Los
centros comerciales son el infierno. No hay más que decir. Bueno sí; que si vas
con niños, el horror indescriptible se multiplica por mil y llega un momento en
el que desearías haber nacido muerto a haber vivido una vida plena con un final
en un lugar como ése. Es por ello que los dueños de esos centros se han puesto
de acuerdo y han decidido habilitar zonas de ocio, generalmente a precios
prohibitivos, para evitar que padres y madres (pero sobretodo padres) acaben
enloqueciendo y destrozando todo a su paso en un arrebato de furia irracional
autodestructiva.
Y allí
estaba yo el sábado por la tarde. Mi mujer comprando ropa y yo vagando junto a
mi Nº1 por interminables galerías salpicadas de cochecitos que valen 1€ si
quieres que se muevan, peluches-moto de 5€ el minuto y como no, la zona de ocio
llena de lucecitas y sonidos que atraían a los niños como cantos de sirena
dispuestas a vaciar los bolsillos de los padres que ya no podían más. Pero yo
no soy un padre normal; yo soy más alto que la media, tengo más pelo que la
mayoría y mi celevro es capaz de procesar la información 0.75 veces más rápido
que la mayoría de roedores que habitan la tierra. Es por ello que llevé a mi
hija a la única zona de diversión gratuita de los centros comerciales: Las
escaleras mecánicas.
Por si no sabíais cómo son unas escaleras de esas |
La cosa
funciona del siguiente modo: Unas escaleras que suben, otras que bajan y el
padre, en ese caso yo, sentado en un banco cercano con la cara hundida entre
las manos mientras la niña, en este caso mi Nº1 se divertía a sus anchas
subiendo y bajando. Parecía un plan perfecto pero no. Y es que mi pequeña
parece haber heredado la agilidad felina de su padre y no tardó en tropezar con
sus propios pies y caer rodando por la escalera que ascendía, de modo que su
caída se convirtió en algo interminable mientras las escaleras la empujaban
hacia arriba y ella rodaba hacia abajo. El resultado: Larguísimos minutos de
caída descontrolada rematada por llantos,
rodillas y codos pelados, mocos, babas… Y al final tuve que acceder a sus
deseos y llevarla a la todavía desconocida para mí, y por lo tanto temida, Zona
de Ocio.
Allí
dentro había de todo: Videojuegos, karts (unos cochecitos ridículamente
pequeños y lentos), piscinas de bolas con sus toboganes y sus cuerdas para que
los críos pudieran sentirse como los simios de los que nunca debimos haber
degenerado (evolución me parece una palabra muy poco adecuada para esto que nos
ha pasado) y otras cosas que no alcanzo a describir. La zona de los simios le
pareció lo más adecuado a Nº1 y fui a preguntar el precio a una de las
monitoras. “3€ media hora, 5€ una hora” me dijo y yo pensé “Solo se vive una
vez” y le di 3€; ella me preguntó si le daba el teléfono por si se terminaba el
tiempo poder avisarme pero preferí esperar allí mismo, ya que no me gusta dar
el teléfono a muchachas jóvenes que luego me acosan sexualmente por wasap. Y
fui hacia las sillas de esperar.
Había
dos sillas. La primera, y más cercana a la jaula de los simios, estaba normal,
pero la de al lado tenía como un aura gris sobre ella; no estaba sucia ni
parecía distinta a la otra, pero era como si una neblina densa reposara sobre
ella, así que me senté en la normal. Los minutos pasaban lentamente. Miraba el
móvil, miraba a los simios, miraba el suelo y el móvil otra vez… Hasta que
reparé en algo: El culo de las monitoras. Tres de las cuatro chicas estaban
apoyadas en el mostrador, de espaldas a mí, con sus traseros moviéndose de un
lado a otro, rítmicamente mientras hablaban de sus cosas de chicas jóvenes y
felices. Era hipnótico. “Tres euros por tres culos”, pensé, “¿Casualidad?”. Y
así, con esas ideas, reparé en que de vez en cuando alguna de ellas se giraba
hacia donde estaba yo pero parecía no verme. La cosa me parecía rara. Tenían a
un tío a escasos cuatro metros de sus culos y no parecía importarles en
absoluto. ¿Por qué? La respuesta llegó a mí como un piano cayendo desde un
séptimo. Yo era un padre y ellas las monitoras de mi hija; pertenecíamos a
mundos distintos en dimensiones paralelas en universos regidos por distintas
leyes físicas. No me veían porque aunque mi cometido como padre era relevante
para ellas, mi masculinidad estaba anulada completamente. La idea me trastornó.
Miré mis manos y me di cuenta de que estaban ligeramente borrosas y cada vez
que una de ellas se giraba y miraba hacia atrás sin verme, me volvía más y más
transparente y gris. Y entonces caí en la cuenta. Miré a la silla de al lado y
descubrí que esa neblina extraña era otro padre, casi desvanecido por el tiempo
de espera y la ignorancia de las chicas. Intenté hablar con él, pero se limitó
a mirarme y enseñarme su casi imperceptible mano izquierda con los dedos
estirados, indicándome que había pagado los cinco euros de la hora completa. Me
estremecí. Pero por suerte todo terminó.
Por si no sabíais cómo lucen tres culos juntos. |
La
chica del mostrador pronunció mi nombre y eso causó que mi cuerpo volviese a
ser sólido. Me levanté y fui a por la niña que protestaba al ponerse los
zapatos diciendo que quería “otra vez” mientras yo solo pensaba en subir al
coche y poner tierra de por medio hasta la próxima vez. Pasamos por el lado del
otro padre, ya apenas jirones de niebla imperceptibles y salimos de allí.
Buscando la luz del Sol. Buscando el aire puro de la ciudad.
¡Espectacular como siempre! Me ha encantado...
ResponderEliminarGracias por tu comentario, amigo.
EliminarMuy bueno, estimado maestro.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me honras con tu presencia.
EliminarTremendamente cruel. La realidad plena. Yo pagué 5 €. No sé si las lágrimas que corren por mi mejilla son de risa o tristeza, al verme dibujado de forma tan real por alguien que no me conoce. Muy bueno.
ResponderEliminarEres un héroe. Nada más que decir.
EliminarBueno sí. Gracias por comentar.
Aunque no te lo creas, reviso todos los días por si hay una entrada nueva. Soy un yonqui del blog.
EliminarEmpiezas a asustarme, amigo.
EliminarPero gracias por comentar.