Creo
que ya he hablado en anteriores ocasiones de la importancia de la educación
para el correcto desarrollo del individuo y de cómo los profesores juegan un
papel determinante en ello. Si es así, ya sabréis que muchos de los profesores
que participaron en mi formación básica merecerían, por su profesionalidad y
saber hacer, que alguien con problemas intestinales defecara sobre sus nombres,
pero no caigamos en el desprecio fácil y centrémonos en el tema de hoy: La
contraeducación.
¿Y qué
es eso, qué es eso? Os preguntaréis, cuales estudiantes rusos viendo aterrizar
un ovni. Pues muy fácil: Como su mismo nombre indica, consiste en enseñar algo
de una forma tan negligente, que se consigue justo lo contrario. Y para
explicarlo bien del todo, nada mejor que un ejemplo, para el cual debemos
retrotraernos algunos años atrás… (Fundido en negro y musiquilla de los 90 de
fondo).
Estaba
yo en EGB, no sabría decir en qué curso, pero no sería muy mayor, cuando un
terrible rumor comenzó a extenderse entre las altas esferas del colegio. Se
decía que en el centro de al lado los niños se habían aficionado a jugar a “Cavall
fort” una forma extraña de decir “a caballeros” pero utilizando curiosamente el
nombre de una vieja publicación catalana que viene a significar “Caballo fuerte”.
Pero vamos a pasar del nombre y vayamos al tema y es que el peligro del juego
residía en que un niño se subía encima del otro (el de arriba hacía de
caballero y el de debajo de caballo) y se daban de palos, derivando en caídas y
daños varios, lo que provocaba lesiones también en la reputación del colegio.
Tal moda no podía extenderse a nuestro honorable colegio, así que los
profesores decidieron atajar el problema antes de que apareciera.
Un buen
día interrumpieron las clases y aparecieron dos profesores de los de cursos
superiores para advertirnos de la prohibición d ejugar a “cavall fort” en el
patio. “¿Y qué es eso?”, preguntamos ignorantes de que con esa sencilla
pregunta íbamos a destrozar la estrategia profesoril; y ellos, ignorantes
también, nos explicaron con pelos y señales cómo se jugaba. Quedamos asombrados.
No solo nos habían puesto en bandeja las reglas de un nuevo juego desconocido
hasta el momento, sino que además era un juego prohibido… Demasiado tentador
para ser verdad.
Así imaginabamos nuestro nuevo juego |
Nada
más sonar la sirena del patio decidimos (a base de tortas) quién sería el
caballo y quién el jinete y comenzamos a organizar batallas en los rincones
menos vigilados del patio. Y la cosa fue tal que así: A mí me tocó ser el
caballo, por cuestiones de tamaño, y con un compañero subido en mi lomo,
esprinté hacia los rivales, provocando un choque de dimensiones épicas (por lo
menos en una escala infantil); los jinetes se daban manotazos en la cara
mientras los caballos nos empujábamos y tratábamos de hacernos la zancadilla
para echar por el suelo al equipo contrario. Y al final pasó lo que tenía que
pasar: Perdí el equilibrio y nos fuimos al suelo. No recuerdo cuáles fueron las
lesiones, pero sí que había un gran abanico donde elegir: Cabeza-suelo, cabeza-cabeza,
boca-bordillo. Codo-bordillo, rodilla-boca, cabeza-boca… y un sinfín de combinaciones
a cual más divertida que la anterior.
Y así había sido en realidad |
Cuando
llegamos a la enfermería tuvimos que hacer cola a causa de la enorme cantidad
de caballeros y corceles heridos tras perder la batalla y allí estaban también,
heridos pero de otra manera, los profesores de nivel superior que habían
tratado de disuadirnos, mirándonos con la cara de quien acaba de descubrir su propia idiotez.
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