jueves, 24 de agosto de 2023

De ascensores y ancianos traseros

 


Vamos a ponernos un poco al día a la vez que creo un escenario concreto para el relato que seguirá a esta introducción. Soy un señor bien entrado ya en los cuarenta que acaba de experimentar ciertos cambios notables en su vida tales como un cambio de trabajo y un divorcio reciente, con lo que si ya antes me sentía desubicado en este planeta, ahora no tengo muy claro donde tengo los pies y donde la cabeza. ¿Sí, hasta aquí bien? Bueno, pues lo siguiente es saber que desde hace poco trabajo en el almacén de un importante hospital y que una de mis innumerables funciones es la de preparar voluminosos pedidos que transporto con una traspaleta hasta las plantas correspondientes. Y es en uno de esos transportes rutinarios cuando entro en un ascensor que apenas soporta el peso del material y en el momento en que dos monjas ya ancianas deciden aprovechar el hueco restante, el elevador exhala su último suspiro y se detiene entre el segundo y el tercer piso.


Se abre el telón y me encuentro pulsando el timbre de emergencia a la espera de que alguien responda pero de momento sin éxito alguno. Las dos monjas, que se dan cuenta de que quizás hayan sido sus pequeños cuerpos los causantes del sobrepeso crítico, me miran con una mezcla de miedo y resignación. Yo les devuelvo la mirada intentando aparentar calma, pero he visto demasiadas películas de cosas chungas que pasan en ascensores y no creo que me salga bien.

Con el dedo cansado de apretar el botón me siento en una de las cajas para tratar de calmarme hasta que una de las dos señoras se dirige a mi y me pregunta con cierto miedo:

-¿Vamos a morir?

-Todos vamos a morir en algún momento. Eso es un hecho indiscutible -le respondo con agria calma.

Entonces las dos religiosas, casi de forma simultánea y totalmente coordinada, juntan sus manos y comienzan a recitar un salmódico susurro.

-¿Pero qué están haciendo? -les pregunto.

-Rezar para que nos saquen pronto de aquí.

-¿Pero ustedes no saben que este dios al que rezan es solo uno de muchos y que todos y cada uno de ellos no son más que conceptos abstractos creados con la intención de hacer nuestras miserables vidas más llevaderas dotándolas de algún tipo de sentido aún siendo éste absurdo e incoherente?

-¿Nos estás diciendo que dios no existe y que hemos malgastado nuestras vidas?

-Sí. Pero no solo ustedes las han malgastado. En realidad todos estamos tirando nuestro tiempo a la basura porque técnicamente no existe una forma de aprovecharlo. No hay una forma correcta de vivir, al igual que no hay una forma incorrecta, aunque hay que admitir que ustedes lo están haciendo especialmente mal.

Al oír esto las dos monjas bajan sus brazos y se miran abatidas. Me dan un poco de pena, la verdad, pero no mucha más de la que yo me doy al mirarme al espejo cada mañana.

-Entonces… -comienza a decir una de ellas. -¿Podríamos pedirle un favor antes de dar por finalizadas nuestras vidas en esta injusta caja de metal?

-Por supuesto, caballeras.

-Verá, joven, nosotras… Nos hemos dedicado a la fe cristiana desde muy jovencitas y ahora que somos octogenarias nos hemos dado cuenta de que nunca hemos conocido el amor ni hemos probado hombre alguno. ¿Usted no tendría un gesto misericordioso con nosotras y nos poseería aquí mismo?

Y antes de que pueda responder las dos señoras se colocan de espaldas a mi, arremangan sus faldones hasta la cintura y deslizan su ropa interior hasta los tobillos, dejando expuestos ante mi sus traseros y sus sexos pensiles.

Y en ese momento en el que mi cerebro me pide huir de allí aunque sea abriendo un agujero con los dientes en el suelo para despeñarme al vacío, algo en mi mente hace que me quede fascinado contemplando esos culos viejos, ancianos y ajados pero a la vez incólumes, nunca tocados por la mano de hombre alguno, como áridas superficies de planetas lejanos, todavía inexplorados, quizás estériles pero de algún modo atractivos y fascinantes.

Noto como contra todo pronóstico una erección se produce y casi como un acto de justicia desabrocho mi pantalón dispuesto no solo a penetrar a dos señoras mayores si no también a realizar la mayor blasfemia imaginable en un día que había empezado normal.

Hasta que noto un pequeño traqueteo y oigo el siseo de la puerta al abrirse, sonido que me devuelve a la realidad, hace que me vuelva a subir los pantalones y salga del ascensor seguido por la carga a repartir, dejando a las dos señoras esperándome todavía en tan embarazosa posición.

Y al marcharme pienso en como son las cosas, en como un día estamos aquí y otro allá, en como la vida nos trae imprevistos, nos pone pruebas y luego nos devuelve a nuestro lugar como si nada hubiera pasado. Y ya que pienso, pienso también el la cara que pondrá el próximo que llame al ascensor cuando se abra la puerta y vea lo que le espera dentro.

Se cierra el telón.

1 comentario:

  1. Aprecio la autenticidad que transmites a través de tu escritura. ¡Gracias por ser genuino y sincero en tu artículo!

    ResponderEliminar