domingo, 7 de junio de 2020

De gallinas y hombres parte 3: APOCALIPSIS

 


Poco duró la paz en el mundo. A duras penas la humanidad se había recuperado del susto de la última pandemia, y las cosas volvieron a empeorar. Esta vez de verdad. Y no es que yo sea una persona especialmente sociable como para ponerme a empatizar y a preocuparme por gentes que no me atañen, pero cuando las patatas al jamón comenzaron a escasear en mi despensa y me vi forzado a salir a comprar más, me di cuenta de que la cosa estaba fea. Fea de cojones. Fea, fea, de cojones cojones.

En los apenas cincuenta metros que separan mi casa de la tiendecita de comestibles variopintos me topé con al menos media docena de cuerpos inertes, muertos a picotazos y algunos de ellos aferrando todavía entre sus dedos restos de plumas blancas, testigos de la fútil lucha que habían librado contra sus terribles atacantes. Las gallinas. Pero no penséis en gallinas de esas simples, de las que miran sin emoción alguna y salen medio volando cuando te ven aparecer. No, que va. Estas nuevas gallinas tenían los ojos inyectados en maldad y odio hacia la raza humana. Habían salido de sus nidos y corrales para acabar con la especie que las había subyugado durante milenios dispuestas a cobrarse venganza a base de pico y espolón para dejarlo todo repleto de cadáveres y caca. Mucha caca. Porque el odio y la venganza no va para nada relacionado con el control de esfínteres.

Llegué a la tienda y llamé a la barricada tras la cual estaba la tendera armada con una escopeta de perdigones y varias granadas de granos de maíz envenenados. No era la primera vez que la veía así de pertrechada si recordáis otras entradas de este blog, como cuando el ataque de los gusanos gigantes zombificadores o las hordas de buscadores de mascarillas quirúrgicas, solo que esta vez el portal estaba lleno de plumas y dentro olía a caldo.
-Buenos días cliente irregular. ¿Qué desea? -Me dijo ella con amabilidad.
-Pues un par de bolsas de patatas al jamón, agua y papel de vater, por favor.
-Uy, uy uy… -respondió ella enigmáticamente. -No va a haber problema con el agua y el papel, pero las patatas…
-¿Qué pasa con las patatas?
-¿No has visto las noticias? Un comando secreto de gallinas se colaron en las instalaciones de Matutano tras enterarse que tenían acuerdos comerciales con la recién destruida Campofrío y arrasaron con todo. Nadie sobrevivió al ataque.
-¿Todos muertos?
-Sí.
-¿Me estás diciendo que mis papilas gustativas ya no volverán a deleitarse jamás con el sabor del glutamato modificado para parecerse muy ligeramente al jamón?
-Así es. Lo siento.
Y entonces adopté la dramática pose de caer al suelo de rodillas y gritar “no” muy fuerte y durante mucho rato con ambos brazos extendidos y la cabeza mirando al cielo.

No quería llegar a este punto, la verdad, pero esas gallinas habían llegado demasiado lejos. Podía soportar los cadáveres en las calles, el olor a caca y la falta de carteros, pero dejarme sin glutamato ya era demasiado. Además, yo sabía quién estaba detrás de todo aquello. Había llegado la hora de contraatacar.

Me dirigí raudo a la calle donde mi tía había tenido un corral treinta años atrás (podéis saber más acerca de los hechos que allí acontecieron leyendo esta entrada) y comprobé que el corral ya no existía y en su lugar habían construido un edificio de siete plantas en cuyo ático podía verse una cálida y agradable luz. Llamé al telefonillo y me abrieron cuando dije que era el pizzero y que llevaba una de maíz con piña. El ascensor no funcionaba, así que subí por la escaleras, completamente a oscuras, hasta llegar al rellano del último piso que sí estaba iluminado y en cuya puerta habían dos gallinas armadas con tenedores jugando al parchís. Mal juego para solo dos jugadores. Mal juego para cualquier número de jugadores, la verdad, porque es una mierda. Me acerqué a ellas sibilinamente, agarré a la primera por el pescuezo y le estampé la frente contra el tablero. Todas las fichitas y dados saltaron por los aires como a cámara lenta y aproveché el efecto para lanzarme contra la segunda y empujarla hasta el hueco de la escalera por donde cayó. Observé su caída pero cuando estaba a pocos metros del suelo comenzó a agitar las alas y logró sobrevivir, aunque estaría lo bastante desmoralizada como para no volver a subir. La puerta estaba bloqueada con una palabra clave aparentemente indescifrable, así que pensé durante unos segundos y tecleé “caponata” y se abrió con un pitido.

Llegué a la sala principal donde había una alfombra grande y bastante fea pues estaba hecha con piel humana, tapices que representaban escenas heroicas de gallinas derrotando a seres mitológicos y carteles de películas a cuyos protagonistas les habían cambiado la cara por la de una gallina o gallo, según procediera. Al fondo un sillón de esos giratorios cuyo ocupante contemplaba una chimenea encendida. Debo decir que hacía un calor considerable, pero supongo que el efecto dramático lo merecía.

-He venido a por ti, gallina primordial. -dije.

El sillón giró, que por algo era giratorio, y me encontré ante una gallina repanchigada con las patas cruzadas que me aplaudía muy lentamente con sus alas.
-Nos volvemos a ver, humano -dijo ella con algo de acento, la verdad.
-Me diste pena en su día y traté de ayudarte. Si llego a saber que te convertirías en una psicópata, quizás me lo hubiera pensado dos veces.
-¿Solo quizás?
-Bueno, casi seguro. Ya sabes que me gustan estas cosas de caos y destrucción. Pero en cualquier caso, yo te creé y es mi deber destruirte.
-Ya no soy la misma gallina a la que le ponías pienso cuando eras niño.
-Ni yo soy ese niño. Ahora peso el doble, me duele un montón la espalda y no veo un pijo.
-Entonces está claro que debemos enfrentarnos en un largo y dramático combate final.
-Que así sea -le dije quitándome la camiseta y poniéndome otra de esas de dormir para no estropear la de calle.

Y así comenzó un combate de épicas proporciones en las que patadas y puñetazos se alternaban con picotazos y golpes de ala. Por cada bofetada que se llevaba la gallina yo recibía otro golpe de similar valor y lentamente ambos nos íbamos quedando agotados y sin recursos bélicos. Pero al final pareció que el delicado equilibrio comenzaba a romperse a favor de la gallina que seguramente habría llevado una vida menos sedentaria que yo y estaba en buena forma a pesar de haber superado ya de mucho su esperanza de vida. Cansado y magullado, mi vista comenzó a nublarse y me di cuenta de que había llegado la hora de usar mi último recurso, ese que quería guardar para el final (de ahí el nombre de último recurso) y que ahora me veía obligado a gastar. Tirado en el suelo metí una mano en mi bolsillo mientras la gallina avanzaba confiada para darme el golpe final. En el último instante saqué un pequeño objeto cúbico y lo arrojé a sus pies.
La gallina se quedó en silencio observando la pastilla de avecrem y se puso completamente pálida.
-Ma… ¿Mamá? -dijo dando un paso atrás.
-Gallina vieja da buen caldo -le respondí yo colocándome estratégicamente frente a la ventana.
-¡Morirás por esto humano! -me gritó como si no tuviera intenciones de matarme ya de antes y saltó hacia mi como un proyectil emplumado. Solo tuve que echarme a un lado en el momento justo y el ave atravesó el cristal y cayó ocho pisos sin fuerzas para volar, quedando aplastada en la acera.

Cuando salí había varios coches de policía acordonando la zona mientras el forense certificaba la muerte del pájaro. Arrestaron a las gallinas que quedaban y a mi me dieron un café y me pusieron una manta encima de los hombros mientras esperaba a que me tomaran declaración. Después me dieron las gracias y me dejaron marchar sin más. No esperaba grandes reconocimientos la verdad, pero en cualquier caso eso era mejor que ser negro, en cuyo caso quizás me habrían matado sin preguntarme nada.

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