Ya he
hablado con anterioridad en este blog de mi viejo amigo Alf, a cuya compañía y
amistad le debo cientos de aventuras de infancia. Éramos los típicos críos que
siempre van juntos y que flipan con todas las cosas que se encuentran en su
camino debido sin duda, a un bajo cociente intelectual que no hace más que
afianzar su afinidad. Pero la vida de Alf no fue fácil, ya que a una muy
temprana edad (no éramos ni adolescentes siquiera), tuvo que superar un trauma
que casi se le lleva por delante de no ser por la ayuda de un buen amigo: Yo. Y
ahí va la historia.
Alf y
yo volvíamos todos los días juntos a casa del cole, ya que vivíamos muy cerca
el uno del otro y ya se sabe que es mejor ir acompañado que solo y que todos
crean que eres raro porque en los pueblos, la gente está a la que salta. El
colegio estaba situado en lo alto de una colina cubierta por la bruma, sin duda
porque lo habían construido junto al cementerio y todos los cementerios que se
precien están en colinas brumosas, por lo que la vuelta a casa era un cómodo
paseo cuesta abajo en el cual no solía haber incidentes relevantes. Pero ese
fatídico día nuestras vidas (especialmente la de Alf) iban a tomar un giro
inesperado a causa de un incidente fortuito y revelador. Os pongo en situación.
Yo caminaba
por la acera mientras que Alf lo hacía por la calzada, aunque a escasa
distancia del bordillo mientras hablábamos de temas importantes como si Goku
ganaría el torneo mundial o cuál de las tortugas ninja era más capaz en el
combate desarmado. Todo marchaba sin incidentes hasta que sin previo aviso un
gordo en bicicleta embistió a Alf por detrás provocando una colisión de
proporciones épicas (al menos desde nuestro punto de vista). El caso es que el
gordo de la bicicleta tendría prisa y a la aceleración propia del pedaleo se le
sumaron su mayor masa y el incremento de velocidad propios del descenso cuesta
abajo, lo cual formó una ecuación letal (fuerza+ peso x aceleración/cociente
intelectual negativo) que hizo que mi amigo Alf se levantara literalmente por
los aires antes de desparramarse ambos por el suelo. La escena fue dantesca.
Dos niños estrellados y una bicicleta humeante con una rueda todavía girando.
Afortunadamente no estábamos solos en la calle y toda la gente corrió a
socorrer a los heridos pero con una extraña coincidencia: Todo el mundo fue a
ayudar al gordo. Y voy a entrar en detalle.
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Asi es como recuerdo yo el accidente. |
Por lo
visto el cerebro humano funciona con pautas comunes y una de ellas nos dice que
ante una situación que requiere auxilio, siempre se ayudará al más desfavorecido,
que en ese caso era el pobre niño con sobrepeso y mofletes rosados, aunque él
había sido claramente la causa del accidente. Estamos de acuerdo en que Alf
caminaba por debajo de la acera, pero sin duda nada de eso habría sucedido de
no ser por la velocidad descontrolada y la escasa pericia del otro al manillar.
De este modo, me encontré ante mi amigo abandonado en el suelo mientras que el
gordo se llevaba todos los cuidados posibles. Y debo reconocer que incluso yo, que
me sentía unido a Alf por un vínculo duradero, dudé tanto sobre a quién
auxiliar que ante la lucha interna de raciocinio vs instinto, corrí a ayudar a
la bicicleta. Afortunadamente para mí, cuando Alf se levantó por sus propios
medios y vio la escena, fue inmediatamente consciente de qué había sucedido. Y
tomó una decisión crucial en su vida. “Voy a ser gordo” me dijo nada más
remprender el camino a casa.
Desde
ese día Alf estaba siempre comiendo; que si un bollicao por aquí, que si un
bocadillo de chopped por allá, nunca paraba de engullir a la vez que dejaba de
lado las caminatas, las carreras y los paseos en bicicleta. Su decisión era tan
firme como comprensible: Se convertiría un gordo para ganarse así el afecto y
la compasión de un mundo que le había dejado de lado cuando más le necesitaba.
Desgraciadamente para él (o no) su metabolismo preadolescente trabajaba a un
ritmo endiablado y quemaba calorías a punta pala con solo parpadear, por lo que
su cometido le estaba costando mucho de conseguir. Continuamente me preguntaba
que si me había fijado en esa nueva lorza o en cómo le molestaba la papada para
mirar hacia abajo, pero en todo los casos me vi obligado a responderle que lo
estaba flipando todo, ya que estaba como siempre. Y así llegó el verano y nos
marchamos de vacaciones.
Mi familia
solía mandarme junto con mi prima a pasar un mes en un pueblecito en compañía
de nuestra tía (una tía común de mi prima y mía) en lo que venía a ser una
especie de campamento Austwitch de privaciones de comida y trabajo de sol a
sol, pero dejo los detalles para una entrada futura, mientras que Alf se quedó
en el pueblo atiborrándose a pastelería y embutidos. Cuando volví de mi cautiverio
yo había perdido bastante peso y pelo, mientras que Alf me recibió como
siempre. “¿Me ves más gordo?” Me preguntó con ilusión. Y aunque estaba igual
que hacía un mes, su aspecto saludable me dio algo de envidia y en comparación
conmigo, sí lo estaba, por lo que le respondí “Si. Se te ve más rechoncho” y se
puso muy contento.
Después
de eso su obsesión se vio aliviada, comenzó a llevar una vida normal y hasta
día de hoy, en el que Alf se ha convertido en un hombre y se ha puesto gordo de
verdad a pesar de practicar deporte y controlar su dieta. Si es que el
metabolismo le odia, sin duda alguna.