A lo
largo de nuestras vidas nos cruzamos con muchas personas… y personajes. Quede
claro que cuando digo “personaje” lo hago despectivamente al referirme a
alguien excéntrico hasta la incomodidad y tan cargado de manías e ideas
repetitivas que no merece la pena estar a su lado. Afortunadamente para
nosotros las personas normales, muchos de estos personajes, especialmente los
casos más extremos, acaban siendo absorbidos por la televisión (me refiero a
que se ganan la vida en apariciones televisivas, no a que la tele se los trague
como a Carolain) y eso nos da la opción de verlos desde la distancia, con
perspectiva y con la opción de apagar y ponernos a leer un libro (risas
enlatadas).
Y
precisamente hace unos pocos días, hablando con una persona conocida por mí
pero que como vosotros no conoceréis no me tomaré la molestia de nombrar,
estuvimos recordando a algunos de esos personajes que marcaron parte de nuestras
vidas. Que si Rapel (el obeso de las gafas al revés), que si aquél concursante
de gran hermano que tenía el nivel cultural de una ameba testácea (aplicable a
cualquiera de ellos de cualquier edición), la Ane Merdaint (la cual se largó
con la pasta de gran cantidad de pardillos que ahora parece que lo hayan
olvidado por pura vergüenza)… Y de entre ellos destacó la figura del Padre
Apeles. ¿Alguien se acuerda de él? Yo mucho; primero porque salía todo el rato
por la tele en una época en la que no habían smartphones ni internet; segundo
porque era coterráneo mío; y tercero… Porque viendo un programa ridículo que le
dieron junto a la Rociito… Toqué la primera teta.
Puede
sonar absurdo así explicado. “¿Y qué nos importa a nosotros?” estaréis pensando
así, en plural y al unísono; pero es que la cosa tiene su misterio. Han pasado
muchos años y sigo maravillándome al pensar qué llevó a dos adolescentes (macho
y hembra) a pasar una noche juntos viendo semejante bodrio del entretenimiento
y en qué punto ella decidió que esa mano que se deslizaba bajo su camiseta no
la molestaba. Y por ello tengo varias teorías:
1: El
programa era tan malo que cualquier otra cosa parecía mejor. ¿Por qué no?
Vivimos en una sociedad comparativa y por ello siempre tratamos de optimizar
aquello que tenemos, sean objetos, personas o momentos. Es por ello que ante
una perspectiva de noche soporífera e intelectualmente humillante, ella pensara
que “vale, me dejo hacer y por lo menos no pienso tanto en esta mierrr…”
2: El
programa era tan, tan, tan malo que la muchacha quedó narcotizada. Lo he
pensado mucho; puede que el visionado prolongado de esa cosa hubiese accionado
un interruptor autodefensivo en su selevro y quedara en un estado de
semiinconsciencia, con lo cual yo pude actuar y, aunque sería algo contrario a
mis principios, aprovechar la situación.
Y 3: El
programa daba absolutamente igual porque ella sabía lo que quería, yo sabía lo
que quería y el Padre Apeles también lo sabía. En este caso solo puedo
arrepentirme de no haber apagado la tele a tiempo, ya que a día de hoy, cada
vez que veo una teta, se me aparece el Apeles ese y no, no es agradable.
![]() |
Y he aquí... |
![]() |
...una pequeña muestra de... |
Y ya
está. Así termina esta reflexión de viernes por la tarde, que aunque no es ni
frío ni lluvioso, invita a pensar, recordar, y desear que todo esto pase
pronto.