jueves, 8 de enero de 2015

Cocer o enriquecer





Un área de descanso en una autovía cualquiera.
Se abre la puerta del bar-restaurante y la luz del día entra en el lúgubre salón donde dos docenas de curtidos camioneros miran la heroica silueta recortada en la entrada.
Y entro, sin dudar.

Mis gafas de sol de espejo color fucsia llenan de destellos rosados el lugar y el sonido de mis botas reforzadas con acero hace temblar el suelo, las paredes y el techo. Las lámparas oscilan peligrosamente, pero yo avanzo decidido hacia la barra.
A medio camino me detengo y miro a mi alrededor. Cuatro docenas de ojos curtidos en cientos de miles de kilómetros de carreteras me observan. Nadie se mueve. Todos esperan una señal. Y se la doy.

Carraspeo sonoramente concentrando todos los fluidos de mi cuerpo y escupo en el suelo una mezcla de saliva, bilis, sangre, semen y cera de oídos. No ha sido fácil, pero la combinación posee una acidez tan extrema que perfora el suelo ante mí, cae a la bodega y de allí al sótano, luego hasta un alcantarillado en desuso y de allí a la antiquísima cripta de la que nadie conoce su existencia. Nadie, excepto aquél anciano que vive aislado en la colina y que todavía hoy se estremece al recordar aquello que descubrió en aquél maldito lugar cuando todavía era un joven ingenuo e intrépido.

Cuando llego a la barra ésta se queda libre. Ahora saben quién manda en el lugar. La camarera se acerca con la cabeza alta y clavo mi mirada en sus ojos; ella clava los suyos en los míos y yo le redirecciono otra mirada perforante. Tras unos instantes de acuchillamientos visuales gano el duelo y ella baja la mirada en señal de sumisión. Una gota de sudor, fruto del esfuerzo, resbala por su sien y por su cuello hasta colarse en su escote. Noto como sus pezones se endurecen por mi presencia. Podría ser mía ahora, pero no es eso lo que he venido a buscar.

-          Hazme un bocadillo, muñeca. De beicon.

Ella asiente en silencio y se dirige a la cocina pero entonces, con un movimiento más rápido de lo que cualquier ojo humano o animal podría percibir, la agarro por el antebrazo y la acerco a mí.
-          Y que le quiten esas bolitas blancas, que están duras y no las puedo masticar bien.
Desaparece tras la puerta de la cocina y reaparece a los pocos segundos. Le tiemblan las manos y su voz es una nota vibrante apenas discernible.

-          No… no nos queda beicon, señor. Pero… tenemos un jamón muy bueno.

-          No quiero jamón. – Le respondo con severidad. – Ponedme pechuga de pavo, que lleva menos grasa.

-          ¿Y para beber? Tenemos vino,  cerveza, wisky, absenta, aguarrás…

-          Un agüita. Sin gas. Que las burbujitas me pican en la boca.

Ella me obedece y almuerzo tranquilamente. Cuando termino, me levanto y me dirijo a la puerta entre las miradas atónitas de los otros clientes. La luz del Sol me ciega al abrir la puerta y me cubro torpemente con el dorso de la mano mientras me dirijo al camión. Me quedan todavía veinte minutos de descanso y la cabina está a 80 grados centígrados. Por lo menos. Me quedo muy quieto para no generar más calor y me miro en el retrovisor. 
Soy lo más parecido a una pastilla de avecrem que he visto en mi vida.

4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Si que la pagué, pero no me parecía relevante para el relato.

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    2. diste buena propina, ¿verdad?

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    3. Yo nunca doy propinas.
      Considero que estoy pagando un precio justo por las cosas que consumo.

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