Un área
de descanso en una autovía cualquiera.
Se abre
la puerta del bar-restaurante y la luz del día entra en el lúgubre salón donde
dos docenas de curtidos camioneros miran la heroica silueta recortada en la
entrada.
Y
entro, sin dudar.
Mis
gafas de sol de espejo color fucsia llenan de destellos rosados el lugar y el
sonido de mis botas reforzadas con acero hace temblar el suelo, las paredes y
el techo. Las lámparas oscilan peligrosamente, pero yo avanzo decidido hacia la
barra.
A medio
camino me detengo y miro a mi alrededor. Cuatro docenas de ojos curtidos en
cientos de miles de kilómetros de carreteras me observan. Nadie se mueve. Todos
esperan una señal. Y se la doy.
Carraspeo
sonoramente concentrando todos los fluidos de mi cuerpo y escupo en el suelo
una mezcla de saliva, bilis, sangre, semen y cera de oídos. No ha sido fácil,
pero la combinación posee una acidez tan extrema que perfora el suelo ante mí,
cae a la bodega y de allí al sótano, luego hasta un alcantarillado en desuso y
de allí a la antiquísima cripta de la que nadie conoce su existencia. Nadie,
excepto aquél anciano que vive aislado en la colina y que todavía hoy se
estremece al recordar aquello que descubrió en aquél maldito lugar cuando
todavía era un joven ingenuo e intrépido.
Cuando
llego a la barra ésta se queda libre. Ahora saben quién manda en el lugar. La
camarera se acerca con la cabeza alta y clavo mi mirada en sus ojos; ella clava
los suyos en los míos y yo le redirecciono otra mirada perforante. Tras unos
instantes de acuchillamientos visuales gano el duelo y ella baja la mirada en
señal de sumisión. Una gota de sudor, fruto del esfuerzo, resbala por su sien y
por su cuello hasta colarse en su escote. Noto como sus pezones se endurecen
por mi presencia. Podría ser mía ahora, pero no es eso lo que he venido a
buscar.
-
Hazme un bocadillo, muñeca. De beicon.
Ella
asiente en silencio y se dirige a la cocina pero entonces, con un movimiento
más rápido de lo que cualquier ojo humano o animal podría percibir, la agarro
por el antebrazo y la acerco a mí.
-
Y que le quiten esas bolitas blancas, que están duras y no las puedo
masticar bien.
Desaparece
tras la puerta de la cocina y reaparece a los pocos segundos. Le tiemblan las
manos y su voz es una nota vibrante apenas discernible.
-
No… no nos queda beicon, señor. Pero… tenemos un jamón muy bueno.
-
No quiero jamón. – Le respondo con severidad. – Ponedme pechuga de
pavo, que lleva menos grasa.
-
¿Y para beber? Tenemos vino,
cerveza, wisky, absenta, aguarrás…
-
Un agüita. Sin gas. Que las burbujitas me pican en la boca.
Ella me
obedece y almuerzo tranquilamente. Cuando termino, me levanto y me dirijo a la
puerta entre las miradas atónitas de los otros clientes. La luz del Sol me
ciega al abrir la puerta y me cubro torpemente con el dorso de la mano mientras
me dirijo al camión. Me quedan todavía veinte minutos de descanso y la cabina
está a 80 grados centígrados. Por lo menos. Me quedo muy quieto para no generar
más calor y me miro en el retrovisor.
Soy lo más parecido a una pastilla de
avecrem que he visto en mi vida.
I no vas pagar? No pagaste la cuenta?
ResponderEliminarSi que la pagué, pero no me parecía relevante para el relato.
Eliminardiste buena propina, ¿verdad?
EliminarYo nunca doy propinas.
EliminarConsidero que estoy pagando un precio justo por las cosas que consumo.