sábado, 21 de junio de 2025

Una traición a mi yo de hace ocho años.

 


Recuerdo como si fuese hoy mismo una entrada que publiqué en este blog en el año 2017 (de hecho la recuerdo como si fuese hoy mismo porque la acabo de buscar y leer) en la que hablaba con cierto desprecio y por qué no decirlo, prepotencia, sobre los llamados runners o simplemente personas que no saben estarse quietas en su casa y salen a correr por ahí. Y lo cierto es que si la hubiese releído hace un par de meses, seguiría estando totalmente de acuerdo con mis declaraciones, pero a veces la vida cambia, te cambia, y aquello que te parecía absurdo de pronto cobra un significado radicalmente opuesto. Y es que sí, me he hecho runner. Pero todo tiene una explicación: El amor. O mejor dicho, la ausencia de amor. Os pongo en contexto.

El contexto:

Tras mi horrible fracaso matrimonial conseguí encontrar la paz y la armonía al lado de una chica que entre otras cualidades tenía un gran aprecio por el deporte. Yo, por mi parte, siempre me mantuve al margen de esas extrañas aficiones y marcaba las distancias ocupando mi tiempo libre pintando muñequitos y leyendo los mismos tebeos de Goku. Y así transcurrió un tiempo, quizás dos o tres años hasta que por cosas de la vida esa chica decidió que el tiempo que había pasado junto a mi ya había sido suficiente y había llegado la hora de seguir por caminos distintos. Y al principio bien, son cosas que pasan, es la vida, nos deseamos lo mejor y lloramos un poco, pero al cabo de unos días comencé a sentirme como un perro abandonado en una gasolinera embrujada y la sensación de desgracia y culpabilidad por haber dejado que esa relación terminara se apoderaron de mi mente y llegué a la determinación de que mi vida debía terminar de la forma más cutre e inverosímil posible y con algo parecido a un reproche en forma de “¿Querías que hiciera deporte? Pues voy a hacer deporte”. Decidí ponerme unos pantaloncitos cortos y echar a correr por esos caminos abandonados de la mano de dios hasta agotar todas mis energías (algo aparentemente sencillo ya que debido a la ansiedad llevaba algunos días sin apenas comer) y que me encontraran reseco por el monte días después.

Y así comenzó mi andanada deportiva con el firme propósito de autolesionarme de forma irreversible y salí corriendo del pueblo, me adentré por caminos secundarios que me llevaron hasta una montaña cercana, la subí por un lado, bajé por el otro hasta el río, continué en una dirección errática, pero lejos de agotarme, sentía cada vez más fuerza e impulso en mi interior. Y la cosa parecía imposible pero de me iba haciendo de noche y ya no sabía hacia donde seguir corriendo. Era como un Forrest Gump sin nadie siguiéndole, un Maratón sin mensaje que ofrecer a su llegada, una gacela que no se ha dado cuenta de que el león encontró otra presa y ya no la persigue.

Cuando llegué a mi casa estaba algo derrotado mentalmente por no haber logrado mi propósito pero también me sentía reforzado físicamente y empecé a pensar en que si había podido correr 15km campo a través sin entrenamiento ni apenas haber comido, quizás era porque tenía una especie de don. Quizás yo era el elegido. Podría ser que mi vida hubiese transcurrido de forma sosa y anodina hasta ese momento por no saber cual era mi verdadera vocación.

Es por eso que ahora llevo unos calcetines fosforito, unas mallas con cangurera y unas gafas de sol de esas de esquiador y atravieso campos, carreteras y montañas buscando mi límite, para llegar a ser el campeón de algo o morirme en el intento, lo que antes pase. Y ambas opciones me parecen buenas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario