Dicen que había una
vez un pastorcillo que cuidaba del rebaño que sus padres le dejaron
en herencia después de partir a costas lejanas, claro eufemismo a la
muerte prematura. Ese pastorcillo a pesar de su juventud era
trabajador y voluntarioso y todos los días conducía a su rebaño
largas distancias en busca de pastos verdes con que alimentarlo. Y
entre todo su rebaño estaba Bolita, una oveja joven y cariñosa con
la que le gustaba pasar el tiempo mientras las otras hacían cosas de
oveja.
Pero el verano fue
seco y los pastos no abundaban así que el pastorcillo se veía
obligado a mover su rebaño cada vez más lejos hasta que llegó al
Cerro de los Arroyos, una pequeña montaña cubierta de hierba
gracias a la abundante humedad de la zona. Allí las ovejas podrían
comer cuanto quisieran y garantizar así la supervivencia del rebaño,
pero el pastorcillo no había calculado (o quizás ni lo sabía) que
en ese cerro se escondía un cazador furtivo que no vio con buenos
ojos que de pronto un rebaño de ovejas penetrara en su santuario de
la caza ilegal.
Su procedimiento era
sencillo: Se ocultaba en la alta hierba y esperaba a que los animales
acudieran al cerro a beber, momento en el que les disparaba, se hacía
con las piezas interesantes y las vendía a obesos coleccionistas de
trofeos ajenos. Era un negocio lucrativo y sencillo, pero que no
admitía intrusiones de rebaños.
“Pastorcillo
deberás marcharte de mi cerro, pues aquí no se aceptan intrusiones
de rebaños, como habrás podido leer hace un momento” dijo el
cazador, escopeta en mano.
“Este no es tu
cerro cazador” respondió el pastorcillo envalentonado “y además
necesitamos el pasto para garantizar la supervivencia del rebaño,
como también habrás leído un poco más arriba”.
“Marchate o serás
tu quien no sobrevivirá, pequeño insolente” respondió el cazador
apuntando al pastorcillo “tengo algunos clientes que me darían una
buena suma por una cabeza de pastor en su museo”.
Pero el pastorcillo
no se amilanó, siguió terco como solo los pastores saben hacer y el
cazador perdió la paciencia, apretando el gatillo. Una bala fue
expulsada por el cañón de su rifle y surcó el aire con precisión
hacia el pecho del muchacho. Pero en el último instante Bolita, que
había estado presenciando la escena de muy cerca saltó e interceptó
la bala que iba dirigida a su cuidador.
El estruendo del
disparo asustó al resto del rebaño que regresó al redil echando
chispas y en el lugar del crimen solo quedó el cazador y el pastor
que se agachaba con lágrimas en los ojos sobre su querida ovejita,
que le miraba con ojos cristalinos por la pronta muerte mientras su
lana se teñía de rojo.
“Espero que esto
te haya servido de lección, muchacho” dijo el cazador alejándose.
No había tiempo
para acudir al veterinario, ni siquiera de regresar a su casa para
intentar extraer la bala con las pinzas del baño, así que el
pastorcillo agarró a su ovejita agonizante y comenzó a correr hacia
el único lugar cercano donde podía encontrar algo de ayuda: La
cabaña del Viejo Doc.
Muchos años atrás
se instaló en un valle cercano un señor que vivía aislado en una
cabaña de madera. No se relacionaba con nadie y de su casa de madera
a veces surgían sonidos extraños, chispazos y fogonazos que
iluminaban la noche. Nadie se acercaba a él y él no se acercaba a
nadie, con lo que todas las partes parecían satisfechas, pero ese
día el pastorcillo iba a romper esa armoniosa regla no escrita.
Llamó a la puerta y apareció un señor alto, de ojos hundidos y
cabellera blanca, ataviado con un mono blanco y unas gruesas gafas de
cristal oscuro en la frente. “Necesito ayuda, mi ovejita está muy
malherida por un disparo del cazador furtivo” le dijo el
pastorcillo a lo que el hombre respondió “qué te hace pensar que
yo puedo ayudarte” y el jovencito terminó la conversación con un
“la gente le llama Viejo Doc y siempre había pensado que era usted
médico”. Viejo Doc se lo pensó un instante e hizo pasar al
pastorcillo y a su maltrecha oveja al interior de la casa, dejando al
primero en el salón y encerrándose en el sotano con el animal. Al
cabo de varias largas horas en las que no dejaban de oírse zumbidos,
blips y cracks, la puerta se abrió de nuevo y la ovejita estaba
totalmente recuperada. El pastorcillo se deshizo en agradecimientos y
Viejo Doc se limitó a sonreirle mientras le soltaba una retahíla de
frases científicas que el joven pastor apenas logró retener en su
cabeza.
Los meses pasaron y
las lluvias no llegaban. Sin poder llevar a su rebaño al Cerro de
los Arroyos pronto todas las ovejas morirían de hambre y sed, así
que el pastorcillo decidió conducir allí su rebaño pensando que
con un poco de suerte el furtivo no seguiría allí. Se equivocaba.
Una vez más el cazador salió a su encuentro diciendo eso de “te
advertí que no volvieras por aquí” y una vez más le apuntó con
su arma, disparó y Bolita, fiel a sus instintos de protección, se
interpuso en el camino de la bala. Pero algo cambió respecto a la
escena anteriormente descrita. En este caso la bala rebotó en la
oveja y cayó al suelo convertida en un inofensivo fragmento de plomo
caliente. “Lana de kevlar 29” fue una de las frases que había
pronunciado Doc. La oveja aterrizó incólume ante la mirada
asombrada del cazador, pero éste apuntó de nuevo y disparó otra
bala, con iguales resultados. Entonces las patas de Bolita se
introdujeron en su cuerpo y en las oquedades aparecieron cuatro
reactores que la elevaron en el aire y la lanzaron contra el furtivo
a una velocidad supersonica. “Retropropulsores positrónicos”
sonó la voz de Doc en la cabeza del pastorcillo. El furtivo abandonó
su arma y corrió cerro arriba en busca de refugio pero Bolita ya le
había alcanzado y de su boca surgió un cañon que arrojó una
llamarada de plasma ardiente sobre el infortunado cazador, que no
pudo hacer otra cosa que arrojarse al agua y quitarse la ropa en
llamas. “Blaster de fusión”. Finalmente la ovejita se elevó
ante la asombrada mirada del pastorcillo (y también del cazador
aunque este estaba más ocupado en apagar las partes incendiadas de
su cuerpo) y se elevó en vertical unos cien metros, momento en el
cual de su culito de oveja surgieron tres bolitas “plup, plup,
plup” que parecían olivas negras pero no lo eran. Eran… ¡El
arma de destrucción DE-FI-NI-TI-VA! Y cuando alcanzaron el suelo
detonaron en tres explosiones casi simultáneas que volaron por los
aires el cerro, vaporizaron al cazador y convirtieron toda el área
en un crater humeante que se iba rellenando lentamente de agua para
dar lugar al posteriormente conocido como Lago de los Arroyos, zona
protegida y refugio animal en los veranos más áridos. En algún
lugar no muy lejos de allí el Viejo Doc oyó las explosiones y
repitió “microbombas de neutrinos” con una sonrisa en su boca.
Desde ese momento el
pastorcillo y Bolita estuvieron más unidos que nunca y en su tiempo
libre recorrían las colinas y valles en busca de malvados a los que
aleccionar con fuego y muerte.
Y colorín colorado…
este cuento quizás no haya acabado.
Sobran cazadores en el mundo.
ResponderEliminarY faltan ovejas cibernéticas. Está claro que es un mundo injusto.
EliminarEspero que no haya acabado jeje A ver esa saga de Pastorcillo & Bolita como continua :^)
ResponderEliminarYa veremos, que se me acumulan las sagas.
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