Quien
haya vivido en el final de la década de los ochenta, principios de los noventa
sabrá de qué le hablo. Ser niño en esos tiempos no era fácil. No tanto como
ahora, por lo menos. No había Internet, ni teléfonos móviles, los videojuegos
buenos valían un dinero que no teníamos y los que podíamos llevarnos a casa
funcionaban con cintas de cassette que había que cargar a base de chirridos y
otros sonidos desagradables durante interminables minutos. El único consuelo
eran los libros pero incluso estos no eran fáciles de encontrar en los pueblos
y al final uno se cansaba de releer siempre los mismos. Fueron años difíciles
en los que vi a muchos de los que consideraba amigos caer el las terribles
garras del deporte y que el día menos esperado aparecían en mi casa en pleno
invierno con pantalón corto y calcetines hasta las rodillas con una pelota bajo
el brazo y preguntándome que si iba a jugar a nosequé porque les faltaba uno en
el equipo. Perdí muchos amigos en esa época, pero pude sobrevivir gracias a mi más
preciado don: La imaginación.
Para no
sucumbir a los horrores del deporte pero no ser absorbido por la desidia de la
soledad, inventé un juego que iba a cambiar mi vida para siempre: La nave
espacial. Tal maravilla del ingenio consistía en abrir una puerta cualquiera de
mi casa, agarrarme con una mano de cada pomo y con las piernas abiertas
balancearme a lado y lado con alegría. La sensación era la más similar a cruzar
el espacio estrellado que pudiera haber imaginado jamás y podía pasar horas y
horas con el juego. Hasta que tuve un problema técnico.
Una
tarde, justo después de comer, decidí embarcarme en la que sería mi misión mas
peligrosa hasta la fecha. Volaría hasta Orión donde iba a descubrir la
existencia de una misteriosa civilización extraterrestre con un misterioso y
revelador secreto relativo a la aparición de la raza humana en la Tierra.
Decidido, embarqué, encendí los motores pero cuando ni siquiera había salido
del sistema solar, sucedió algo inesperado: Por lo visto mi madre acababa de
fregar el suelo y los pies se me resbalaron, haciendo que el canto de la puerta
se encontrara de forma fortuita y bastante violenta con mis gónadas (léase
testículos) y el impacto me dejó tirado en el suelo sin poder ni hablar ni
moverme.
Cuando
mis padres me encontraron hecho una bola balbuceante en el suelo me llevaron al
pediatra a toda prisa y éste tras examinarme a conciencia les dijo que no se
preocuparan, que había sido solo el clásico deshueve infantil y que me
recuperaría pero… Por lo visto el golpe había tocado una terminación nerviosa
que asciende por el pecho hasta el lóbulo delantero derecho del cerebro, que es
donde se rige el tema idiomático y con esa estimulación extra, el niño, es
decir yo, sería capaz de aprender otras lenguas con mayor facilidad, recomendándoles
finalmente que me apuntaran a alguna academia.
Ante
tal revelación mis padres pensaron eso de “Bueno, el niño nos ha salido tonto
pero por lo menos que aprenda un idioma, a ver si sale adelante en la vida” y
allí que me llevaron.
La
academia de inglés, que era la única que había en el pueblo, estaba dirigida
por un señor con bigote y las clases eran de una decena de crios cada una,
seleccionados por edades, niveles y altura. Yo iba a la de los mas altos y
menos experimentados y allí estuve durante un par de meses, aprendiendo de lo
lindo, pero sin notar un avance extraordinario respecto a mis compañeros. Tal
cosa me extrañó y un día hablando del tema con ellos descubrí asombrado que
TODOS los niños de mi clase habían sufrido algún tipo de accidente que les
había estimulado el lóbulo frontal derecho. Eso explicaría el porqué yo no
destacaba a pesar de mi supercapacidad y cuando se lo conté a mis padres… Se
descubrió la verdad.
A mis
padres tal descubrimiento no les pareció una simple casualidad y por ello
comenzaron a investigar hasta que descubrieron que el pediatra y el del bigote
de la academia… ¡Estaban compinchados! Por lo visto eran cuñados y el uno le
enviaba clientes al otro con la tontería del nervio cerebral ese, con lo que se
llevaba una comisión por niño matriculado y ambos salían ganando. Pero por
supuesto el chollo se les acabó porque uno puede arriesgarse a hacer algo así
en una ciudad, pero en un pueblo… en un pueblo donde dos generaciones atrás
vivían en cuevas y libraban guerras tribales por el control de territorios era
un error. Y nunca se les volvió a ver. Pero yo por lo menos aprendí algo de
inglés.
¡Gudbai and
siyu on de next entreixon may friens!
Eeehh, yo ya he leído esto antes. ¿Es una prueba o algo así, o te estás plagiando a ti mismo?
ResponderEliminar¡Cierto!
EliminarYa escribí esta entrada hace algo mas de dos años, y no me acordaba. El repetirla ha sido debido a que la utilicé para un monólogo creyendo que era algo nuevo.
Creo que me estoy haciendo viejo... O que me fuerzo a escribir demasiado...
En cualquier caso, enhorabuena por haberlo descubierto. Has ganado un gallipunto que podrá ser cajeado en el futuro por premios y otras cosas.
PD: Lo peor de todo es que la entrada de hace dos años estaba mejor escrita que esta.
Si te sirve de consuelo yo también reciclo aventuras escritas hace años para jugarlas con distintos grupo, reciclar material no es malo. Y bueno, respecto a la postdata, no creas; el primer párrafo está muy bien y me he reído mucho con él. El gallipunto lo guardo, ya le encontraré utilidad.
EliminarEl final es diferente¿ o yo también me estoy haciendo viejo? No me queda claro si no visteis al pediatra ni al profesor, porque huyeron o las masas enfurecidas les hicieron desaparecer... ¿o es un secreto que nunca te han contado?
ResponderEliminarEso con la juventud de ahora no iría mal, una hostia a tiempo siempre va bien.
ResponderEliminarMe cuerdo de otra cosa que hacias dando vueltas hasta marearte, desde luego que siempre has hecho cosas muy raras, era la gracia jaja.