Vivían en un piso discreto en el centro. Era una vivienda humilde pero suficiente como para albergar a tres personas con comodidad. Hassan era el dueño, ya que era el único con ingresos. Tenía uno de esos locales de “Compro oro” y no le iba del todo mal. De hecho, un observador mínimamente constante descubriría que vendía mucho más oro del que compraba, como si debajo de esa tienda de apenas treinta metros cuadrados hubiera una verdadera mina. Pero nadie se metía con sus negocios ya que Hassan tampoco parecía preocupado por los de los demás, ni por aparentar, ni por destacar. Era solo un inmigrante del sur que subsistía con el negocio del oro y que compartía su humilde piso con dos amigos.
Cheng apenas salía. Tenía ese nosequé que hacía que le cayera mal a todo el mundo. No era nada alarmante, pero sí un problema a la hora de encontrar trabajo. Pasaba casi todo su tiempo meditando y practicando artes marciales, su pasión. Se sentía orgulloso de ser el único experto en un arte según él milenario y del que ya nadie conocía sus secretos.
El tercero era Sam, el africano. No era su nombre real, ya que éste lo adoptó durante la etapa en la que estuvo en Estados Unidos trabajando en el cine para adultos. Tuvo una época buena en la que protagonizó algunas películas que se convirtieron en clásicos y le dieron unos cuantiosos ingresos, pero al final las cosas terminaron y decidió mudarse con Hassan y Cheng, a quienes conocía desde hacía mucho, mucho tiempo. Seguía rodando ocasionalmente, pero no era una fuente de ingresos fija, por lo que no podría decirse que trabajara.
En estos momentos Hassan y Cheng estaban viendo la tele en el salón mientras Sam se duchaba. El sonido del agua cesó y tras unos segundos se comenzó a oír repiquetear húmedo, como si alguien golpeara a otro alguien con un pez recién sacado del río. Ambos supieron qué era ese sonido. Era el descomunal pene de Sam rebotando en sus piernas al caminar; una visión perturbadora a la que sus dos compañeros no lograban acostumbrarse. La naturalidad con la que Sam lo exhibía, como una tercera pierna en su cuerpo alto, fibrado y de piel tan negra como la noche, creaba una extraña sensación de inferioridad, como si Sam fuera el cénit de la evolución y todos los demás, intentos fallidos de seres humanos. Cheng y Hassan miraron la televisión con mucha más intensidad mientras Sam caminaba desde el baño hasta su habitación, tal como dios le trajo al mundo. No se dijeron nada pero Hassan miró su reloj y se levantó; era hora de abrir la tienda. Cheng le siguió.
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