-¿Qué
haces aquí plantado, tan de noche como es, con el cuello tieso mirando hacia
arriba? –Me pregunta alguien con una dulce voz femenina.
-Miro
las estrellas. –Le respondo con mi sequedad y antipatía habitual.
-¿Y eso
por qué? –Me insiste, al parecer poco dispuesta a dejarme en paz.
-Al
mirar las estrellas... –Comienzo a responderle. –Soy capaz de comprender cuán
insignificante es nuestro planeta comparado con la inmensidad del universo. Y
ese atisbo de nimiedad me hace relativizar mis problemas y preocupaciones,
sumiéndome en un estado de serenidad totalmente necesario para afrontar los
desafíos de la vida.
Tal
discurso, cutre y cansino hay que reconocer, surte su efecto y después de unos
segundos de silencio, oigo sus pasos alejarse. Ahora podré seguir con mi
solitaria contemplación del cosmos. Pero me concedo un segundo para bajar la
cabeza y mirar a quien me estaba hablando y entonces la veo. Alejándose de mi
con su melena negra balanceándose sobre su espalda al compás inverso del
contoneo de sus caderas y ese trasero… Un culo imposible de reproducir incluso
por el más experto escultor de todos los tiempos; una obra maestra del ADN; una
casualidad genética de esas que solo se repiten una vez cada varios miles de
años… Y entonces me doy cuenta de que a pesar de que acaba de estar junto a mí,
me resulta tan inalcanzable como Casiopea, tan lejana como las Pléyades, tan
insondable como el interior de un agujero negro… Y justo antes de que
desaparezca en la oscuridad me siento capaz de relativizar el universo sobre mi
cabeza, agarrarlo con las manos, arrugarlo como una bola de papel y darle una
patada a todo para alejarlo de mi.
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