Saber
inglés es importante. Es nuestra segunda lengua (tercera para los que tenemos
dos de base, cuarta para los de tres, y así) y hoy en día, era de las
comunicaciones instantáneas y de palabros como “handycap” (tara), “mainstream”
(a la moda) o, mi favorita “unboxing” (abrir una puta caja), es más necesario
que nunca conocerlo. Pero no eso de los currículums de “inglés nivel medio” y
que luego solo saben decir hola y adiós, no… Hay que saber inglés bien. Por lo
menos, mejor que el presidente del gobierno (Rajoy en el momento de escribir
esto y Rajoy también si lo leéis dentro de un mes o más).
¿Y a
qué viene toda esta insistencia? Pues viene a ilustrar una pequeña cosa que me
pasó el otro día y que a su vez servirá de excusa para meter uno de esos recuerdos
de la infancia que tanta gracia me hace contar.
Pues
resulta que iba yo paseando por el campo junto con un nutrido grupo de amigos
(nutrido es que habían muchos, no que mis amigos sean nutrias) riendo y gozando
de una alegre caminata, cuando un coche bastante elegante se paró a nuestro
lado y en su interior dos jubilados sonrosados a más no poder empezaron a
preguntarnos algo en inglés. Mis amigos dejaron de lado las risas y comenzaron
a mirarse con cierto temor, aturdidos, sin saber qué les estaban diciendo ni
qué responderles. Entonces yo, di un paso adelante, apoyé el codo en la
ventanilla así en plan chulito y les dije con un correcto acento de Cornwall
(el Albacete de Inglaterra): -Ifiuwantogoutodecastle… Iumustgoustraitajetillteendofderoad…
Andenturnraituptodejill… Andiuillfainditcuic. Dicho esto los dos jubilados me
dieron las gracias y partieron siguiendo mis indicaciones a lo que
probablemente era una muerte segura. Y mientras tanto mis nútridos me
felicitaban y admiraban por mi dominio del inglés. Y cuando me preguntaron que
donde lo había aprendido, que si había vivido en Gran Bretaña y eso que se
pregunta, y les conté mi terrible historia.
Mi
terrible historia
Cuando
era niño yo vivía en un barrio bastante despoblado de niños de mi edad y ello,
unido a mi natural falta de hacer amigos, hacían de mí un niño bastante
solitario; cosa la cual me convertía a su vez en un crío imaginativo y capaz de
crear sus propios juegos y divertimentos. Y uno de esos divertimentos era el “hacer
la nave espacial” o, como lo llamaban los mayores “hacer el tonto con la puerta”,
y os explico:
El
juego consistía en abrir una puerta (preferiblemente la de la calle, para que
todo el mundo pudiera ver cómo me divertía), agarrarme con una mano en cada
pomo y con las piernas abiertas, balancearme de lado a lado imaginando
cualquier chorrada fantástica y maravillosa.
 |
Era algo así pero cambiando la barra por una puerta y a la rubia por un niño. Por lo demás, igual. |
Total,
que tanto hacer el tonto, una de esas veces se me resbalaron los pies y me di
con el canto de la puerta en los testículos, quedando tendido en el suelo hecho
una bola incapaz de articular palabra, hasta que mis padres me recogieron y me
llevaron al médico.
Una vez
en la consulta, el doctor me examinó sin tocarme como solo saben hacer los
doctores de pueblo y les explicó a mis padres que el golpe no era más que la
típica contusión huevera de la que me recuperaría en unos minutos, pero que al
mismo tiempo, me había golpeado un nervio que llegaba hasta la cabeza y que
había estimulado el hemisferio izquierdo de mi cerebro de modo que a partir de
ese momento iba a tener más facilidad para aprender idiomas, por lo que acabó
recomendando a mis padres que me apuntaran a alguna academia de inglés.
Al cabo
de una semana ya estaba yo dando clases extra de inglés con un profesor del que
solo recuerdo su extraño bigote y su voz grave junto a unos compañeros con los
que no me acababa de integrar. Pero el roce hace el cariño y al cabo de mucho
tiempo me hice amigo suyo, haciendo un descubrimiento muy extraño.
El
descubrimiento extraño.
En
cuanto lo supe, corrí a decírselo a mis padres y se mostraron muy sorprendidos
al saber que todos mis compañeros de academia, en algún momento de sus vidas,
se habían dado un golpe o sufrido algún accidente que les había estimulado el
hemisferio izquierdo. Una breve investigación hablando con los padres de
algunos de ellos les llevó al punto en común de que todos habían acudido al
mismo doctor que yo, el cual resultó ser… ¡El cuñado del tipo del bigote!
Y así
se destapó uno de los casos de corrupción, tráfico de influencias y estupidez
pueblerina más sonados de la región. Y yo, como no, me largué de la academia,
pero me llevé conmigo todos los conocimientos adquiridos. Porque señores y
señora, el tipo del bigote sería un jeta, pero inglés, sabía lo suyo.
Y hasta
aquí otra de esas historias sin moraleja ni sentido. Una de esas que escribo
por escribir y que si han logrado entretener a alguien ya me doy por
satisfecho. Y ahora… Ya sabéis qué blog no debéis seguir leyendo.