martes, 24 de noviembre de 2015

Regalos de mierda (parte 8 de 284)



-Mamá. Estoy muy preocupado porque mañana tengo un examen DECISIVO para mi futuro y mi vida y no confío en mi viejo despertador. Si me falla y me duermo… Todo estará perdido para mí.
-Tranquilo, hijo mío. Sé que te he fallado muchas veces en el pasado, pero te aseguro que voy a salir ahí afuera y a traerte el mejor despertador de la ciudad.
-Gracias mamá. Confío en ti.
Y así, tras una dura búsqueda de casi cinco minutos, la madre vuelve a casa, con el cabello cubierto de nieve y un paquetito entre las manos.
-Mamá… ¿Por qué esa nieve si estamos en julio? ¿Y como has tardado tan poco? ¿No habrás ido al chino de abajo y..?
-Sssht, silencio hijo. Confía en mí. ¿A qué hora tienes que despertarte?
-A las dos de la tarde.
-¿?
-En punto.
De acuerdo, hijo. A las 14:00 sonará. Te lo prometo.
 
Chan-chan-chan-chaaaan!
Quince años después:
La Tierra se ha convertido en un erial insalubre después de la última guerra. Los supervivientes ahora trabajan como esclavos para el señor del mal que domina el mundo. En algún lugar indeterminado, una hilera de estos esclavos trabajan a  pico y pala en una excavación. El niño, que ahora ya es un hombre, trabaja con las manos despellejadas y la espalda surcada de marcas de latigazos. Frente a él, un guardia vestido de negro y con el emblema del “Señor del mal”, vigila que no descienda el ritmo disparándole pequeñas sacudidas eléctricas. El niño, que ahora ya es un hombre, se encara a su torturador.
-¿Por qué? ¿Por qué me ha tocado un destino tan cruel?
Entonces su vigilante levanta la visera de su casco, revelando el rostro de uno de sus amigos de la infancia y le responde encogiéndose de hombros:
-Ah. Haberte presentado a ese examen de Esbirro del mal.

viernes, 20 de noviembre de 2015

De acampadas y divergencias espaciotemporales.



Cuando teníamos veinte añitos de nada (sí, ahí va otra batallita), algunos colegas del pueblo organizamos nuestra primera peregrinación a un festival de música, de esos de acampar y de pasar los días y luego volver a casa tan sucios y malnutridos como si lleváramos tres meses vagando por el desierto. La cosa es que a nuestro reducido grupo de amigos se unieron alguno que no lo eran tanto, pero a los que les atraía la idea de acampar, conocer gente (¿¡!?) y pasar unos días cambiando de rutinas. Y entre esos añadidos de última hora estaba un tal… No recuerdo su nombre; le llamaremos Palíndromo.

Palíndromo no era como nosotros; no llevaba melena, no vestía de negro, siempre llevaba gorra (incluso de noche) y no sabía quién era Bruce Dickinson; para colmo era bastante guapo, tenía labia e incluso algunos afirmaban haberlo visto con chicas alguna vez. Era como viajar con un alienígena sentado al lado. Pero nosotros éramos seres tan tolerantes como… como… dinosaurios. Y no era cuestión de rechazarle.

Una vez allí montamos las tiendas, reconocimos el entorno y, por algún motivo, se nos juntó otro grupo de seres humanos, de Barcelona creo recordar que eran, entre los cuales había una chica (¿¡!?), signo inequívoco de que ser de capital era mejor que de pueblo. La cuestión es que la chica y Palíndromo hicieron buenas migas, hablaron, se rieron, y cuando llegó la hora de irse a dormir, ella se quedó en su tienda (la de Palíndromo) y para nosotros fue como ver estallar una supernova, convertirse en agujero negro y ser absorbidos a una dimensión distante y más fea aún que ésta.

¿Qué estaba sucediendo en esa tienda? Nadie lo sabía. Y no fue por falta de poner la oreja y colocar focos detrás para ver al trasluz. Cualquiera diría que estaban durmiendo y ya está. Todo muy desconcertante. Tan desconcertante que a la mañana siguiente nadie se atrevió a preguntarle qué había pasado cuando vieron a la chica salir de la tienda y alejarse. Pero yo no podía vivir con esa incertidumbre en mi interior. En serio. Me habría salido una úlcera. Así que me acerqué a él y se lo pregunté.
-Oye. Palíndromo. –le dije.
-¿Qué? Yo no me llamo así. –Me contestó.
-Ya. Pero es que no me acuerdo.
-Pues… Empieza por C, creo.
-Es igual. Dime… ¿Qué ha pasado ahí dentro esta noche?
-Nada. –Me respondió tajante.
-¿Nada? Venga ya. Has pasado la noche con una tía en tu tienda.
-¿Pero tú la has visto? Era una cría.
-¿Una cría? ¿Y tú qué? Tienes veinte años.
-¿Cómo? –Me preguntó confuso. –Y tú también.
-Sí. Pero yo te hablo desde la perspectiva del momento de escribir esto.
-¿De escribir qué? –Seguía confuso.
-Todo esto. En el blog.
-¿Qué es un blog?
-Una cosa de internet. Tú no lo entiendes porque aún no está inventado.
-¡Déjame, por favor! –Me dijo sollozando. –Estás mal de la perola.

Entonces le agarré por la camiseta, que era roja y blanca, horrible, y comencé a zarandearle mientras gritaba eso de “Dime que pasó, dime qué pasó” Y él lloraba como un crío y yo le pegaba, por calzonazos y ridículo, hasta que un halo de energía azulada y crepitante me envolvió y me devolvió a mi realidad temporal, sentado frente al ordenador y preguntándome si realmente es sano esto de escribir sobre mis cosas.
Foto al azar dell típico público de un concierto cualquiera.


sábado, 14 de noviembre de 2015

El consultorio testicular. Consulta 12



Ha pasado tiempo desde la última consulta a este consultorio, pero como el mal jamás descansa, era cuestión de tener paciencia hasta que algún necesitado viniera a mí. Os dejo con la carta que acabo de recibir de un tal J. y que curiosamente, no desentonará mucho con las entradas anteriores del blog.

Saludos Dr. Testículo. Tengo un problema muy duro.
Resulta que durante toda mi vida he estado acomplejado por el tamaño de mi pene hasta el punto de que ello frustraba todos mis planes de relacionarme con personas del sexo contrario (mujeres se sobreentiende) debido a la inseguridad que me causa el miedo al ridículo.
Pero hace poco todo cambió cuando comencé a mantener relaciones esporádicas con una chica a la que conocí en un concurso de baile (quedé segundo, por cierto) y a partir de ese momento mi pene pareció crecer significativamente. No sé si será a causa de la sobre-estimulación que le ha hecho ganar volumen y se ha expandido o qué, pero cada vez es más enorme. Y he ahí mi problema:
Ahora mi pene aprovecha los momentos en los que estoy despistado o dormido para hacerse pasar por mí y suplantarme; Sale a tomar algo con mi chica, se pasa las pantallas de los videojuegos que yo no puedo, o monta en bici con mis colegas. Por una parte estoy contento por haberme deshecho de mis complejos, pero por otro pienso que esto de ahora tampoco es normal.
Ayúdeme Doctor. ¿Qué debo hacer?
Firmado J.

No, no es normal. Ve al urólogo.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Tamaños (Paternidad 41)




Tarde de parque. Columpios, pajaritos, nubes, niños buscando la forma de hacerse el máximo daño posible en el menor tiempo apreciable… Lo de siempre. Bueno no, lo de siempre no porque en el banco de mi lado (pongámosle 10 metros de distancia) se sienta una madre con un niño, de unos tres años, totalmente irrelevante para esta historia, al contrario que ella; largas piernas, falda corta, una blusa holgada y melena con el nivel justo de volumen. Es joven pero parece salida de una cafetería norteamericana de los años cincuenta, la mejor década de la historia. Como hacen los buenos padres y madres de hoy en día, deja a su pequeño a merced de los peligros del parque mientras observa su móvil y yo, finjo hacer lo mismo pero sin quitarle ojo a ella a la espera de un revelador intercambio de miradas. Y abro paréntesis.
Una imagen aproximada de la madre del banco.
 
Recuerdo un libro que empecé a leer hace unos años que hablaba sobre el poder de la mirada y que enseñaba al lector a expresar una miríada de emociones e intenciones con los ojos, pudiendo llegar, incluso, a sustituir el lenguaje hablado. No entendí nada. Para mí que el tipo que lo escribió estaba zumbado. No entiendo como las editoriales publican esas mierdas. Cierro paréntesis.

 Espero el momento adecuado y cruzo mirada con ella. Le sonrío, sin enseñar los dientes, que se me pone cara de psicópata, y ella me mira, con cierto desprecio, sin sonrisa, y vuelve a mirar su teléfono. Fracaso absoluto. Debería haberme leído bien ese libro. Ahora ya todo está perdido.  Y como un hombre sabe cuándo hay que retirarse, hundo mi cara en mi móvil y me pongo a leer absurdos blogs de juegos de rol. Hasta que algo altera la armonía del momento.
 
El niño le pide pipi a la madre y ésta le lleva a un rincón arbolado para salvaguardar su intimidad, pero mi hija, que no se pierde detalle de nada de lo que sucede en varios cientos de metros de radio, se acerca disimuladamente al lugar. Suena mi alarma personal, esa que me avisa cuando algo raro puede suceder, pero prefiero no actuar y dejar que el mundo siga su curso. El niño termina, la madre regresa a su banco, pero mi hija se acerca a ella, con esa mirada pícara que solo los niños saben hacer, y le dice sin ningún tipo de manía:
-Le he visto el pito.
Mi alarma salta de nuevo, esa vez con sirenas y luces rojas giratorias.
-¿Ah sí? –Le responde la madre. – ¿Es que tú no tienes hermanitos? ¿Nunca habías visto uno?
-Tengo una hermana pequeña. Pero una vez se la vi a mi papá…

Me levanto del banco como si tuviese un muelle en mi culo. En mi cabeza suena una alarma de amenaza nuclear, de esas en las que el suelo tiembla y las tuberías sueltan chorros de vapor de forma intermitente. Defcon 1. La madre me mira de reojo, la niña no parece dispuesta a dejar ahí la explicación. Salgo corriendo hacia ellas pero esos diez metros que nos separan me parecen una distancia inalcanzable. Tempus fugit. Me faltan piernas. No lo lograré. La niña termina su frase cuando apenas he recorrido la mitad de la distancia.
-…y la tiene así. – La niña abre sus manos dejando una distancia de por lo menos treinta centímetros entre ellas.

Me paro en seco. La madre me mira de arriba abajo (más abajo que arriba). Yo le sonrío, enseñando los dientes, y leo en su mirada algo así como “Este tío me parte en dos”, y me doy cuenta de que quizás el zumbado que escribió ese libro no estaba del todo equivocado.