
Que no
me gusta el agua es un hecho irrebatible en mi vida. Cualquiera que me conozca
un poco lo podrá afirmar y apostarlo todo a que no me verán metido en una playa
o piscina. Pero cuidado que esto no significa que tenga miedo al agua o ésta me
repugne en modo alguno; me ducho con cierta regularidad, bebo agua casi con
exclusividad y no niego su importancia como base de toda vida sobre la tierra.
Pero es precisamente ahí donde nos equivocamos los humanos, ya que si sabemos
que nuestra especie evolucionó a partir de un pez que decidió salir del agua…
¿No podemos respetar su decisión? Es decir que el hecho de que hayan pasado
miles de millones de años no justifica que nos sintamos atraídos por el agua
como polillas hacia la luz. Me parece una cuestión de respeto hacia nuestros
antepasados más que una decisión personal. Pero claro, a veces uno tiene que
tragarse su orgullo y sus principios porque ha tenido hijos y éstos quieren ir
a un parque acuático. Y hasta aquí mi justificación. Pasemos al parque.
Un parque
acuático es como una sala de tortura medieval pero muy grande, con toboganes
que escupen gente, niños chillando y chiringuitos con bolsas de patatas a cinco
euros. Es como cruzar un portal dimensional a otro mundo donde todo resbala y
pincha. Es como morir y despertar en un infierno húmedo y caluroso lleno de
culos y pies. Y allí estaba yo, con unos calzoncillos de tela extraña, paseando
de la mano de la niña. Y fue allí donde descubrí con el mayor horror que el
cerebro humano puede albergar, que debido a la edad/ estatura de mi hija, era
obligatorio que se tirara acompañada por un adulto. Y ese adulto… era yo.
Empezamos
con los toboganes de tubo; una especie de rampa semicircular que desciende
dando vueltas y facilita golpearse en todas las partes del cuerpo por igual,
para al final arrojarte a una piscina como si fueras una res muerta. Pero el
problema no eran los golpes ni lo absurdo del acto en sí, sino la cantidad de
agua que tragué por todos los agujeros de mi cuerpo. Agua… Por decir algo, ya
que allí había más materia orgánica que otra cosa. Puedo jurar que vi a
adolescentes con la espalda llena de granos en la parte de arriba, llegar abajo
con la espalda fina y tersa como la de un bebé por el efecto lijado del
tobogán. ¿Y dónde había ido a parar tanto grano? Al agua. Y esa agua ahora
estaba en mi boca. Granos de adolescente en mi boca. Terrible.
La
segunda elección de la pequeña, después de un par de descensos por los tubos,
fueron las pistas blandas, o algo así, y que consistían en hacer una cola de media
hora para que te dejaran caer a una velocidad inhumana por un tobogán recto y
con una inclinación indecente hasta una piscina que, debido a la velocidad de
descenso, te golpea como un martillo blandido a dos manos por un herrero
demente. Y allí descubrí la angustiosa sensación de estar dentro del agua y no
saber dónde está el arriba y el abajo y pensar que ese momento es el último de
la vida. En el primer salto fui capaz de ponerme de pie de una forma
medianamente digna, pero en el segundo, tras ver pasar mi vida por delante de
mis ojos (en la próxima vida me pido ser un mapache), logré salir escupiendo
“agua” y con los mocos hasta el ombligo ante la divertida mirada de gentes de
toda índole.
Y en
ese punto pensaba que ya todo había terminado para mí (en todos los sentidos),
pero la peque todavía me tenía guardada una última sorpresa: Los rulos. No sé
si se llaman así, pero lo que ella llamaba “los rulos” era otro de esos
descensos giratorios pero esta vez montado sobre un flotador gigante. La cosa
parecía bastante más inofensiva, y de hecho lo era, pero antes había que
superar una cola de mil millones de horas. Y fue en esa cola donde la vi. En un
remanso a medio trayecto del descenso, para evitar aglomeraciones de gente,
habían colocado a una chica en bikini (claro, no iba a estar en el agua con un
mono de mecánico) que brillaba con luz propia. “No, si al final habrá valido la
pena venir” pensé muy equivocado, ya que no tardé en deducir por mí mismo que:
1ª. La chica estaría sobresaturada de padres salidos que intentan hacerse los graciosos
con ella. Y 2ª. Nunca, nunca jamás de la vida podremos causarle buena impresión
a una chica que lo primero que ve de
nosotros son nuestros pies acercándose a su cara a toda velocidad. Fue por ello
que decidí callarme la boca, no decirle ni mu, y seguro que ella me lo
agradeció.
Y así
terminó mi hazaña; con el dulce sabor de la derrota; con el estómago lleno de
agua pura y cristalina y un codo despellejado. Pero también con la satisfacción
indescriptible de haber hecho feliz a mi hija sin preocuparme por mi salud y
bienestar. No como mi mujer que se pasó toda la tarde en la sombra con la bebé,
comiendo patatuelas y sin mojarse el pelo.