Las
variedades de piedra natural destinadas a la construcción y
decoración son
tantas como rincones hay en el mundo; desde
los blancos níveos de Thasos (Grecia) hasta los negros impolutos de
Markina (Euskadi), las tonalidades, texturas, densidades, antigüedad
y orígenes de cada tipo de piedra son tantos, que después de más
de diez años dedicándome a su transporte exclusivo, sigo
encontrando variedades que me sorprenden. Y no lo digo por decir. Yo
he llevado encima de mi
camión material procedente de todas partes del mundo (Brasil,
Estados unidos, Oriente medio, China, Rusia, Turquía, Macedonia…)
y cuyos destinos eran tan opulentos como el edificio Burj
Khalifa en Dubai (el de Misión Imposible 4), los parkings de los
vehículos de McLaren y hasta el material con el que se construyó el
trono de no sé qué rey del norte de África. Sus orígenes
geológicos son, en cambio, lo que más me apasiona. La gran mayoría
de piedras y mármoles se formaron hace millones de años cuando se
sometieron a presiones elevadísimas que comprimieron su materia
hasta convertirla en dura piedra: Barros, materia orgánica, calcio
proveniente de moluscos y crustáceos… Todo un mundo que explorar y
conocer, sin duda alguna.
¿Y a qué viene
todo este rollo? Pues a que hoy me he topado con un material hecho de
caracoles. Cientos de decenas de miles de pequeños caracoles
fusionados entre sí formando bancadas de cocina, aseos y marcos de
puertas, convertidos en puros objetos de adorno, exóticas piezas de
ornamentación de casas y balcones, plazas y lugares públicos para
deleite de cuantos se detengan a observar tal curiosidad. Y que en un
movimiento furtivo de una grúa, una de esas piezas (todavía en fase
de producción), se ha roto y un caracolillo ha caído rodando hasta
mis pies. Me he agachado, lo he recogido con cuidado y he examinado
esa pequeña pieza con detenimiento. Y me he venido abajo. Lo
reconozco. Será porque estoy sensible, porque las navidades me
resultaron especialmente desapacibles o porque miro hacia mi futuro y
no veo más que incertidumbre y pesar, pero me vine abajo.
Pensé en que ese
caracol estuvo vivo, tanto como yo ahora, pero con varios millones de
años de diferencia. Pensé en como sería el mundo que él (o ella o
ello porque seguramente sería hermafrodita, no como nosotros que
tenemos que buscar pareja y es un sufrimiento) conoció. ¿Qué
verían sus ojitos? ¿Qué aire respirarían sus pulmoncitos (si es
que tenía, que habría que verlo)? ¿Y qué pensaría, si pudiese
pensar, acerca de nuestro encuentro? Yo, una forma de vida que ni
siquiera estaba en proyecto cuando él vivió, sosteniéndole con una
mano enguantada y mirándole con asombro. ¿Y qué será de mi?
Cuando yo muera y mueran todos aquellos que me recuerdan y a su vez
mueran todos y cada uno de los seres que descienden de nosotros y el
mar nos engulla, la tierra nos sepulte y mil millones de años más
adelante alguien rescate mis restos, a saber por qué inescrutable
motivo… ¿Qué pensará? ¿Me dedicará el tiempo que he dedicado
al caracol? ¿Tratará de imaginar mi vida, mi mundo que es el mismo
pero tan distinto al suyo? ¿Sentirá curiosidad por quien fui y qué
hice tanto tiempo antes que él (o ella o ello porque como no sean
hermafroditas lo tienen crudo)?
Finalmente suelto al
caracol, lo dejo que siga rodando para continuar con su viaje eterno.
Lo observo desaparecer bajo los palés de la fábrica y pienso “sigue
rodando pequeño (o pequeña o pequeñe, porque vete tú a saber) y
no te detengas nunca pues quizás algún día compartiremos lugar en
una repisa, un banco de cocina o una escalera de los seres que sean
ricos en el futuro”, hasta que una voz estridente me saca de mis
ensoñaciones.
-¡Pero quieres
sacar el camión de aquí que molesta, atontao, que a la mínima te
quedas embobado mirando al suelo!
Y al levantar la
cabeza veo al del torito sin poder entrar en la nave, al de la grua
esperando, las pulidoras paradas, los discopuentes girando sin nada
que llevarse a sus diamantados dientes y toda la plantilla mirándome
con cara de odio. Todos detenidos, sin poder hacer nada, ni un
movimiento productivo, ni un gesto de ánimo trabajador que pueda
hacer que esta sociedad consumista siga adelante.
Y así pongo en
marcha mi vehículo y me marcho, no sin dejar escapar una lágrima
por ese caracol, y también por mi. Por mi yo fosilizado del futuro.
El efímero yo.
Muy deprimente, pero muy bien escrito y transmite mucho. Me ha gustado sobre todo lo de "sigue rodando".
ResponderEliminarAsí es la vida. Ni más ni menos.
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