Nunca
he sido una persona de fiar, lo reconozco. Nunca he sido ese amigo fiel que
sabe dar la cara por el otro y que siempre tiene un brazo firme que ofrecer.
Pero una vez hice algo que sigue avergonzándome a día de hoy.
Detalle del "ginjol" como lo llamamos en el pueblo. |
Éramos todavía chavales de esos que no tienen nada que hacer en los meses de verano y dábamos vueltas en bicicleta por el pueblo como monstruos errantes de una dungeon cualquiera. Solía ir con mi inseparable amigo Alf (he abreviado su nombre para garantizar su anonimato, no me refiero al famoso extraterrestre comedor de gatos) y esa tarde descubrimos algo interesante: En una casita adosada muy cerca de mi hogar había un hermoso azufaifo (Ziziphus ziziphus, buscadlo por ahí que no tengo ganas de explicaros qué es) cargado de sabrosos y maduros frutos. Nuestra primera reacción fue abalanzarnos sobre el arbusto para ponernos morados pero algo nos frenó; esa casita adosada con jardincito no era una casita adosada con jardincito cualquiera; era el hogar del “Tío Barbudo”. Y ahora si voy a explicar algo.
Aquellos
que hayáis nacido en pueblos pequeños sabréis que a veces, algunas personas
algo excéntricas en su aspecto o forma de vida son tachadas de “raras” por los
mayores, y son mitificadas hasta extremos monstruosos por los jóvenes y niños,
que ven en ellos a verdaderos monstruos de psique incomprensible y
comportamientos impredecibles. Y ahora es cuando yo, en un alarde de sobradez
de experiencia, voy a poner un ejemplo tan largo, que bien merecería una
entrada propia: Resulta que en el pueblo había una estación de servicio en la
que trabajaba un señor mayor de melena blanca. Era un hombre simpático y
agradable pero al ser el único señor mayor con melena blanca que existía, los
niños del pueblo lo habíamos convertido en un ser peligroso al que hay que
evitar. Un día, explorando los alrededores del pueblo con un amigo (Junior para
más señas) nos metimos por error en una finca muy mal señalizada propiedad de
unos gitanos. No digo que los gitanos en general sean malos, pero esos querían
matarnos o algo peor por habernos metido en su territorio y al cabo de dos
minutos ya estábamos corriendo con una camada de gitanillos zarrapastrosos
detrás. Creíamos que íbamos a morir hasta que de pronto nos metimos en otra
finca sin vallar por eso de atajar camino y nos topamos de cara con el de la
melena blanca. Ahora sí que íbamos a morir y bien. El hombre nos preguntó qué
hacíamos allí, le contamos nuestra desgraciada historia y nos dijo que no nos preocupáramos
de nada. El hombre de la melena blanca soltó entonces a una jauría de perros
gigantes que salieron a la caza del gitano. Estábamos tan acojonados por todos
lados que salimos pitando de allí sin ni siquiera darle las gracias mientras
oíamos ladridos humanos y gritos caninos detrás de nosotros. ¿Y qué he querido
decir con todo este rollo? Pues que se tiende a juzgar a la gente por su
aspecto, aunque éste no sea especialmente hostil. Y con esto, volvemos a la
historia principal.
Esto era una bici y no esas mierdas de 7.000 euros |
El Tío
Barbudo era un señor con barba (obviamente) que vivía solo y se relacionaba
poco. Lo tenía todo para ser un monstruo salido del infierno y por ello nos asustaba
un poco. Pero los azufaifos tenían muy buena pinta y de este modo trazamos un
plan: Mi amigo Alf se encaramaría al murete y recolectaría los frutos mientras
yo vigilaba que el Barbudo no apareciera por ningún lado. Y así fue. Alf apoyó
su bicicleta (una motoretta de esas amarillas tan de moda en los 80-90) y se
puso de pie en el sillín para alcanzar los frutos con facilidad. Y allí estaba,
tranquilo de saber que yo vigilaba sus espaldas hasta que la puerta se abrió y
apareció el barbudo. Decir que me asusté sería poco. La visión de ese hombre
corpulento, con esa barba larga y negra y su expresión dura me acojonó hasta
tal punto, que me subí en la bici y salí pitando de allí sin ser capaz de
articular ni un “Cuidado Alf”. Lo último que vi al girar la esquina fue a ambos
mirándose a los ojos. Lo di por muerto y me fui a mi casa a ver la tele. Al
poco llamaron al timbre. ¿Ese traidor me habría delatado? ¿Le habría dicho al
de la barba donde vivía para salvar su pellejo? Me asomé por la ventana
tímidamente y allí estaba Alf, sonriente y con la camiseta doblada haciendo
bolsa para medio kilo de azufaifos. Por lo visto el Tio Barbudo era un buen
hombre y le había dicho que cogiera los que quisiera, que él no daría abasto
para comérselos todos.
Ese día,
todos aprendimos una lección. Yo aprendí que no hay que fijarse en las
apariencias ni escuchar las habladurías de pueblerinos. Alf aprendió que nunca
debía confiar en un cobarde y rastrero amigo como yo.
Valiosa lección para Alf, si es que realmente la aprendió... Yo no estoy muy segura, si no, ¿a qué fue a tu casa? ¿a compartir los ginjoles o a darte una patada en el culo y hacértelos tragar de diez en diez?
ResponderEliminarCreo que Alf ese dia sufrió una conmoción tan fuerte que cambió el tono de su cara a un color rogizo del que nunca se pudo recuperar...
ResponderEliminarRecuedo este dia, si así fue todo, la verdad es que, creo que se me paro el corazon del susto, y también recuerdo muy bien como apoye la bici i me subi al sillin de mi motoreta 2 color amarillo, sin duda una gran azaña, pero esta solo fue una de muchas.
ResponderEliminarQue honor verte por este blog, viejo amigo.
ResponderEliminarPra que lo sepa todo el mundo, Alf era tan buen amigo que fué capaz de perdonar ese acto de cobardía y compartir el trofeo con alguien tan rastrtero y miserable como yo. Lo del tono rojizo de su piel... no sé si fué por esta o por alguna otra cosa que nos pasó.
Interesante que yo no pudiera tener acceso a toda esta información por los miles de kilómetros que nos separaban, y el hecho de no conocernos también, claro...
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