando reconozco que yo, antiguamente un camionero tan duro como el mármol que transportaba, me emocioné. Esa pequeña muestra de buena voluntad y empatía hacia alguien que hasta ese momento era el último monicaco allí, me dio fuerzas, me hizo sentir bien, vivo de nuevo, y un rayo de luz iluminó mi arrugada frente, convirtiéndome por unos instantes en un ser de luz inmaculado. Y a partir de ahí todo fue bien.

Ese día despaché a los usuarios con eficiencia y elegancia, volví a ser una persona alegre que hace chistes de la nada y siempre tiene una ironía afilada en la manga. Alguien trajo galletas de pistacho y las muestras de cariño y cordialidad surgieron espontáneamente durante toda la jornada. Al terminar, agradecí a todo el mundo su colaboración involuntaria en el buen resultado del día y me dirigí a mi coche para ir a pasar la ITV, que justo tocaba ese día, pero al subirme en él descubrí que unas gaviotas habían defecado en el cristal parabrisas. Maldije a esos bichos voladores que suponía enfadados por haber perdido el bocado que les había prometido el día anterior, y cuando fui a limpiar el cristal descubrí que no me quedaba líquido limpiaparabrisas. Y entonces lo comprendí todo.

Las gaviotas habían hecho caca en mi cristal no por rabia hacia mi, si no para avisarme de que no podía ir a la ITV sin líquido. Esas gaviotas eran instrumentos vivos de un universo que había decidido, debido al giro inesperado del destino que había propiciado el regalo de la doctora, que era hora de compensar mi larga racha de mala suerte y ahora todo debía ir como la seda. Y vaya si lo fue. Vaya. Si. Lo. Puto fue.

Llegué a la ITV derrapando y tocando el claxon como un energúmeno, me colé en la fila para pagar y cuando iba a meterme en el túnel de revisiones ese, el chico encargado de tal tarea se acercó a mi algo asustado, cosa que me sorprendió ya que él y yo tenemos cierta amistad desde hace unos años.

-¡Vete ahora que puedes y pásate otro día! -me dijo con un susurro exaltado.

-¿Por qué? -le respondí yo muy tranquilo.

-Porque hoy está aquí el inspector jefe, encargado de supervisar a los iteuveros y eso significa que hoy las revisiones van a ser mucho más exhaustivas y metódicas que de costumbre.

Entonces le expliqué al chaval lo de la planta, las gaviotas y que su inspector jefe podía venir a comerme los huevos, y aunque él no pareció muy convencido, me hizo pasar.

Decir exhaustiva era quedarse corto. Miraron cada rayita de los neumáticos, las homologaciones de los retrovisores (incluido el interior), la temperatura de los manguitos, la inclinación de los asientos y la vibración de la antena de la radio, pero nada, ni un fallo, todo perfecto.

El inspector jefe no podía dar crédito a que un coche tan sucio y conducido por un tipo tan desharrapado como yo estuviera prefecto y no dejaba de revisar papeles y papeles en busca del error, pero no. El cosmos estaba de mi lado. El universo me debía una y en esos momentos nadie podía hacerme sombra ni medirse el pito conmigo.

Cuando se convenció de que no había nada que hacer me dejaron marchar, no sin antes equivocarse dándome una pegatina del año siguiente al que correspondía y dejando caer su cartera llena de billetes en mi asiento. Para despedirme de él le escupí en los zapatos y me metí en la autovía para regresar a casa, aunque algo desvió mi rumbo. A lo lejos nubes negras anunciaban tormenta y múltiples rayos parecían querer indicar que era una de las gordas. La más gorda quizás. Y mientras que otros conductores cambiaban su dirección para huir del maelstrom, yo bajé las ventanillas, subí el volumen del radiocasete y me lancé al interior del tornado para desafiar, quizás por última vez, a mi destino.

sábado, 15 de mayo de 2021

De autónomos y funcionarios.

 


Acurrucados alrededor de una estufa de butano, una decena de sanitarios de variopintas categorías, algunos de ellos al servicio del estado desde hace varias décadas me miran con los ojos muy abiertos sin dar crédito a mis palabras.

-Cuéntanos más cosas de cuando eras camionero -dice uno sin salir de su asombro. -Háblanos de eso que llaman “ser trabajador autónomo”.

-¿Estáis seguros de querer oír esas historias? -respondo yo poniendo una voz tétrica y profunda, como de presentador de telenoticias.

-¡Aquí hemos visto de todo! -exclama otro, impaciente. -Operaciones a corazón abierto, partos a puntapala, accidentes, quemaduras de cuarto grado, ataques de animales salvajes… ¡Hemos mirado a los ojos a la muerte más veces de las que cualquier otra persona podría soportar!

-Muy bien, si así lo queréis… Os contaré que cuando era autónomo trabajaba muchas horas sin cobrarlas -y dicho esto, un murmullo de sorpresa se extiende entre los oyentes.

-¿Horas no remuneradas, dices? -dice uno. -¿Y no lo denunciaste nunca?

-No, porque yo ya sabía de antemano que las horas perdidas entre portes no me las iban a pagar desde el primer día.

-¿Y no hablaste con el sindicato? -dice otro.

-¿Sindicatos? Para los autónomos eso no existe, al igual que las vacaciones.

-¡Pero si sois vuestros propios jefes podéis hacer vacaciones cuando os de la gana! -chilla otro, entre la indignación y el miedo por oír la respuesta.

-Claro está -le respondo señalándole con mi mejor dedo. -Pero esas vacaciones no solo no están remuneradas si no que nos cuestan dinero porque no dejamos de pagar tasas e impuestos.

Al decir esto, uno de los auxiliares administrativos se levanta con el rostro totalmente azulado y se va corriendo al aseo, a vomitar.

-¿Pero es cierto eso de que los autónomos no os ponéis enfermos? -pregunta otro, tratando de encontrarle algo positivo al asunto.

-Claro que enfermamos… ¡Pero no podemos dejar de trabajar!

-¿Y alguna vez tú has trabajado enfermo? -pregunta una chica que creo que es de la limpieza por la forma elegante en la que se apoya en la escoba.

-¿Enfermo? Una vez conduje casi doscientos kilómetros sangrando por el culo. Tuve que parar en una gasolinera a comprar una caja de compresas para no ponerlo todo perdido.

-¡Pero eso es horroroso! -grita otro al borde del colapso. -¿Qué era lo que te pasaba?

-Nunca lo supe. No tuve tiempo de ir al médico.

Dos más se levantan, aunque uno no llega a la puerta y cae desplomado. Al sentirse todos un poco mareados se levantan y corren a cogerse la baja hasta haber superado el trauma, pero no estoy dispuesto a dejarles escapar tan rápido y salgo detrás de ellos mostrándoles las palmas de mis manos.

-¡Mirad estas manos! ¡Aquí antes habían callos de manipular la piedra con guantes de piel de vaca!

Todos gritan y huyen dejando un rastro de feromonas, típico de las polillas cuando huyen de sus depredadores naturales, los sapos. Y me quedo solo. Reconozco que así no haré muchos amigos, pero hay que ver lo que me divierto.

lunes, 12 de abril de 2021

Me cago en... El café.

Ya que el blog está medio muerto, no creo que a nadie le importe que resucite una de las secciones menos aclamadas de su época dorada. 

 


El café es una bebida ponzoñosa de fuerte olor nauseabundo derivada del alquitrán. Su consumo por los seres humanos comenzó en los albores de la historia cuando lo utilizaban para embalsamar dinosaurios antes de enterrarlos, y cuando éstos se extinguieron, cayó en desuso durante más de mil años. Posteriormente fue utilizado como material de construcción para unir tablones de madera en la etapa previa a la invención del clavo, que a su vez no se utilizó debidamente hasta que no inventaron el martillo. No comenzó a utilizarse de forma regular hasta principios del siglo doce, cuando se administraba a los presos condenados por las mayores fechorías a modo de tortura, y posteriormente tal práctica se reintrodujo a principios de siglo, durante la primera guerra mundial, aprovechando que eso de los derechos humanos estaba muy infravalorado. Hay documentos que datan de esa época en los que se asegura que los primeros intentos de fusión del átomo se hicieron con granos de café, siendo así el primer borrador de la bomba atómica una “bomba de café”, cuyo diseño se conservó para diseñar las primeras cafeteras, aunque se discute si ya poseían asa o no.

A mediados de siglo, durante la segunda guerra mundial y viendo que todo se iba al carajo, algunas personas especialmente sensibles comenzaron a consumirlo en pequeñas dosis, acompañado de leche o azúcar para hacerlo más soportable, con la sana intención de acortar sus vidas de forma significativa, costumbre que fue adoptada por el grueso de la población, dando así origen a las primeras cafeterías, que sustituirían a los fumadores de opio al igual que hoy sucede con las casas de apuestas respecto a las librerías. La comunidad científica, médicos y biólogos en su vanguardia, tratan de entender el fenómeno y de advertir a la población en vano, que parece más preocupada en disfrutar de pequeños momentos de tortura onanística a preservar sus cuerpos y mentes intactos, ya que el café provoca un falso estado de lucidez en su consumo debido a la exaltación de las papilas gustativas a causa de su sabor y a la forzosa digestión expeditiva tras su consumo.

Hay personas que aseguran que hasta que no se toman un café, no son personas, lo que significa que probablemente nunca lo hayan sido.

 

 

A la memoria del gran Ambrose Bierce.

domingo, 28 de marzo de 2021

De vacunas y rugby amateur.

 


Una mañana cualquiera en mi cubículo. El teléfono no deja de sonar ni un segundo, los usuarios de amontonan en la sala de espera como si los viruses mortales no existieran y aunque debo reconocer que estoy bien a nivel físico al no sentir frío ni calor o verme afectado por las inclemencias climáticas desde que trabajo aquí, no puedo reprimir cierta envidia cuando un pequeño camión aparca frente a la puerta del centro y de él desciende un bien uniformado repartidor. El buen hombre mira la etiqueta del paquete, comprueba que está en la dirección correcta y entra. Y mientras le veo caminar con paso decidido hacia el mostrador, no puedo evitar preguntarme cuantas asombrosas aventuras habrá vivido en sus quehaceres cotidianos.

Cuando llega a mi ventanilla salgo de mis ensoñaciones, recojo el paquete, le pongo el sello oficial y me despido del apuesto jovenzuelo. Acto seguido me hago con el paquete para dejarlo en el montón de bultos no reclamados y percibo algo extraño en él. Está frío. Muy frío. ¿Y qué podría llevar a un paquete hasta el mostrador de un centro de salud con esa infratemperatura? Al revisar la etiqueta me doy cuenta de la terrible realidad. “Vacunas del covid”.

Generalmente cuando llegan dosis de vacuna lo hacen rodeadas del más estricto protocolo, escoltadas por policías y deben ser recepcionadas por los responsables del centro para comprobar que la temperatura es la adecuada y que ninguna de esas dosis “desaparece misteriosamente” para terminar inyectada en brazos de políticos indignos. Pero hoy, por algún motivo que solo ese repartidor sabría, las vacunas están en mis manos y mi misión es la de hacerlas llegar a mi jefa para olvidarme para siempre del asunto y de paso, evitarme problemas.

La llamo por teléfono y después de unos instantes de desconcierto, me da instrucciones para quitarme semejante problema de encima: Primero debo llegar al edificio de enfermería, que está en el otro extremo de la calle, conseguir la llave de su despacho y meterlas en la nevera, en la segunda estantería concretamente; después, claro está, de abrir la caja, contar las dosis, hacer fotos de éstas y del termómetro que encontraré en el interior para comprobar que no se ha roto la cadena del frío. Cuelga el teléfono y me siento apabullado. Solo recuerdo las palabras “nevera” y “fotos”, pero no puedo volver a llamarla bajo pena de humillante castigo, así que me coloco la caja bajo el brazo, que es la parte más fría de mi cuerpo y me abro paso entre la gente para alcanzar la puerta. Pero entonces sucede.

Sucede que alguien lee la etiqueta y descubre que lo que llevo son las preciadas vacunas, con lo que empieza a extenderse un rumor que hace que todos me miren con ojos sedientos de arn vírico. Sintiéndome acosado empiezo a caminar más deprisa y noto que algunos, los más desesperados, me siguen como si nada y cuando llego a la puerta tengo a media docena de ancianos que corren hacia mi remangándose el brazo para recibir su primera dosis.

El edificio de enfermería está a menos de cincuenta metros pero cuanto más avanzo más lejos parece que me encuentre. Trato de esconderme en los arbustos pero están llenos de viejos que se han traído las jeringuillas de casa y no están dispuestos a dejarme escapar. Ha llegado al hora de jugármelo todo a una última carrera. Cojo aire y me lanzo en un esprint zigzagueante con la caja entre mis manos como un jugador de rugby al que solo le quedan cinco segundos de partido y necesita marcar el último touchdown mientras el árbitro se ata los zapatos de espaldas a él. Esquivo al primer viejo y salto sobre el segundo para impulsarme sobre su cabeza y alcanzar a un tercero con mis piernas alrededor de su cuello y desnucarlo, pero no coordino bien y caigo al suelo. Trato de levantarme de un salto con voltereta pero me duele la espalda. Me levanto lastimeramente renegando de este trabajo que me ha hecho perder la envidiable forma física que tenía y noto como alguien me sujeta por un pie. Si no hago algo, en menos de cinco segundos tendré a una decena de personas encima de mí y eso no lo puedo permitir. Me deshago de mi zapato, me levanto como puedo y corro cojeando para encontrarme rodeado por más gente que acuden zombificados para unirse a la turba. Ahora sí que ya no tengo escape posible. Encontrarán mi cuerpo aplastado junto a una treintena de viales vacíos y nadie reconocerá mi titánico esfuerzo por salvar el mundo, o al menos una pequeñísima parte de él. Y así me preparo para morir hasta que se me ocurre algo que podría salvarme. Levanto la caja en alto y grito a pleno pulmón: “¡Son vacunas Astra Zeneca, las de la fiebre, los trombos, y la muerte!” y de pronto todos se detienen, se miran horrorizados y huyen del lugar como vampiros en campo de ajos.

Aliviado entro en el edificio, dejo la caja en la nevera y doy las gracias a los medios de comunicación por la mala prensa que me ha salvado esta vez.

domingo, 14 de marzo de 2021

De batas blancas y polvos negros.

 


Mi nuevo trabajo no está mal, he de reconocerlo. Tengo un buen horario, unos compañeros excelentes y cuando llueve no me mojo. Debo aceptar que necesité un tiempo de adaptación prolongado, que no fue fácil pillarle el truco, pero ahora me siento más cómodo y me puedo tomar la vida con más calma. Y a pesar de eso, algunas veces echo de menos mi antiguo trabajo, especialmente cuando suceden fallos técnicos.

En los tiempos en que yo era camionero, esos fallos técnicos se traducían en pinchazos, manguitos rotos, botellas neumáticas reventadas o motores gripados. Y allí daba igual donde estuvieras o qué hora fuese, si estaba nevando o caía un sol capaz de evaporar las piedras: había que arreglar la avería para seguir adelante sí o sí; volver a casa era la prioridad y por ello había que poner en marcha todos los recursos y conocimientos disponibles. En esos momentos de emergencia sacaba mi caja de herramientas, empuñaba mi fiel “Tatcher” (una llave inglesa de quince kilogramos con la que he vivido aventuras mil) y allí comenzaba un proceso mecánico a base de sudor, músculo y hierro que solía terminar conmigo descamisado y con el cuerpo cubierto de grasa y aceite. Una visión turbadora, sin duda, que solía pasar desapercibida debido a la desolación y soledad que acompaña a todos los camioneros. Pero ahora, ay ahora, amigos y amigas lectores y lectoras, las cosas son muy diferentes.

Cuando algo falla en la oficina yo no tengo que hacer nada. Los errores informáticos, telefónicos etcétera, se reportan al técnico de turno que acude raudo a solucionarlo mientras nosotros wassapeamos con nuestras mascotas (por ejemplo) y esperamos pacientemente a que todo se solucione para volver al tajo. No tenemos que preocuparnos más que de nosotros mismos, de hacer bien el trabajo que tenemos encomendado sin necesidad de complicarnos la vida, y es por todo ello que cuando llamo al técnico superior en informática para decirle que venga a cambiar el tóner de mi impresora, me dice que me apañe yo, que eso no es una incidencia y que me busque la vida. Quedo desconcertado ante el teléfono.

Hasta hace unos minutos ni siquiera sabía qué era un tóner, y ahora sigo sin saberlo pero conozco su existencia, lo cual me angustia en sobremanera. Le doy un par de vueltas a la impresora, toco todos los botones, la enchufo y desenchufo varias veces y finalmente la abro. En la tapa frontal veo un trasto negro encajado en una especie de carcasa metálica que debe ser eso que llaman tóner, sin duda, pero que sigo sin saber como sacarlo de ahí. Meto los dedos y los saco sucios de polvo negro. Me los limpio e intento otra vez empujando unas pestañas azules que hacen que la cosa se mueva un poco pero sin llegar a salir. Sé que voy por el buen camino pero la condenada máquina se resiste. Me mancho otra vez, menudo fastidio con lo blanquito y bonito que voy. Me limpio de nuevo pues hay que dar buena imagen de cara al público. Hago un segundo intento y noto como algo se desengancha por fin, y extraigo el dichoso tóner que supura tinta por su parte frontal. Llevo cuidado de no mancharme de nuevo pero no lo consigo. Miro la caja cerrada con el tóner sustitutorio y me doy cuenta de que debería haberla abierto antes de sacar el viejo, porque ahora con una mano me va a resultar difícil. Rasco con las uñas y nada, sujeto el viejo con los dientes mientras abro la caja con ambas manos y me doy cuenta de que ese polvo negro me empieza a ensuciar la bata. Me la quito y sigo con la caja que se abre pero descubro que el nuevo está sellado con una bolsa de plástico hermética. ¿Quién ha sido el sádico que ha diseñado esta mierda? ¿Por qué no podía hacer las cosas más fáciles? Me enfado pero lo reprimo porque nadie debe conocer mi lado salvaje, aunque de pronto el sonido de los motores y las hidráulicas se instalan en mi mente como si todavía fuesen esos viejos tiempos de carreteras y altos tonelajes. Trato de mantener el control pero la sangre ya corre como acero fundido por mis venas y cuando inunda mi cerebro, todo vuelve a ser como antes.

Me arranco la camiseta frente a los azorados usuarios y compañeros y restriego la parte entintada del tóner viejo por mi pecho, marcándolo con líneas oscuras. Lo tiro al suelo, lo piso y lo reviento antes de abrir el nuevo, con los dientes, por supuesto. Lanzo un grito gutural de victoria cuando el plástico se rompe y meto el nuevo tóner en su sitio de un cabezazo. Cierro la tapa con la po**a y aprieto el botón de imprimir con tanta fuerza que luego tendrán que sacarlo con bisturí. Me aseguro de que las copias salen bien y me golpeo el pecho con ambos puños en señal de victoria. Dos abuelas se desmayan en el mostrador al verme y las enfermeras que van a atenderlas pierden también el conocimiento al toparse con mi figura.

Miro el reloj y solo falta media hora para echar el cierre, lo que me devuelve a la realidad repentinamente. Me lavo las manos, me pongo una bata limpia y me hecho gel hidroalcohólico en las manos antes de sentarme a atender las últimas llamadas. Todo el mundo hace como que no ha visto nada excepto la chica de la limpieza que observa el desastre mirándome con los ojos entrecerrados.


Próxima entrada: La venganza de la limpiadora.

No, pensándolo bien, no creo que escriba eso nunca.




sábado, 6 de marzo de 2021

Kings in time parte 9 (y final): El final (obviamente)

 


En el pristilum de un precioso domus en medio del campo, dos hombres enemistados desde hacía siglos se observaban bajo el sol del atardecer. Era un bonito día pero parecía que entre los blancos muros del patio iba a librarse una batalla de condiciones épicas. Aunque Melchor no estaba tan seguro de ello, ya que no percibía a su rival como un adversario digno. Sultán era un hombre mas bien lánguido, de movimientos torpes y espalda algo encorvada. El hecho de vestir un traje con camisa y corbata no le dotaba de un aire demasiado amenazador, pero la confianza que reflejaban sus ojos era un elemento a tener en cuenta. Melchor se quitó al camiseta. Su fibroso torso mostraba no solo los músculos desarrollados a través de una vida de entrenamiento si no también múltiples cicatrices que atestiguaban sus muchas batallas. Golpes, cortes, arañazos, mordiscos, coletazos de dinosaurio… Cualquier hombre en su sano juicio se habría marchado corriendo de tal adversario, pero Sultán comenzó a reir.

-Jejejeje…

Melchor no dijo nada. De hecho casi no había dicho nada desde que entró por la puerta.

-Jajajaja… -siguió riendo César con mayor intensidad.

-¡Muahahahaha!

César soltó por fin una terrible carcajada que hizo que el cielo se oscureciera repentinamente y un rayo cruzó el aire, de arriba abajo, golpeando directamente a Melchor.

El estallido de energía iluminó el aire con un color rosado y el restallido eléctrico sonó como el látigo de un gigante. Melchor se retorció de dolor y cayó al suelo convulsionándose con el cuerpo humeante.

Sultán observó a su rival caído y se acercó a él, pero se detuvo cuando notó cierto movimiento voluntario en su cuerpo. Melchor se incorporó dificultosamente sin poder evitar cierto temblor en sus miembros.

-¿Qué...? –comenzó a decir-. ¿Qué demonios has hecho?

-Es una habilidad especial que tengo –le explicó Sultán con calma-. –Cada vez que rio a carcajadas cae un rayo por muy despejado que esté el día.

-Tu eres idiota Vibrus. Esto no es ninguna habilidad especial si no un efecto dramático de la narración. Esto es un fallo del autor de esta historia y no te puedes aprovechar de ello.

-No te metas con el autor, que bastante tiene con su trabajo y su familia como para perderse en detalles de esta índole.

-Hacerle la pelota no te servirá de nada –dijo Melchor recuperando dificultosamente su posición vertical. Su ropa estaba chamuscada y su cabello blanco de punta.

-¿Sabias que se levanta una hora antes de la cama para escribir estas cosas? ¿Eres consciente del sacrificio que hace?*

-¡Que dejes en paz al autor! –exclamó Melchor irritado-. Céntrate en el combate porque esta vez te voy a aplastar.

-¿Ah si?

Caius Vibus comenzó a reir, primero de forma suave y después aumentando la intensidad progresivamente hasta convertir su risa en una carcajada demente. El cielo se oscureció y el aire comenzó a crepitar con la energía que empezaba a condensarse. Entonces el rayo apareció pero en la décima de segundo que tardó en llegar desde las nubes al suelo Melchor se impulsó hacia adelante con una velocidad sobrehumana y evitó el impacto, aprovechando la carrera para plantarse ante Caius Vibus y golpearle en el estómago.

Caius Vibus se dobló sobre si mismo, dio cuatro pasos hacia atrás y cayó de rodillas al suelo, sin aliento.

-Co… co… ¿Cómo has podido evitar el rayo? –preguntó con dificultad.

-El salmón que remonta el río –respondió Melchor-. Una técnica ancestral que aprendieron los monjes guerreros durante sus meditaciones junto al río Mǎquán Hé. Consiste en concentrar toda la energía del cuerpo en un único impulso que…

-No me cuentes tu vida, oriental –dijo Caius incorporándose y alejándose trotando de él-. Puede que tengas técnicas para todo, pero yo tengo una última carta en la manga. Quizás un rayo no sea lo suficiente para ti, pero dudo que puedas evitar el infierno que se va a desencadenar sobre ti.

Caius Vibus alzó los brazos, levantó la cabeza y comenzó a reír como un demente. En el cielo, ahora completamente negro sobre la cabeza de Melchor comenzó a formarse una esfera rojiza de energía que absorbía la energía de decenas de pequeños relámpagos, creciendo con cada uno de ellos. Cuando la esfera tuvo el tamaño de un elefante africano adulto, Caius Vibus bajó los brazos.

-¡Ataca rayo globular!

Y efectivamente se desencadenó el infierno cuando la esfera comenzó a arrojar rayos de forma indiscriminada sin dejar lugar donde esconderse ni forma de predecir donde caería el siguiente. Entonces Melchor cerró los ojos, abrió las palmas de sus manos hacia el cielo y aspiró.

El cuerpo de Melchor comenzó a levitar de una forma casi imperceptible y pareció alcanzar la calma en medio de la tormenta. Los rayos parecían evitarle y fue él quien con un suave movimiento agarró uno de los zarcillos eléctricos con cada mano y se asió como si fueran cuerdas. Así suspendido en el aire comenzó a entrelazar los relámpagos que expulsaba el globo sobre él y trenzó algo similar a una sierpe de enorme tamaño que cando estuvo terminada adoptó la forma de un enorme dragón eléctrico. Melchor subió en su lomo y señaló a Caius Vibus.

-Despídete de este mundo Victus Cabrus. No puedes vencer a aquél que aprendió a cabalgar el Dragón de Trueno.

Caius Vibus no daba crédito a lo que veía. Cuanta más energía proporcionaba a su esfera mortal, más poderoso era el dragón que ahora Melchor dominaba, así que no le quedó otra solución que meterse corriendo en la casa y esconderse debajo de una mesa, pero ya era tarde. El dragón le siguió, quemando y destrozando todo a su paso, retorciéndose por las paredes y muebles, desintegrando la madera y la piedra con chasquidos de energía hasta que Caius Vibus, aquél que había viajado dos mil años hacia el futuro, quedó desprotegido ante su furia. El dragón abrió sus fauces eléctricas y le dio un mordisco de varias decenas de giga vatios. Después todo se desvaneció.

Entre las ruinas del lujoso domus solo quedaba la figura chamuscada de Melchor, tembloroso y agotado por el esfuerzo y el cuerpo tendido de Caius Vibus. Le daba un poco de pena el destino de ese pobre hombre, pero su ambición y locura le habían llevado demasiado lejos. Todavía respiraba y el vencedor se planeaba si acabar con él definitivamente o dejarle allí, abandonado a su suerte. Inhalando profundamente se agachó junto a él y levantó una mano, dispuesto a darle el golpe de gracia. Se había vuelto demasiado peligroso. Pero algo le detuvo. Unos pasos tras él le pusieron en alerta y al girarse dispesto a seguir luchando se encontró con sus compañeros, Gaspar y Baltasar que se acercaban caminando entre las ruinas.

-Ha sido espectacular eso del dragón -. le aplaudió Gaspar.

-Si. Es una de esas técnicas que cuando te las enseñan crees que nunca las vas a usar pero cuando surge la ocasión te das cuenta de que era totalmente necesario –respondió animado-. ¿Cómo me habéis encontrado, por cierto?

-En el futuro nos dijiste lo que había pasado y como no nos terminábamos de creer lo de los rayos y el dragón decidimos venir a verlo con nuestros propios ojos –respondió Baltasar.

-¿O sea que habéis estado ahí todo el tiempo? ¿Por qué no me habéis ayudado? ¡Podría haberme matado el psicópata este!

-Sabíamos que sobrevivirias.

-¿Pero tenéis idea de lo que duele que te caga un rayo? Es como meter los dedos en todos los enchufes del edificio a la vez.

Y entonces miraron al cuerpo tendido en el suelo. Caius Vibus estaba inconsciente pero se sacudía de vez en cuando con espasmos eléctricos residuales.

-¿Qué hacemos con él? –preguntó Gaspar.

-Hay que devolverlo a su tiempo –le respondió Baltasar-. Es la única forma de que encuentre la paz.

Y así el rey negro se agachó junto a Caius Vibus, le cogió de la mano y ambos desaparecieron de la vista, el espacio y el tiempo. Baltasar reapareció al cabo de un segundo detrás de ellos.

-Siento haber tardado tanto. Me he parado a ver una cosa –se excusó.

-¿Y ahora que hacemos? –preguntó Gaspar-. ¿Volvemos a casa?

-No –dijo Baltasar con solemnidad-. Tenemos que saltar hacia el futuro. Va a suceder algo terrible en este mundo y debemos encontrar una solución.

-¿Encontrar una solución implica que voy a tener que darme de golpes con alguna cosa enorme y peligrosa, verdad? –protestó Melchor.

Baltasar no respondió. Solo les cogió de las manos y desaparecieron.

FNI **

 

Nota hastiada del autor. Ya sé que esto tiene toda la pita de continuar, que alguna vez he hablado de la intención de crear un crossover reyes magos-Wonderland y que sinceramente, me gustaría tener las fuerzas y las ganas para llevarlo a cabo, pero seamos sinceros;  esto no creo que suceda nunca, a no ser que me toque la lotería a la que no juego o encuentre el editor al que no busco. Así que a partir de ahora vuelve la "normalidad" al blog con entradas irregulares en las que hablaré de cosas mundanas. Como siempre he hecho. Como tiene que ser.


*Era así en el momento de escribir estas líneas.

**Lo he puesto mal adrede ya que no creo que nadie llegue hasta este punto.

 

sábado, 27 de febrero de 2021

Kings in time, parte 8: La cita.


 

Cuando Melchor llegó al lugar que indicaba la carta descubrió que se trataba de una lujosa villa en medio del campo agreste. Estaba construida a la antigua usanza romana, simulando casi a la perfección el diseño de un domus, con lo que dedujo que quien se hallaba en su interior tendría alguna relación con su pasado lejano. Miró atrás. Todavía tenia tiempo de marcharse y avisar a sus dos compañeros, pero el orgullo el impidió retroceder. Desde que se hubo mezclado en sus vidas no había hecho más que empeorarlas. Gaspar perdió su palacio, sus riquezas y sus sirvientes y ahora tenia que compartir un piso de mala muerte con dos personas más mientras que Baltasar había tenido que abandonar su ascendente carrera en el cine de adultos por protegerles y guiarles en el extraño mundo actual. Les debía una y por ello iba a solucionar eso por su cuenta.

La puerta exterior estaba abierta y entró. En el pristilum, o patio interior podia verse un amplio edificio de una sola planta pero ni rastro de sus habitantes. A pesar de eso, Melchor sabía que no estaba solo. De hecho había mucha gente pero le observaban desde el impluvium interior algo extrañados.

-Ha venido el chino solo –le comentó Matón 6 a Sultán.

-Ya lo veo. Debe ser muy valiente o muy estúpido para presentarse aquí solo y desarmado.

-¿Y si es una trampa? –preguntó Matón 3.

-Lo dudo. No creo que sea tan listo como para preparar nada. En cualquier caso, adelante con el plan.

-¡Vamos allá! –gritó matón 10, que era el último y también el líder de la banda.

De pronto la puerta de la calle se cerró como por arte de magia (aunque en realidad no era más que un mecanismo de cierre a distancia vulgar y corriente) y una de las puertas de la casa se abrió, dejando salir a una decena de tipos fornidos armados con barras de hierro. Éstos rodearon a Melchor, que más o menos se imaginaba que algo así iba a suceder y luego apareció Sultán, con su mejor traje y sus gafas de sol con blueray, las más caras del mercado.

-Vaya vaya vaya… -comenzó a decir. -¿A quién tenemos aquí? Melchor, el Rey Maldito, el viajero en el tiempo.

Melchor no dijo nada.

-Han pasado más de dos mil años, pero estoy seguro de que te sonará mi cara –continuó Sultán y se quitó las gafas.

Melchor no dijo nada.

-Soy yo. Caius Vibus.

Melchor no dijo nada.

-¿Acaso no me recuerdas? –comenzó a irritarse. –Me golpeaste. Dos veces.

-Lo siento pero… He golpeado a mucha gente –se limitó a decir Melchor. -¿Solo era eso? ¿Puedo marcharme ya?

Caius Vibus estaba rojo de furia y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas.

-¡Matones a por él! –gritó y los diez hombres fornidos con barras de hierro saltaron sobre Melchor.

Dando una voltereta trasera Melchor se apoyó sobre sus manos y extendiendo las piernas de forma perpendicular al cuerpo comenzó a girar como si se tratara de las hélices de un helicóptero. Los primeros matones que llegaron hasta él se llevaron los primeros puntapiés y la siguiente oleada tuvo que lidiar con el oriental recuperando su postura original y dando puñetazos a una velocidad que sus ojos apenas podían seguir. En diez segundos todos los matones habían recibido algún golpe y Melchor seguía fresco como una rosa.

-Diles a tus hombres que se retiren si no quieren salir mal parados. Y tu, Bayus Cyprus deja a mis amigos en paz –le dijo amenazante.

-¡Yo no me llamo así! ¡Machacadle!

Los matones dudaron pero por lo visto la suma de dinero que iba a proporcionarles ese tal Sultán era demasiado suculenta como para dejarse amedrentar por un solo hombre, así que repitieron el ataque.

La primera barra de hierro pasó silbando junto a la cabeza de Melchor, que la esquivó hábilmente y se hizo con ella mientras giraba lateralmente y estrellaba el pie en la boca del primer matón. Con un adversario menos y una barra de hierro en la mano decidió que eso estaba ganado y arrojó el arma al aire. Sacudió tres puñetazos en cadena en las sienes de uno, un rodillazo en el costado del otro y realizó una presa con proyección a un tercero, que se estrelló contra el cuarto y justo cuando la barra de hierro volvía a estar a su altura la agarró al vuelo y la estrelló en la nuca del quinto.

Si no le fallaban los cálculos solo le quedaban cuatro rivales, uno desarmado y todos ellos con la moral bastante baja, por lo que optaron por emprender una desordenada y vergonzosa retirada.

Melchor miró a Caius Vibus que por algún motivo estaba extrañamente tranquilo.

-Malditos matones incompetentes… -rugió entre dientes.

-¿Y qué esperabas de unos secundarios sin nombre propio? –le respondió Melchor.

-Da igual. Ahora estamos tú y yo. Es hora de comprobar qué vales realmente.

Caius Vibus se quitó la chaqueta de traje.

 

En el proximo episodio... La lucha final y también el final en sí.

sábado, 20 de febrero de 2021

Kings in time, escena 7: La carta

 


Alfredo tenía tan solo veintinueve años, aunque ese “solo” es relativo a la edad de quien le mirara; era guapo, alto, tenía mucho pelo y un trabajo que le gustaba. Caminaba por las calles como si fuera el rey del mundo, llamando a los timbres que le placía y entrando en las casas que quería… Y a veces también en las mujeres que le abrían, pero eso sería otra historia. Y es que Alfredo era cartero, o auxiliar técnico de clasificación y reparto, como a él le gustaba llamarlo. Tenía tan solo veintinueve años y era feliz. Hasta que al pasar junto a un callejón alguien le atrapó por la espalda, le colocó una gasa con cloroformo en la cara y todo su mundo de reparto de cartas, bellas damas en albornoz invitándole a entrar por la puerta principal (o la de atrás en ocasiones) y gorras amarillas, se desvaneció.

El Agente Especial Supletorio se vistió con el uniforme de Alfredo, se hizo con su bolsa de correo y dejó a éste tirado en el suelo, envuelto en una manta raída y con una botella de whisky barato en la mano. Después deslizó la carta escrita por Sultán junto al resto de correo y emprendió el paso directamente hacia la vivienda de los tres extranjeros.

La primera parte de la misión que consistía en meter la carta en el buzón sin levantar sospechas se realizó ajena a incidentes. Luego regresó al callejón, volvió a vestir a Alfredo, le despertó de un bofetón y desapareció para no volver a ser visto, al menos en este relato. Saltó de la página con la esperanza de que quizás Carlos Ruiz Zafón* necesitara algún agente especial supletorio en alguna de sus novelas.

Cuando Alfredo volvió en sí, se encontró mal vestido y borracho en el callejón, con el correo sin repartir y casi una hora de retraso. No entendió qué había pasado pero le dio absolutamente igual porque era un funcionario del estado** y no podían echarle a la calle. Por eso reemprendió su camino sin perder un ápice de su felicidad.

Cuando Cheng, a quien ahora ya podemos llamar Melchor de nuevo llegó a casa abrió el buzón y entre publicidades y facturas que iban a ir directas a manos de Hassan, Gaspar a partir de ahora, encontró una curiosa misiva sin sello dirigida a los tres… En sus nombres originales. Lleno de curiosidad la abrió y descubrió que ésta era una citación privada en una dirección desconocida en las afueras de la ciudad. Firmada por “un viejo enemigo”, todo presagiaba que se trataba de una trampa mortal por lo que Melchor se guardó la carta en un bolsillo y se dirigió solo a la extraña cita.

*En el momento de escribir este relato el señor Zafon seguía con vida.

**En el momento de escribir este relato, los carteros eran funcionarios, o quizás ya no, pero yo no lo sabía.

sábado, 13 de febrero de 2021

Kings in time, escena 6: El geranio.

 

A la tarde siguiente Sam paseaba camino de la panadería. No se consideraba una persona especialmente vulnerable en lo que a adicciones se refería, de hecho llevaba una vida muy sana, pero le perdía la repostería tradicional. Nada de bollos embolsados ni pastas saturadas de azúcar. Lo suyo era la artesanía dulce. Por eso acudía a una panadería que estaba en la otra punta de la ciudad ya que allí se cocinaban las delicias más deliciosas en varios cientos de kilómetros a la redonda. Además de que la repostera era una de las mujeres más bellas que Sam hubiera conocido y eso, teniendo en cuenta su dilatada carrera en el cine de adultos, era decir mucho. Pero ese día no iba a ser un paseo normal.

Justo detrás de Sam caminaba un hombre extraño, misterioso, enigmático, espectral, intrigante, tenebroso, inescrutable…

El Agente Especial, que era así como se daba a conocer el perseguidor de Sam, caminaba detrás de él esperando el momento perfecto para atacar. En sus amplios bolsillos llevaba un algodón empapado con cloroformo, una jeringuilla con un suero paralizante, bridas, esposas y otros instrumentos de secuestro express; cerca de él, un vehículo misterioso avanzaba despacio, dispuesto a evacuar a secuestrado y secuestrador en el momento oportuno.

Repentinamente y sin previo aviso Sam se apartó de la calle principal para meterse en un callejón estrecho y poco transitado. El Agente Especial sonrió para sus adentros ya que sonreír para afuera no era algo propio de un profesional como él, y entró en el callejón dispuesto a abalanzarse sobre el desprevenido hombre. Pero cuando giró la esquina Sam no estaba allí. Tras el desconcierto inicial oyó un sonido mas arriba y al levantar la cabeza se encontró con una maceta de descendía en línea recta desde un balcón del cuarto piso en el que asomaba la blanca sonrisa de Sam. En el momento en que la maceta llegó a su cráneo todo se volvió oscuro y doloroso.


 

Sultán caminaba en círculos, nervioso, alterado, enfurecido… De vez en cuando levantaba la vista y miraba a sus tres mejores hombres, los cuales estaban sentados en sus respectivas sillas esperando a que el líder dijera algo. Samuel, con la cara hinchada, Ramiro, vendado de arriba abajo y el Agente Especial con un collarín y una maceta con un geranio en las manos, esperaban.

-Así que te tiró una maceta… -dijo Sultán.

-Ésta concretamente –respondió el afectado por su caída.

-Y no había forma física de que ese hombre alcanzara el cuarto piso. ¿No es así?

El Agente Especial asintió mientras acariciaba al maltrecho geranio.

-Está claro que no nos enfrentamos a personas normales –continuó Sultán. –Son profesionales. Quizás agentes de élite en sus respectivos países que han acabado juntos y ahora son intocables… Está claro que no podemos vencerles en su propio terreno pero… -hizo una pausa dramática y luego prosiguió -…puede que no sean tan valientes si juegan en nuestro campo.

-¿Vamos a retarles a un partido de fútbol? –Preguntó Ramiro.

-No. Vamos a invitarles a venir aquí y cuando crucen estas puertas… -una risa maliciosa se dibujó en el rostro de Sultán y otro rayo inesperado iluminó el cielo -… como me llamo Caius Vibus que no saldrán con vida.

Nota aclaratoria: El viajero en el tiempo casual

Aunuqe no aparecía en la versión bloguera de "El incidente de Belén", cuando llegó el momento de publicar el relato en papel decidí introducir a un nuevo personaje. Quería dar un toque de humor presentando a un pobre granjero maltratado por la vida y que no dejaba de ser humillado (aunque de forma involuntaria) por Melchor. Si habéis leído esta segunda versión,  recordaréis que Caius Vibus se quedó en el pasado cuando iba tras los tres reyes de oriente, ahora renombrados Hassan, Sam y Cheng, justo en el momento en que éstos desaparecieron en el tiempo y el espacio, viajando hasta la actualidad.

¿Y porqué ahora aparece en el presente Caius Vibus en el papel de Sultán? Muy sencillo. Porque en realidad estaba prevista una tercera edición del relato original en el que el pobre granjero viajaba por accidente al presente en el último momento y ahora, al descubrir la identidad real de los tres inmigrantes, clamaría venganza.

Tras aparecer en la época actual, tan solo unos años antes del momento en el que ha comenzado este capítulo, Caius Vibus necesitó de toda su templanza y concentración mental para adaptarse a los nuevos tiempos, en los cuales se negó a seguir siendo el anodino siervo de nadie y aprovechando su experiencia en el abuso a los débiles y el modus operandi de los grandes líderes que siempre le habían subyugado, se hizo malo, creó una poderosa organización criminal tal como se ha podido leer mas arriba y se cambió el nombre.

El encuentro de sus hombres con los tres extranjeros fue casual, es cierto, pero las habilidades sobrehumanas de éstos le llevaron a la cierta conclusión de que por fin se había encontrado con sus antiguos rivales, Melchor, Gaspar y Baltasar.

Había llegado el esperado momento de la venganza y ésta no se haría esperar. Se sentó frente a su máquina de escribir Olivetti y comenzó a teclear con furia mientras una maliciosa sonrisa asomaba en su rostro. Otro relámpago iluminó el cielo. Parecía que iba a haber una tormenta eléctrica.

domingo, 7 de febrero de 2021

Kings in time escena 5: Ramiro

De nuevo en el apartamento, Cheng y Hasan miraban la tele mientras Sam se paseaba, esta vez con ropa, por la habitación contigua.

-¿Cómo has hecho para destrozar completamente un coche en apenas cinco segundos? –preguntó Hassan con curiosidad.

-La patada de la tortuga –respondió Cheng con solemnidad. –Una técnica tan antigua como el mismo mundo que…

-Las tortugas no pueden dar patadas. Tienen aletas –le interrumpió.

-No todas. Algunas tienen patas.

-Pero muy cortas. No se pueden dar patadas con esas patitas.

-Técnicamente si –defendió Cheng su técnica ancestral.

-Esto es absurdo… ¡Oye Sam! –Gritó a su otro compañero de piso. -¿Tu crees que una tortuga podría dar una patada?

Sam se tomó unos instantes para meditar la respuesta.

-Quizás si caminara y se tropezara con algún animal pequeñito, éste podría considerar que le han pateado –argumentó, y los otros dos se quedaron pensativos.

Tan pensativos estaban que ninguno de los tres logró fijarse en una figura vestida de negro que colgaba cabeza abajo de algún punto de la fachada del edificio y les espiaba. No era otro que Ramiro el espía. 

 


Ramiro, voyeur de naturaleza, había probado suerte como detective privado hacía algunos años, fracasando estrepitosamente cuando trataba de descubrir las infidelidades de un marido que se ausentaba demasiado de casa, según su esposa. Ramiro le siguió incansablemente durante semanas hasta que descubrió que lo que en realidad hacía el marido era dar clases de boxeo; desgraciadamente, el marido también descubrió a Ramiro y tuvieron una interesante discusión a base de puños en la que el marido esgrimió en todo momento mejores argumentos. Sin cobrar el trabajo y con una cara que no coincidía para nada con la que aparecía en su perfil de Facebook, Ramiro decidió cambiar de trabajo, momento en el cual se topó con un anuncio de Sultán buscando gente capaz para su organización. Una vez dentro, Ramiro no solo logró un trabajo bien remunerado como espía, sino que pudo aprovechar todos los cachivaches que había ido adquiriendo durante esos años.

Cuatro fotos y un video de dos minutos después, Ramiro comenzó a izar el cable que le mantenía unido a la terraza del edificio. Subía lentamente mientras ya saboreaba el dulce néctar del trabajo bien hecho cuando su ascenso se detuvo en seco. Parecía que algo había atascado la bobina de cable de la parte superior. Ramiro se incorporó, se agarró al cable y comenzó a subir de forma manual. Cuando llegó arriba se encontró con la figura de Cheng, sin camiseta, practicando tai-chi. Había colgado la prenda de ropa que le faltaba en el cable de ascenso, y eso lo había atascado. Trató de subir a la terraza de forma sibilina pero no le resultó fácil. Una rodilla le crujió y ello llamó la atención de Cheng, el cual adivinó que algo extraño estaba pasando y con un golpe seco con el dorso de la mano, cortó el cable de acero como si fuera un hilo de seda. Ramiro se precipitó al vacío en una caída de varios pisos.

En el hospital, Sultán trataba de comunicarse con Ramiro, el cual iba vendado de arriba abajo y apenas podía mover los labios.

-¿Me estás diciendo que te tiraron de la azotea de un quinto piso?

- Ssss… Ssss… Sssexto –Acertó a decir Ramiro.

-¿Y que esos dos no viven solos si no que tienen un tercer compañero?

-Un nnn… nnnee… negro.

-Entiendo… -comenzó a cavilar Sultán maliciosamente. –El chino es un tipo peligroso, sin duda, y ese árabe no se separa de él ni un segundo… Pero el tercer miembro, ese africano parece mucho más vulnerable. Si logramos secuestrarle y mantenerle como rehén, seguro que esos dos se dejan manipular a nuestro antojo y entonces…

Un relámpago iluminó el cielo a pesar de que la información meteorológica no anunciaba tormenta y dotó a la escena de un dramatismo inusitado.

-Llamad a mi agente especial. Él sabrá como encargarse de este asunto.

 

Y en el proximo capítulo... ¿Quien es en realidad Sultán?

lunes, 1 de febrero de 2021

Kings in time, escena 4: Sultán.

Sultán no se llamaba así en realidad, pero quiso un nombre impresionante para dirigirse a sus súbditos, como él llamaba a los que estaban por debajo de él en la escala jerárquica de su imperio. Imperio. Así era como le gustaba llamar a esa pequeña sociedad mafiosa que tanto le había costado levantar.

Comenzó siendo un vulgar raterillo de barrio al que la vida convencional le vino demasiado grande. Empezó a meterse en asuntos cada vez más turbios y a relacionarse con personas cada vez más peligrosas hasta tejer una intrincada red de contactos y actividades que le mantenían en una posición relativamente elevada y con un nivel de ingresos más que aceptable. Hacía poco que se había permitido un capricho en forma de Jaguar modelo XS con techo descapotable el cual era su orgullo y mayor signo de distinción hasta el momento.

Lo que Sultán no sabía era que su trono estaba asentado sobre un frágil castillo de naipes que amenazaba con derrumbarse de forma catastrófica en caso de que alguna de las cartas que le sostenían desapareciera. Si estaba allí arriba había sido por puro azar, y porque al fin y al cabo era un tipo tan mediocre que no había logrado crearse ningún rival que pensara que merecía la pena tomarse la molestia de apuñalarle por la espalda.

Sultán era un desgraciado que solo tenía un flamante coche y un amigo, el cual extorsionaba para él y a quien apreciaba de verdad. Por eso mismo enfureció cuando Samuel, ese amigo, entraba en su despacho hecho unos zorros.

No necesitó demasiada explicación. Alguien se había metido con uno de los suyos; uno importante además; y debía pagar por ello. Sin titubear, subió en su coche a tres de sus más duros matones y se dirigió en persona a esa tienducha de compraventa de oro.


 

Cuatro de los tipos más duros que hubiera conocido la ciudad entraron en tropel en la tienda y se encararon al dueño de la misma.

-¿Donde está ese chino?

-¿Qué chino?

-El chino que ha machacado a Samuel.

-¿Qué Samuel?

-El extorsionador que ha venido hace un rato.

-Ah, ese Chino –dijo Hassan finalmente. –Estaba allí fuera hace un instante.

Cuatro de los tipos más duros que hubiera conocido la ciudad salieron en tropel de la tienda y miraron el montón de chatarra que hacía un instante era un precioso y bien encerado Jaguar XS de esos de techo descapotable.

Cuando Sultán se giró para entrar de nuevo en la tienda, ésta estaba cerrada, con la verja pasada y el interior a oscuras. Sultán cerró un puño y se lo mordió con rabia.

martes, 26 de enero de 2021

Kings in time, escena 3: Samuel

 

Samuel era un tipo grande. No grande en ese sentido del que uno se siente orgulloso sino grande de volumen. Tenía las piernas gruesas, los brazos como jamones y un torso como un depósito de agua; a pesar de su espalda encorvada, era significativamente más alto que la mayoría de personas y su cabeza, también grande, pelada y tan esférica como un balón de playa, mostraba un rostro no especialmente feo, pero que no guardaba demasiada armonía con el cuerpo que le acompañaba. Lo normal, al mirar encima de ese cuerpo sería encontrarse con un rostro de un solo ojo, colmillos, cuernos o cualquier otra manifestación de inhumanidad, pero no era así. Samuel tenía una carita pequeña enmarcada en esa gran cabeza de la que solo sobresalían dos pequeñas orejitas completamente perpendiculares a sus costados. Tales orejas le habían costado más de una burla en el colegio, donde lo pasó realmente mal los primeros años y un poco peor los siguientes; para cuando entró en el instituto decidió dar un cambio a su vida aprovechando su gran envergadura y se hizo malvado.

Convertido en un matón de tres al cuarto, repartía estopa entre los que osaban burlarse de él, pasando de ser un marginado con pocos amigos a un violento sin ninguno. Afortunadamente esos años pasaron y Samuel encontró algo a lo que dedicarse de forma bien remunerada y que podía hacer con estilo: Extorsionar.

A las órdenes de un viejo conocido apodado Sultán, se dedicaba a ser el rostro visible de un pequeño imperio criminal que crecía a pasos agigantados gracias en buena parte a los negocios a los que Samuel acudía a extorsionar, los cuales subvencionaban de buena gana a la organización que él representaba. Se sentía en cierto modo como el comercial de una empresa muy selecta en la que era muy complicado entrar, lo cual le hacía sentir especial de un modo positivo.

Samuel aparcó su coche frente al local con el cartel de “Compro oro”, se ajustó la corbata, pues las malas prácticas no deben de estar reñidas con la elegancia, y se dispuso a extorsionar de aquél modo que solo él sabía.

Hassan observó al recién llegado. Parecía un gorila escaldado embutido dentro de un traje de Armani; caminaba con un ligero tambaleo y observaba el lugar con escaso interés. “Un cliente de esos que solo entran a mirar”, pensó Hassan. No presagiaba nada bueno.

-¿En qué puedo ayudarle, caballero? –Preguntó Hassan.

-¿Es usted el dueño de este negocio? –Contrapreguntó Samuel.

-¿Por qué quiere saberlo? –Recontrapreguntó Hassan.

-Vengo de parte de… Sultán.

-No conozco a ningún Sultán, aunque no siempre ha sido así. En mis tiempos… -comenzó a explicar Hassan animado.

-No me cuentes historias –interrumpió Samuel. –Sabes muy bien a quién me refiero. Sultán cobra a cambio de su protección. Todos los negocios de este barrio pagan tributo a Sultán y tú no vas a ser menos.

-Yo no necesito protección. Estoy bien como estoy. Pero gracias por la oferta –se disculpó Hassán, poniéndose a hacer otras cosas para dar a entender que la conversación había terminado allí.

Pero Samuel era un profesional de la extorsión y no se podía permitir fallos en su trabajo. Sultán era su amigo, ciertamente, pero también su jefe y no podía regresar con las manos vacías, así que optó por la vía rápida de la extorsión.

Aprovechando que sus brazos eran tan largos como mangueras, agarró a Hassán desde el otro lado del mostrador y lo levantó un par de palmos sobre el nivel del suelo. Iba a decirle algo sumamente extorsionante cuando entre sus brazos e interponiéndose entre extorsionador y extorsionado, apareció un pequeño rostro de ojos rasgados y sonrisa picarona. Fue lo último que Samuel vio antes de despertarse completamente magullado en la acera.


miércoles, 20 de enero de 2021

Kings in time, escena 2: El apartamento

Vivían en un piso discreto en el centro. Era una vivienda humilde pero suficiente como para albergar a tres personas con comodidad. Hassan era el dueño, ya que era el único con ingresos. Tenía uno de esos locales de “Compro oro” y no le iba del todo mal. De hecho, un observador mínimamente constante descubriría que vendía mucho más oro del que compraba, como si debajo de esa tienda de apenas treinta metros cuadrados hubiera una verdadera mina. Pero nadie se metía con sus negocios ya que Hassan tampoco parecía preocupado por los de los demás, ni por aparentar, ni por destacar. Era solo un inmigrante del sur que subsistía con el negocio del oro y que compartía su humilde piso con dos amigos.

Cheng apenas salía. Tenía ese nosequé que hacía que le cayera mal a todo el mundo. No era nada alarmante, pero sí un problema a la hora de encontrar trabajo. Pasaba casi todo su tiempo meditando y practicando artes marciales, su pasión. Se sentía orgulloso de ser el único experto en un arte según él milenario y del que ya nadie conocía sus secretos.

El tercero era Sam, el africano. No era su nombre real, ya que éste lo adoptó durante la etapa en la que estuvo en Estados Unidos trabajando en el cine para adultos. Tuvo una época buena en la que protagonizó algunas películas que se convirtieron en clásicos y le dieron unos cuantiosos ingresos, pero al final las cosas terminaron y decidió mudarse con Hassan y Cheng, a quienes conocía desde hacía mucho, mucho tiempo. Seguía rodando ocasionalmente, pero no era una fuente de ingresos fija, por lo que no podría decirse que trabajara.

En estos momentos Hassan y Cheng estaban viendo la tele en el salón mientras Sam se duchaba. El sonido del agua cesó y tras unos segundos se comenzó a oír repiquetear húmedo, como si alguien golpeara a otro alguien con un pez recién sacado del río. Ambos supieron qué era ese sonido. Era el descomunal pene de Sam rebotando en sus piernas al caminar; una visión perturbadora a la que sus dos compañeros no lograban acostumbrarse. La naturalidad con la que Sam lo exhibía, como una tercera pierna en su cuerpo alto, fibrado y de piel tan negra como la noche, creaba una extraña sensación de inferioridad, como si Sam fuera el cénit de la evolución y todos los demás, intentos fallidos de seres humanos. Cheng y Hassan miraron la televisión con mucha más intensidad mientras Sam caminaba desde el baño hasta su habitación, tal como dios le trajo al mundo. No se dijeron nada pero Hassan miró su reloj y se levantó; era hora de abrir la tienda. Cheng le siguió.

jueves, 14 de enero de 2021

Kings in time, escena 1: La Cafetería

Queridos lectores y lectora, como ya anuncié en la entrada anterior, voy a publicar en primicia mundial un relato que lleva escrito (y en espera de publicación "oficial") algunos años ya. Se trata de la continuación (aunque puede leerse de forma independiente) de "El incidente de Belén", un cuento publicado en el libro "La onomatopeya del ladrido, y otros relatos pulp, que también podréis leer en este blog si buscáis el tag "El incidente de belén". Os animo a leerlo, a intentar entenderlo y si no es demasiado pedir, a comentar y exponer vuestras impresiones.

 



1

La cafetería estaba casi desierta a esas horas pero a pesar de eso estaban tardando mucho en servirles. El camarero apareció por fin con cara de pocos amigos; dos o tres a lo sumo, ya que la gente, a partir de cuatro ya no muestra esa expresión de amargura. Dejó un café acompañado de un croasán delante de Hassan y un zumo de naranja frente a Cheng con un movimiento tan brusco, que parte del contenido del vaso se derramó y salpicó la camisa del oriental. El camarero le miró de reojo y se marchó sin disculparse por su falta de profesionalidad.

-Parece que le caes mal –dijo Hassan mientras partía el croasán.

-No debería sorprenderme, supongo –respondió Cheng mientras trataba de limpiar su camisa con una de las hidrófobas servilletas de la cafetería.

Cheng era oriental, aunque ni siquiera un experto en el tema sabría determinar de qué parte de oriente. Podría ser chino con ascendencia india o viceversa, posiblemente ni siquiera eso. Vestía completamente de blanco, con una camisa y pantalones anchos y unas sandalias del mismo color sin calcetines. No era demasiado alto ni ancho, y sus cabellos eran completamente blancos a pesar de que no habría cumplido los treinta, por lo que tenía el aspecto de un hombre frágil, aunque había algo extraño en sus ojos. Su mirada no era la de alguien delicado, sino que parecía ocultar algo antiguo y extraño, como un pozo en cuyo fondo se agita algo imposible de discernir.

El comportamiento del camarero no era extraño para él ni para Hassan. Cheng caía mal a la gente. Sin motivo aparente. Simplemente por estar allí, como si no fuera su tiempo ni su lugar. Como si su mera presencia removiera algo primario, latente en los corazones de quienes se cruzaban con él y despertara antipatías de miles de años de antigüedad. Pero por supuesto nadie llegaba a preguntarse el porqué; simplemente le ignoraban o le trataban con la mayor celeridad posible antes de alejarse.

Hassan en cambio, era un hombre bonachón que despertaba las simpatías de quienes se molestaran en conocerle un poco. Era de origen árabe, aunque cada vez que le preguntaban decía venir de un país distinto, como si no tuviese del todo claro su verdadero origen. Estaba visiblemente gordo, a pesar de que llevaba tiempo haciendo un gran esfuerzo por perder peso, y los resultados estaban notándose. Vestía con la típica chilaba y aunque era muy aficionado a los turbantes, se cuidaba de no llevarlos más que en ocasiones especiales, ya que no le gustaba llamar demasiado la atención. Para eso ya tenía a Cheng, de quien nunca se separaba. Hassan era un hombre culto, quizás demasiado ya que poseía conocimientos sobre la antigüedad que harían caer en coma a cualquier historiador interesado en la historia de oriente medio.

Cuando estaban a medio desayuno, un grupo de jóvenes pasaron por su lado. Eran altos, corpulentos, con el cabello muy corto y un porte de seguridad y superioridad que no pasó desapercibido para los dos hombres de la cafetería. Caminaban ocupando toda la acera, como si la calle les perteneciera, y cuando se vieron obligados a ponerse en fila para pasar junto a la mesa, parecieron molestos. Uno de ellos miró a Cheng y éste le devolvió la mirada. Fue solo un segundo. Un instante suficiente para crear un contacto, una chispa que prendió un fuego que se liberó al instante. El joven se detuvo y los otros hicieron lo mismo.

-¿Qué miras, chino? –le dijo a Cheng, el cual llevaba una mancha de zumo de considerable tamaño en su camisa blanca.

-Nada –respondió Cheng tratando de evitar otro contacto visual.

-Mírame cuando te hablo, chino –volvió a decir el joven, enfatizando la palabra “chino” para dar a entender que se trataba de un insulto y no de una simple observación.

Cheng le miró y el efecto de odio pareció extenderse a los cuatro jóvenes, los cuales se mostraron de pronto muy alterados y poco predispuestos al diálogo. Hassan se pasó la mano por la cara, prediciendo de algún modo lo que iba a suceder a continuación.

Cheng se levantó y miró al primero de los chavales. Tendrían poco más de veinte años y eran más altos y corpulentos que él. El primero le miraba desafiante y los otros tres esperaban detrás, tensos, como oliendo la agresividad en el aire. Y ésta no tardó en desatarse. Sin mediar aviso, el joven lanzó un puñetazo dirigido a la cara de Cheng, pero éste lo esquivó con un simple movimiento de cintura para responder al instante con un golpe con la mano plana directamente a la nariz. Se oyó un crujido y acto seguido el chaval se desplomaba en el suelo, conmocionado. “El golpe que quiebra montañas” dijo Cheng con solemnidad. Una silla dirigida con fuerza y precisión por el segundo de los jóvenes, cruzó el aire en dirección al oriental, pero cuando llegó al punto de colisión, allí no había nadie; Cheng apareció detrás del agresor como por arte de magia y le golpeó las orejas con las palmas con un golpe seco. “El ataque del vacío silencioso” dijo esta vez. El segundo joven pareció haber perdido el sentido del oído y con él el equilibrio, y cayó sentado en el suelo, incapaz de levantarse. Los dos que quedaban en pie se miraron sin saber si lanzarse al ataque o huir, pero su naturaleza beligerante les impedía retirarse de una lucha en la que tenían la superioridad numérica. Se lanzaron a la carga con cierta coordinación, pero ésta se rompió cuando Cheng, utilizando tan solo dos dedos de cada mano, les detuvo golpeándoles entre los ojos. “El toque de la estrella fugaz” dijo, y ambos se quedaron ciegos al instante. Salieron huyendo de una forma muy poco digna, tropezándose con todo y estrellándose contra farolas y coches aparcados. Hassan observó la escena sin apenas inmutarse.

-¿El vacío silencioso? –le dijo a su amigo. –Te inventas esos nombres sobre la marcha, verdad?

-Si. Queda mucho más cinematográfico –respondió Cheng ajustándose la camisa y redescubriendo con cierta decepción su mancha anaranjada.

-¿Qué te parece “el dragón serpenteante sobre la montaña de fuego”?

-No. Muy largo.

Y volvieron a casa.

 

Continuará...

viernes, 8 de enero de 2021

Vuelven los reyes magos.

 


Si mirásemos atrás, muy muy atrás, justo en la zona perineal de este mismo blog, encontraríamos el que fue el primer relato que publiqué y que años después incluí en mi exitoso libro “La onomatopeya del ladrido y otros relatos pulp”, llamado “El incidente de belén”.

Lo escribí al recordar una anécdota sobre los reyes magos que nos contó una profesora del cole, y que seguramente se lo inventara en el momento, sobre el motivo por el que Melchor tenía el cabello completamente blanco a pesar de ser el más joven de los tres. Esa inocente anécdota incluía, además del “lore” propio relacionado con el nacimiento del niño Jesús, un elemento bastante atractivo como era una maldición divina, algo muy común en las escrituras antiguas y todavía aprovechable hoy en día. Así nació “El incidente de Belén” hace ya casi diez años.

El relato gustó en su momento y por ello llegué a publicar una segunda parte en este mismo blog que ya no gustó tanto y cuando lo rescaté para que tuviera forma física en un libro, me picó el gusanillo de seguir con esa historia, que se había quedado con tres reyes magos renegados viajando en el tiempo hasta el presente. Y así escribí esa tercera parte y la dejé guardada en un cajón. Allí permaneció mientras pensaba en si debía publicarla en una segunda parte de “La onomatopeya…”, como un relato independiente, e incluso contemplé la idea de convertirlo en un comic, pero al final todo se reducía a lo mismo: invertir esfuerzo y dinero en un producto que solo iban a leer cuatro frikis, como pasa con los “Wonderland”, que cuanto más gratis son, menos se leen.


Como ya sabréis, queridos lectores, he empezado el año sin demasiadas ganas de seguir contando mis anécdotas laborales o reflexiones personales. La vida pasa, las cosas cambian y ahora disfruto pintando miniaturas, jugando, escuchando música a oscuras y escribiendo para mí y solo para mí.

Y en ese cajón se habría quedado esta tercera parte del “Incidente de Belén” de no ser por la terrible pesad… por la justa insistencia de nuestro querido Victor Sesmero por leer esa continuación (que ni siquiera sabía que existía) y mi hastiada resignac… mi abnegada voluntad de agradar a mis lectores.

Así que id preparándoos, repasad los anteriores capítulos de esta serie (aunque este último se puede leer con independencia de lo acaecido anteriormente) y no despeguéis los ojos de este blog porque en breve dará comienzo “El incidente de Belén Parte 3: Han llegado los reyes”.