Hace
pocos días, el vertedero municipal del municipio (válgame la redundancia) donde
habito, por motivos que desconozco pero que no me importan, ardió hasta los
cimientos, cubriendo el pueblo de una densa nube oscura y maloliente durante un
par de días, cosa que además de obligarme a volver a lavar la ropa que tenía
tendida, me recordó a un incidente similar que me sucedió hace ya unos cuantos
años.
Por
aquél entonces yo era un joven melenudo y soñador que trabajaba en una empresa
dedicada a la recuperación de residuos y en la cual me encargaba de clasificar
papeles según tipo para después meterlos en una trituradora y que luego fueran
llevados a una compactadora que los embalaba. No voy a explicar las vicisitudes
del trabajo porque son indeterminantes (otra palabra inventada, voy a una por
entrada) para este relato, pero si quiero apuntar que no hay que imaginar
papeles y cartones a boleo como los que tiramos en los contenedores azules
(esos van a otro sitio y sirven para hacer otras cosas), sino más bien camiones
cargados de documentación confidencial (bancos, grandes empresas de esas con
logos chulos, documentos policiales, revistas y libros excedentes de
editoriales y distribuidoras) y por ello la necesidad de destruirlos. ¿Ya? ¿Lo
tenéis claro? Pues sigo.
El caso
es que uno de esos camiones descargó una montaña de papeles que fueron directos
a la trituradora pero en los cuales viajaban ocultas ciertas piezas de metal
que pasaron inadvertidas al encargado de clasificación (ese era yo) y al entrar
en las cuchillas de la máquina, crearon ciertas chispas que prendieron el polvo
de papel que a su vez prendió los papeles más grandes y de allí el fuego pasó a
la compactadora que comenzó a arder como si no hubiera un mañana. Yo no tuve
tiempo ni de decir “Elminster” cuando las llamas ya alcanzaban la estratosfera,
las sirenas de alarma sonaban a pleno pulmón y toda la planta estaba movilizándose.
Entonces yo, que soy un hombre serio, decidí seguir punto a punto el protocolo
de seguridad y evacuación que habíamos ensayado solo unas semanas atrás y que
consistía en coger la mochila con el bocadillo y salir hacia el punto de
reunión, situado en la calle, corriendo y agitando los brazos.
Cuando
llegué afuera descubrí extrañado que estaba solo. Ni uno solo de mis compañeros
o personal de la planta habían seguido el procedimiento. Al principio me
tranquilicé pensando que habían muerto todos en el infierno que se había
desatado allí dentro, pero al cabo de un rato recapacité. Aunque la humareda y
las llamas eran espectaculares, no estaba afectando a toda la planta, por lo
que era improbable que nadie hubiera sobrevivido. Y como soy un tío valiente, pasado
un tiempo prudencial en el que el fuego disminuyó considerablemente, entré de
nuevo.

Cuando
esas gentes ennegrecidas por el hollín, tosiendo sin parar y con las piernas
todavía temblando por la tensión y el esfuerzo me vieron aparecer limpito y
respirando sin problemas, sus miradas se clavaron en mi como si quisieran (de
hecho querían) fulminarme. Me rodearon con sus caras negras desencajadas por la
furia y el odio y cuando creía que ya me iban a linchar, apareció de entre las
últimas llamas el jefe máximo de la empresa, así, cual T-1000. Se acercó a mí y
todos se apartaron para abrirle un pasillo. Me miró. Le miré. Y me dijo:
-¿A
dónde habías ido, Capdemut?
Y yo le
dije:
-A mi
casa, a preparar un currículum.
Y se
hizo el silencio y de pronto todos se pusieron a reír. No sé si por mi
respuesta o porque el humo les había dañado el cerebro. Pero el caso es que al
final todo quedó en un susto.
PD: Ya
no trabajo allí.