La
Catedral de Gromenauer se alzaba entre los tejados del barrio más antiguo de la
ciudad como un coloso vigilando desde los cielos. A plena noche, con las
sombras creadas por la luna llena deslizándose por todos los rincones, uno
parecía estar viendo una pintura representando una villa medieval, tranquila y
silenciosa, ajena al paso del tiempo. Pero eso era a vista de tejado, por
supuesto, ya que el barrio que rodeaba la catedral donde se custodiaban las
obras de arte más caras de la historia era un lugar poblado por la gente más miserable
y traicionera del mundo entero. Cuando la población de las antiguas chabolas
comenzó a morirse de vieja, éstas fueron ocupadas lentamente por aquellos que
buscaban un lugar lóbrego y poco vigilado para realizar sus actividades
delictivas, las cuales habían alcanzado tal volumen que se llegó a un acuerdo
con la policía para que ésta no entrara en la zona a cambio de que la
delincuencia tampoco saliera de ella, convirtiéndose así en un santuario
controlado del crimen y la degradación humana. Y a pesar de que durante el día
el barrio podía verse salpicado de turistas sacando fotos y curiosos paseando
distraídamente, cualquier incauto que caminara por sus calles por la noche
podía ser fácilmente atracado, secuestrado, violado o asesinado en cualquier calle;
incluso las cuatro cosas a la vez si se tratara de una intersección. Pero a Los
Cuatro parecía no importarles ese factor de riesgo, pues tenían el culo pelado
en el tema infiltración, subterfugio y agarrar a la gente por la cabeza con dos
manos y crujirles el cuello con un rápido movimiento.
Observaron
la catedral desde lejos con sus prismáticos infrarrojos pero no vieron nada
anormal.
-Parece
que el exterior no está vigilado –dijo El Segundo, que llevaba un gorro negro
de lana clavado hasta las orejas con la esperanza de que todos olvidaran que
era calvo, cosa que le avergonzaba sumamente.
-Al
menos no en el exterior. –apuntó El Primero con su voz ronca, como corresponde
a un hombre de su tamaño. –pero nada nos asegura que no tengan un avanzado
dispositivo de seguridad tras las puertas.
-Entonces
ya sabemos cómo proceder. –Dijo con una sonrisa La Tercera, también conocida
como La Madre, protagonista de esta historia y por lo tanto la que sabemos que
seguramente no va a morir.
El
Cuarto se mantuvo en silencio mientras mascaba chicle distraídamente.
Los
tres restantes la miraron y suspiraron, ya que a La Madre le encantaba atarse
un arnés, colarse por una ventana y colgarse cabeza abajo para descender hasta
el suelo. Lo vio una vez en una película y desde entonces no sugirió otro tipo
de infiltración. Y como ya se dice que “el que calla otorga”, el plan de La
Madre fue aceptado por unanimidad y en un santiamén ya estaban trepando por los
rugosos muros de la catedral hasta alcanzar la cúpula superior, desde la cual
tenían una buena vista de la sala principal.
Allí,
en medio de la sobriedad típica de las catedrales antiguas, entre grabados,
estatuas, cristaleras, altares y otras parafernalias, una docena de hombres
parecían meditar en silencio.
-Parecen
meditar en silencio. –dijo El Segundo.
-No es
eso lo que están haciendo –dijo El primero, que acababa de agenciarse los
prismáticos. –Parece que están haciendo calceta.
-Entonces
es el momento ideal. –dijo La Madre, ajustándose el arnés. –Yo bajo, os abro la
puerta desde dentro y nos colamos. Encontramos los cuadros y nos los llevamos.
El Cuarto
la miró, admirado por su optimismo e hizo estallar una pompa de chicle, que se
le pegó un poco en los labios. Los otros parecieron irritados pero no le
dijeron nada, ya que por otro lado, El Cuarto era el más callado del grupo y
les interesaba que así siguiera por mucho tiempo. Sin más que decir, prepararon
los apechusques para comenzar la intrusión; pero en el próximo capítulo, que
promete mucha más acción (en éste no ha habido nada) y emoción (que tampoco),
así que solo puede ir a mejor.
Ai madre mía...
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