Introducción
-¿Y por
donde sales con la bicicleta?- Me pregunta un señor que parece entender de
rutas de montaña.
-Pues…
por ahí. No me alejo mucho de mi casa, la verdad. –Le respondo sin ganas de
seguir hablando del tema. Creo que ya he comentado anteriormente algo sobre mi
frágil relación con el mundo del deporte y la salud, y lo último que quiero son
consejos de sobradillos.
-Tienes
que subir al castillo.
-Es que
está muy empinada esa cuesta y yo…
-Tienes
que subir porque hay un montón de tías buenas.
-¿Cómo
tías buenas?
-Pues
eso. Tías buenas. Chavalas que van a caminar y correr y que están… que te
cagas. Vale la pena ir al castillo por las tías que te encuentras.
-No
será tanto como... –Pero de pronto una multitud de hombres me interrumpen,
hablando sobre las virtudes de las chicas que pueden verse en esa carretera y
me marcho pensativo.
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No sé qué les ven a las deportistas algunos hombres, la verdad. |
De superación
Y ahí
estoy yo, montado en la bici y camino del catillo para comprobar con mis
propios ojos si esas mujeres legendarias realmente existen o son solo el
producto de las mentes calenturientas de señores venidos a menos. Los primeros
minutos, pedaleo por una pendiente suave, despacio, tranquilamente, más atento
de las gentes con las que me cruzo que de otra cosa. Veo señoras mayores
paseando, hombres que charlan con sus perros, perros que ignoran a sus dueños y
camiones que pasan rozando mi oreja izquierda. Comienzo a desanimarme cuando
vislumbro a lo lejos lo que parece una chica con mallas corriendo cuesta
arriba. Si, no hay duda, podría ser la “tía buena” que andaba buscando, así que
pedaleo con más fuerza para alcanzarla. Mi misión es sencilla: Llegar a su
altura, adelantarla a poca velocidad, mirarla y contárselo al señor entendido
para así, poder integrarme en el círculo deportista en el que se mueve. Y todo
maravilloso. Pero pronto me doy cuenta de que la pendiente aumenta y cada vez
me cuesta más coger velocidad; la chica de las mallas verdes parece estar en
forma y me saca ventaja por lo que tengo que emplearme a fondo para no perderla
de vista. Y vaya si la pierdo. Cuando llego al tramo final de subida, las
curvas y los árboles no me dejan ver nada, pero sé que está ahí, en algún lugar
delante de mí y no me paro. Pedaleo y pedaleo cada vez más pesadamente para no
quedarme atrás pero las piernas comienzan a dolerme; La respiración se me
agita, la cabeza me late y el cuello se me agarrota; debería parar, lo sé, y mi
racionalidad trata de convencerme de que no merece la pena que qué coño estoy
haciendo dejándome la piel por mirar simplemente a una chica que no es mejor
que ninguna otra con la que me pueda cruzar por la calle cuando voy a comprar
el pan; pero no puedo rendirme ahora; llevo media cuesta y me doy cuenta de que
aquí hay algo más de lo que parece; de pronto recuerdo esa época en la que
todavía creía en mis posibilidades y que me esforzaba por superarme; esos días
de ilusión y sueños que todavía no había tirado a la basura; días en los que me
sentía joven y lleno de vida cuando no había atisbo de mis propios límites; y
por ese recuerdo sigo adelante. Pienso que quizás lo de las tías buenas que me
contó el señor ese era solo una excusa, una forma de motivarse a hacer algo que
normalmente no se intentaría; puede que ese hombre conociera mis debilidades y
hubiese puesto esta prueba ante mí. Quizás esa tía buena no es la de las mallas
verdes sino un lugar en mi interior donde reside ese chaval ilusionado que
creía desaparecido desde mi decimosexto cumpleaños; y por él iba a conseguirlo.
Nunca había tenido tanto calor ni había sudado tanto como ahora; nunca me había
dolido nada tanto como todo ahora; pero lo logro al fin. Llego arriba
destrozado. La gente me mira, saben que eso que me pasa no puede ser bueno,
pero no me importa lo que piensen; lo he conseguido.
De pena y asco
Frente
a mi está la chica de las mallas verdes, haciendo estiramientos de espaldas a
mí. Trato de enfocar la vista pero me resulta imposible; su trasero es un
borrón informe que se mimetiza con las nubes del cielo. No me llega la sangre
al cerebro y la vista no me funciona así que me acuesto en el suelo. El aire
fresco de la tarde se desliza sobre mi cuerpo sudado y siento un frio espantoso
pero no puedo moverme; me tapo con la bicicleta y todo el mundo me mira más
aún. La chica de las mallas verdes bebe agua y se le sale el tapón, mojándole
completamente la camiseta pero yo no veo nada más que las nubes verdes que son
ahora las copas de los pinos. Respiro, respiro más, siento la sangre
recorriendo el camino del corazón a la cabeza pasando por mis sienes a toda
presión. Ya falta poco. Me incorporo despacio, las imágenes comienzan a
dibujarse en mi retina y la miro, pero ya no está allí. La chica de las mallas verdes
es apenas un puntito en el horizonte de mi moral y no voy a seguir tras ella.
Toso y me arrastro hasta un banco de madera donde descansar con dignidad. Ha
sido un día largo y duro*.
*Mamá,
me pica el dia.
PD: Tanto rollo solo para justificar un chiste malo...
¡Enhorabuena por subir al Castillo! Yo no lo recuerdo tan duro, pero claro, la última vez que subí en bici debía tener unos 16 años y mucha más energía. Además, puede que las endorfinas segregadas y la senilidad galopante nublen mis recuerdos. En fin, todos hemos aprendido una nueva forma de doblar tu voluntad, si alguna vez es preciso que vayas a algún sitio concreto, basta dejar caer que allí suele haber tías buenas en mallas. (NOTA PARA LA PARIENTA: apúntate esta que sé que quieres ir al IKEA)
ResponderEliminarGracias por tus enhorabuenas. La verdad es que para un señor como yo, algo tan sencillo para otros como coger la bici y subir allí a tomarse una fanta es una tarea titánica.
ResponderEliminarPor otro lado, las formas de doblar mi voluntad son tantas que no creo que esta revelación cambie demasiado la forma en la que todo el mundo me manipula.
Gran artícle Jusep!
ResponderEliminarGrácies home. Es tot un honor venint d'un home culte com tu.
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