Poco duró la paz en el mundo. A duras penas la
humanidad se había recuperado del susto de la última pandemia, y
las cosas volvieron a empeorar. Esta vez de verdad. Y no es que yo
sea una persona especialmente sociable como para ponerme a empatizar
y a preocuparme por gentes
que no me atañen, pero cuando las patatas al jamón comenzaron a
escasear en mi despensa y me vi forzado a salir a comprar más, me di
cuenta de que la cosa estaba fea. Fea de cojones. Fea, fea, de
cojones cojones.
En los apenas
cincuenta metros que separan mi casa de la tiendecita de comestibles
variopintos me topé con al menos media docena de cuerpos inertes,
muertos a picotazos y algunos de ellos aferrando todavía entre sus
dedos restos de plumas blancas, testigos de la fútil lucha que
habían librado contra sus terribles atacantes. Las gallinas. Pero no
penséis en gallinas de esas simples, de las que miran sin emoción
alguna y salen medio volando cuando te ven aparecer. No, que va.
Estas nuevas gallinas tenían los ojos inyectados en maldad y odio
hacia la raza humana. Habían salido de sus nidos y corrales para
acabar con la especie que las había subyugado durante milenios
dispuestas a cobrarse venganza a base de pico y espolón para dejarlo
todo repleto de cadáveres y caca. Mucha caca. Porque el odio y la
venganza no va para nada relacionado con el control de esfínteres.
Llegué a la tienda
y llamé a la barricada tras la cual estaba la tendera armada con una
escopeta de perdigones y varias granadas de granos de maíz
envenenados. No era la primera vez que la veía así de pertrechada
si recordáis otras entradas de este blog, como cuando el ataque de
los gusanos gigantes zombificadores o las hordas de buscadores de
mascarillas quirúrgicas, solo que esta vez el portal estaba lleno de
plumas y dentro olía a caldo.
-Buenos días
cliente irregular. ¿Qué desea? -Me dijo ella con amabilidad.
-Pues un par de
bolsas de patatas al jamón, agua y papel de vater, por favor.
-Uy, uy uy…
-respondió ella enigmáticamente. -No va a haber problema con el
agua y el papel, pero las patatas…
-¿Qué pasa con las
patatas?
-¿No has visto las
noticias? Un comando secreto de gallinas se colaron en las
instalaciones de Matutano tras enterarse que tenían acuerdos
comerciales con la recién destruida Campofrío y arrasaron con todo.
Nadie sobrevivió al ataque.
-¿Todos muertos?
-Sí.
-¿Me estás
diciendo que mis papilas gustativas ya no volverán a deleitarse
jamás con el sabor del glutamato modificado para parecerse muy
ligeramente al jamón?
-Así es. Lo siento.
Y entonces adopté
la dramática pose de caer al suelo de rodillas y gritar “no” muy
fuerte y durante mucho rato con ambos brazos extendidos y la cabeza
mirando al cielo.
No quería llegar a
este punto, la verdad, pero esas gallinas habían llegado demasiado
lejos. Podía soportar los cadáveres en las calles, el olor a caca y
la falta de carteros, pero dejarme sin glutamato ya era demasiado.
Además, yo sabía quién estaba detrás de todo aquello. Había
llegado la hora de contraatacar.
Me dirigí raudo a
la calle donde mi tía había tenido un corral treinta años atrás
(podéis saber más acerca de los hechos que allí acontecieron
leyendo esta entrada) y comprobé que el corral ya no existía y en
su lugar habían construido un edificio de siete plantas en cuyo
ático podía verse una cálida y agradable luz. Llamé al
telefonillo y me abrieron cuando dije que era el pizzero y que
llevaba una de maíz con piña. El ascensor no funcionaba, así que
subí por la escaleras, completamente a oscuras, hasta llegar al
rellano del último piso que sí estaba iluminado y en cuya puerta
habían dos gallinas armadas con tenedores jugando al parchís. Mal
juego para solo dos jugadores. Mal juego para cualquier número de
jugadores, la verdad, porque es una mierda. Me acerqué a ellas
sibilinamente, agarré a la primera por el pescuezo y le estampé la
frente contra el tablero. Todas las fichitas y dados saltaron por los
aires como a cámara lenta y aproveché el efecto para lanzarme
contra la segunda y empujarla hasta el hueco de la escalera por donde
cayó. Observé su caída pero cuando estaba a pocos metros del suelo
comenzó a agitar las alas y logró sobrevivir, aunque estaría lo
bastante desmoralizada como para no volver a subir. La puerta estaba
bloqueada con una palabra clave aparentemente indescifrable, así que
pensé durante unos segundos y tecleé “caponata” y se abrió con
un pitido.
Llegué a la sala
principal donde había una alfombra grande y bastante fea pues estaba
hecha con piel humana, tapices que representaban escenas heroicas de
gallinas derrotando a seres mitológicos y carteles de películas a
cuyos protagonistas les habían cambiado la cara por la de una
gallina o gallo, según procediera. Al fondo un sillón de esos
giratorios cuyo ocupante contemplaba una chimenea encendida. Debo
decir que hacía un calor considerable, pero supongo que el efecto
dramático lo merecía.
-He venido a por ti,
gallina primordial. -dije.
El sillón giró,
que por algo era giratorio, y me encontré ante una gallina
repanchigada con las patas cruzadas que me aplaudía muy lentamente
con sus alas.
-Nos volvemos a ver,
humano -dijo ella con algo de acento, la verdad.
-Me diste pena en su
día y traté de ayudarte. Si llego a saber que te convertirías en
una psicópata, quizás me lo hubiera pensado dos veces.
-¿Solo quizás?
-Bueno, casi seguro.
Ya sabes que me gustan estas cosas de caos y destrucción. Pero en
cualquier caso, yo te creé y es mi deber destruirte.
-Ya no soy la misma
gallina a la que le ponías pienso cuando eras niño.
-Ni yo soy ese niño.
Ahora peso el doble, me duele un montón la espalda y no veo un pijo.
-Entonces está
claro que debemos enfrentarnos en un largo y dramático combate
final.
-Que así sea -le
dije quitándome la camiseta y poniéndome otra de esas de dormir
para no estropear la de calle.
Y
así comenzó un combate de épicas proporciones en las que patadas y
puñetazos se alternaban con picotazos y golpes de ala. Por cada
bofetada que se llevaba la gallina yo recibía otro golpe de similar
valor y lentamente ambos nos íbamos quedando agotados y sin recursos
bélicos. Pero al final pareció que el delicado equilibrio comenzaba
a romperse a favor de la gallina que seguramente habría llevado una
vida menos sedentaria que yo y estaba en buena forma a pesar de haber
superado ya de mucho su esperanza de vida. Cansado y magullado, mi
vista comenzó a nublarse y me di cuenta de que había llegado la
hora de usar mi último recurso, ese que quería guardar para el
final (de ahí el nombre de último recurso) y que ahora me veía
obligado a gastar. Tirado en el suelo metí una mano en mi bolsillo
mientras la gallina avanzaba confiada para darme el golpe final. En
el último instante saqué
un pequeño objeto cúbico y lo arrojé a sus pies.
La
gallina se quedó en silencio observando la pastilla de avecrem y se
puso completamente pálida.
-Ma…
¿Mamá? -dijo dando un paso atrás.
-Gallina
vieja da buen caldo -le respondí yo colocándome estratégicamente
frente a la ventana.
-¡Morirás
por esto humano! -me gritó como si no tuviera intenciones de matarme
ya de antes y saltó hacia mi como un proyectil emplumado. Solo tuve
que echarme a un lado en el momento justo y el ave atravesó el
cristal y cayó ocho pisos sin fuerzas para volar, quedando aplastada
en la acera.
Cuando
salí había varios coches de policía acordonando la zona mientras
el forense certificaba la muerte del pájaro. Arrestaron a las
gallinas que quedaban y a mi me dieron un café y me pusieron una
manta encima de los hombros mientras esperaba a que me tomaran
declaración. Después me dieron las gracias y me dejaron marchar
sin más. No esperaba grandes reconocimientos la verdad, pero en
cualquier caso eso era mejor que ser negro, en cuyo caso quizás
me habrían matado sin
preguntarme nada.
las gallinas son un gran peligro, lo sabe bien Matin McFly
ResponderEliminarDesconozco la anécdota a la que te refieres.
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