Aunque os cueste creerlo, yo no he sido siempre la persona risueña y
optimista que ahora conocéis. Hace ya algún tiempo en mi
adolescencia tardía era un chaval bastante introvertido, sombrío y
con cierta apatía hacia lo que viene a ser la vida misma. Recuerdo
que en esos tiempos miraba mucho las estrellas, me hacía preguntas
trascendentales y así entre tanto cosmos y metafísica comencé a
perder el contacto con la realidad terrenal y acabé pensando que la
vida en este mundo no tenía sentido alguno.
Fue entonces cuando
tomé la decisión de morir.
Pero
no me malinterpretéis pues yo no era el típico suicida en potencia
que quiere hincharse a pastillas o tirarse por un puente. Yo no
buscaba el suicidio ya que ninguna opción me parecía lo
suficientemente limpia. No quería que me encontraran en una bañera
llena de sangre, despanzurrado
contra el suelo, hecho pedazos en las vías
del tren o azul e hinchado enganchada en el cañizo de la orilla del
río. Yo quería morirme de forma natural, por orden directa de mi
consciencia soberana.
Lo
que hacía era acostarme en mi cama todas las noches, relajarme,
tomar consciencia de mi propio cuerpo y dar la orden desde el cerebro
para que todo se detuviera. Nada violento ni forzado, simplemente
buscaba la obediencia total de mi sistema orgánico y que parara
su marcha absurda de una vez. Pero como ya habréis deducido, no lo
logré.
Reconozco
que con el tiempo y la práctica logré cosas asombrosas como reducir
el ritmo cardíaco, la frecuencia de mi respiración y que quizás
llegué a alcanzar un estado casi místico entre el sueño y la
consciencia. Puede que
no fuera el primero del mundo en descubrir esa fase, pero sí que lo
logré solo y puede que en otro momento de mi vida hubiese explotado
esa actividad para usarla a mi favor y yo que sé, eliminar mi
estrés, lograr concentrarme para actividades futuras o convertirme
en una especie de líder de secta iluminado, pero no; yo quería
morirme y no lo
conseguí. Y eso me hizo pensar.
Me
di cuenta de que todo esto es una mentira. Nuestra consciencia no
tiene ningún control sobre el cuerpo más allá que la función
superficial de mover algunos músculos y tomar decisiones
habitualmente irrelevantes. Me di cuenta de
que los seres humanos no somos más que un puñado de células que se
han agrupado para sobrevivir y no les importa el dictado de la
voluntad de ese ser que conforman. “¿Morirme yo? Porque tú lo
digas, colega”. Me di cuenta, por tercera vez ya, de que estamos
atrapados en esta cárcel de carne, que se va estropeando lentamente
(es lo que le pasa a la carne fuera de la nevera) y que a su vez
estamos cautivos en este punto insignificante del universo y del
tiempo, con una capacidad de maniobra mínima y por lo tanto ninguna
posibilidad de llegar a ninguna parte. Somos zulos de nuestras
consciencias, seres obligados a repetir una y otra vez actividades
como comer, dormir o hacer caca para seguir vivos, por mucho que nos
pese no ser capaces de llegar
a otra parte.
Y
no os creáis… Así nos va y no me extraña.
Sí que eres risueño y optimista sí. Deme cuarto y mitad de ganas de morir.
ResponderEliminarEs lo que hay.
EliminarGracias por comentar.
pues yo de adolescente cuando me metía en la cama y me relajaba... Si hubiera dirigido toda esa energía cinética daría para más de un viaje a la luna. El relajarme como adolescente... era peligroso.
ResponderEliminarY esta reflexión es la alegre... habrá que ver como sería la triste.
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