En un momento toda la gente allí presente habían formado un
corrillo a nuestro alrededor, dejándonos un espacio circular de unos
cuatro metros de diámetro para la pelea. Mi primera pelea, por
cierto.
Yo soy una persona
pacífica, quizás demasiado. Ya en el cole me llevé más de un
golpe por mi actitud pasiva ante cualquier atisbo de problemas y eso
con los años degeneró en una cobardía congénita que me hizo
eludir los problemas de formas en algunas ocasiones, vergonzosas. Por
supuesto nunca me han faltado excusas y siempre he adornado mis
rastreras huidas con frases como “dos no se pelean si uno no
quiere” o “la violencia engendra violencia”, sacadas de pelis
de chinos cobardes la mayoría. Pero en esos momentos no tenía otra
opción que luchar. Me habían presionado y acorralado y no tenía
escapatoria, por no hablar del público que observaba en silencio
como en las pelis americanas de pandilleros. Menudo papelón. Pero
volvamos al principio.
Un corrillo de
gente, decía, en silencio, expectantes, y en medio del corrillo yo,
con la guardia baja y mi rival, puño en ristre gritándome “¡Que
te doy con la izquierda! ¡Que te doy con la izquierda!”. Y es que
su amenaza tenía un sentido porque se trataba de un señor de
noventa y dos años con la mitad derecha de su cuerpo paralizada por
un ictus.
Os voy a ahorrar
explicaciones de como llegué a esa situación. La vida a veces da
muchas vueltas y terminas en el lugar equivocado con las personas
equivocadas. Lo que sí tenía claro era el dilema con el que me
enfrentaba. Ese señor además de frágil estaba muy enfermo.
Mantenía un puño en alto pero su otro brazo colgaba sin vida en su
costado, al igual que la pierna derecha que apenas le sostenía y
utilizaba para pivotar como un compás. Pero lo más terrible era su
rostro, con ese ojo de mirada perdida, ese labio caído… Y esa voz
rota y profunda que gritaba “¡Que te doy con la izquierda!” con
un tono que hacía presagiar que cumpliría su amenaza. Y mi dilema,
que casi me olvido. ¿Qué debía hacer yo en ese momento? Tomar la
iniciativa y zurrar a ese pobre anciano aprovechando mi superioridad
física sería un abuso que seguro me dejaría en un mal lugar en la
sociedad… Pero dejarme pegar por un viejo paralizado supondría una
vergüenza que debería llevar sobre mis hombros durante el resto de
mi vida. Por suerte soy una persona con una inteligencia superior y
una velocidad de análisis envidiable por lo que pensé un plan
maestro en cuestión de segundos. Ahí va.
El plan maestro en
cuestión de segundos.
No podía empezar la
pelea, eso estaba claro. Darle un puñetazo, ponerle la zancadilla o
simplemente darle un empujón para que perdiera el equilibrio y luego
pisarle la cabeza habría sido un exceso de fuerzas, una injusticia y
por ende, una mancha en mi reputación de tipo pacífico y
diplomático para siempre. Dejarme zurrar tampoco me parecía bien,
así que busqué un punto medio. Fingiría un ataque, lo que viene a
llamarse una finta de toda la vida, resistiría ese izquierdazo que
llevaba rato anunciando el viejo y luego devolvería el golpe con
elegancia. Un único golpe en el mentón, directo, limpio,
definitivo. Defensa propia, te he pegado porque me has pegado, tú te
lo has buscado, es que no has aprendido nada con noventa años por
estos mundos… La gente lo entendería, seguramente no me alabarían
ni me sacarían del ring a hombros, pero sin duda no condenarían mi
acción y eso era suficiente. Volvamos a la pelea.
Subí la guardia,
juego de piernas y moví ligeramente un hombro, algo que el anciando
percibió como el inicio de un ataque y me golpeó. Su puño arrugado
y descolorido cruzó el aire a una velocidad nada desdeñable y se
estrelló contra mi pómulo, emitiendo un “crack” que os aseguro
que no fue de mi cara. La mano se le dobló de una forma rara y
seguramente se le rompería algún dedo, pero lo importante es que yo
no noté nada. Sus viejos huesos o cartílagos habían absorbido toda
la inercia por mi. La gente allí presente emitió un leve “Oooohhh”
al ver la pasividad con la que había recibido ese golpe directo a la
cara y supongo que durante años hablarían de la gesta de ese tipo
que tenía la cara tan dura como el acero, aunque no fuera así. Pero
no nos perdamos con fantasías que llega mi turno.
Mi turno.
La cosa ya estaba
decidida. Había recibido un golpe y eso me autorizaba a contraatacar
si cargas morales posibles. Preparé un puñetazo ante la sorprendida
mirada del viejo y se lo estrellé en la cara. Esta vez sonó una
especie de “chaf” ya que le di en el lado derecho, el malo, y su
rostro blando e insensible recibió el golpe con total indiferencia.
El viejo apenas se inmutó y la gente allí reunida soltaron un
sonoro “Ooohhh” al ver como ese anciano había resistido el golpe
de un joven vigoroso como yo.
No si al final el
héroe de acero acabaría siendo él y yo me quedaría en el cutre
ese que no podía ganar a un viejo que le triplicaba en edad. Esperé
un segundo golpe que tampoco me dolió y le solté otro… En el
mismo lado y con idénticos resultados. A esos golpes les siguieron
otros. Yo era inmune a los suyos y él se cuidaba de dejarme a la
vista su lado invencible, pivotando hábilmente con su pierna mala.
Los golpes se sucedían sin cesar, el público nos observaba
expectante, la pelea parecía que iba a seguir hasta el fin de los
tiempos… pero entonces llegó el enfermero jefe de planta y se puso
en medio. “¿Qué está pasando aquí?” dijo claramente enfadado.
Entonces todos los demás enfermos deshicieron el corrillo y se
marcharon como si nada, el anciano fue llevado de nuevo a su
habitación y yo me quedé solo, sin saber si mi orgullo estaba
herido o solo magullado, sin saber si había actuado bien o si me
había equivocado, sin saber si eso realmente había sido mi primera
pelea o solo un entretenimiento común en ese hospital de locos en el
que estaba confinado.
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