Breve
introducción para ponernos en contexto
Pues
resulta que yo, cuando tengo que hacer la compra, intento hacerlo en el mercado
de toda la vida. Será porque soy de pueblo y me gusta lo antiguo y tradicional,
pero me siento más cómodo que moviéndome por grandes superficies y además, me
parece de mejor calidad todo. Pero incluso dentro del mercado tengo mis
preferencias, especialmente en lo que fruta y verdura se trata, ya que me gusta
ir a un puesto donde se nota que también son de pueblo. ¿Y cómo lo sé? Pues por
ciertas características sutiles que pasarían desapercibidas para los de ciudad,
tales como una mirada singular, un brillo especial en el cabello o una
mandíbula inferior ligeramente prominente. Pero voy al grano que me lío.
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Así me venden la fruta a mi |
Compro
la verdura en un puesto en el que aseguran que el cultivo es ecológico y sus
precios no abusivos ya que la mayor parte del género es auto producido. Y
además, debo reconocer, la hija del dueño tiene las mejores peras que haya
visto jamás (no penséis mal, también tiene buenos melones) y eso es algo que no
se puede tomar a la ligera. Pero ahora sí, paso a contar a lo que iba desde el
principio.
No está
muerto aquello que yace eternamente.
Llegué
a mi casa con la compra y la metí en la nevera. Todo normal. Pero con el
ajetreo del día a día no me di cuenta hasta el jueves (estamos teniendo en
cuenta que la compra la hago el sábado por la mañana) de que me había dejado un
brócoli olvidado en el fondo de una estantería. Dispuesto a enmendar mi error
lo saqué de su bolsa, lo preparé y
entonces me di cuenta de que había una babosa, tiesa como un palo, enganchada
en el tronco. Un pobre bicho que había pasado una semana casi a temperaturas
incompatibles con la vida y cuyo cadáver atestiguaba que estaba comprando
verdura más o menos ecológica.
Dejé el
tronco del brócoli en la encimera y me puse a preparar la cena. Y cuando ya
llevaba un buen rato allí, detecté un movimiento extraño con el rabillo del ojo
y al mirar, me di cuenta de que la babosa estaba moviendo sus antenitas.
¡Milagro! Exclamé. Y me apresuré a colocar el tronco cerca de una fuente de
calor, confirmando que efectivamente, el bicho había sobrevivido a casi una
semana de frío intenso. Así que, aprovechando que vivo en el campo, la saqué
fuera y la coloqué junto a unas hierbas al pie de un árbol para que pudiese
comenzar una nueva vida lejos de frigoríficos. Y así quedó la cosa. Yo cenando
y la babosa correteando por ahí.
Pero
cuando me acosté, una serie de ideas extrañas comenzaron a acudir a mi
somnolienta mente. ¿Y si ese brócoli venía de algún país lejano y el bicho ese
iba a crear un desajuste en el ecosistema? Peor aún… ¿Y si la babosa era hembra
y estaba repleta de huevos y su numerosa progenie iban a representar una plaga
catastrófica? Peor aún… ¿Y si la exposición prolongada al frío extremos había
provocado una alteración genética en el bicho y sus futuros hijos y más allá de
ser una plaga veraniega iban a ser capaces de sobrevivir a los duros inviernos
alicantinos? Peor aún… ¿Y si la babosa provenía en realidad del espacio
exterior y…? Y ya no pude más. Así no había forma de pegar ojo, por lo que me
levanté, salí a la calle otra vez y busqué a la babosa para colocarla en algún
lugar controlado, como una maceta en mi patio. Pero no estaba allí. Ni la
babosa ni el tronquito de brócoli. Ni siquiera el árbol. En su lugar había un
sendero de destrucción, árboles caídos y coches volcados algo más adelante.
Miré hacia el pueblo donde se oían sirenas de policía y bomberos y las llamas
iluminaban el cielo nocturno. Y volví a la cama con la extraña sensación de que
había empezado una nueva era para la humanidad.

El
innecesario epílogo.
Oculto
detrás de unos contenedores recupero mi ritmo normal de respiración. Parece que
no me siguen. Me asomo a la calle perpendicular a ésta y compruebo que no hay
ninguno a la vista, así que aferro mi hacha y salgo a la carrera. Pero un
sonido gorgoteante me hace frenar en seco. No sé de dónde han salido estos dos,
pero no me queda otra que luchar.
Acabo
con ellos con bastante facilidad; por suerte eran de los lentos, y abro la
puerta de la panadería. Detrás del mostrador el panadero me sonríe.
-¿Lo de
siempre?
-Sí. –Le
digo jadeante. –Una barra y dos croasanes. O como se escriba eso.
Y
mientras me prepara la bolsa me comenta.
-Más
mutantes de esos. ¿No?
-Sí.
Alguno de ellos.
-Como
pille yo al que dejó suelta a la babosa esa, le…
- Ya,
ya. –Le interrumpo. –Hay cada inconsciente por ahí… En fin. Hasta mañana.
-Eso si
hay mañana, jeje.
-Jejeje.
Reímos
los dos y fundido en negro.