NOTA PREVIA: Esta entrada contiene lenguaje obsceno y
malsonante; Menores de edad y personas especialmente sensibles, absténganse de
leerlo (yo ya he avisado).
Siempre me he sentido fascinado por eso que viene a llamarse
“Arte urbano” y que algunos llaman “grafitis” y algunos otros lo conocen como “Pintadas
en las paredes”. Nunca me he atrevido siquiera a intentarlo, lo reconozco, pero
me gusta, también lo reconozco. Pero cuidado, queridos lectores, porque no
estoy hablando de esas magníficas pinturas artísticas que adornan los grises
muros de algunas ciudades, convirtiéndolos en verdaderos murales de arte; Ni me
refiero tampoco a todas esas palabras indescifrables escritas en colores vivos
y con efectos de relieve tridimensional. No. Yo me refiero a los escritos en
las paredes de siempre. Ahí está el verdadero sentido de la expresión y por lo
tanto del arte. Cuando vemos escrito ese “Pepita te quiero”, ese “Carlitos eres
un cabrón” o un simple y sencillo “Gilipollas quien lo lea” hay que pensar en
el sentimiento, la fuerza interior que impulsó a esas personas a salir una
noche, espray de pintura en mano, a expresarse.
Un buen ejemplo de lo que quiero decir. |
La primera vez que me topé con uno de esos mensajes fue en
mi pueblo. Yo era un preadolescente que lo más cerca que podía llegar de una
chica era un paso atrás del radio de alcance efectivo de sus escupitajos. Y en
ese muro ponía: “Vamos a follar. Bien”. Y me deslumbró. Alguien estaba a punto
de lograr una proeza inimaginable para mí (y posiblemente hacía poco también
para él), y había decidido plasmarlo allí, para deleite de cuantos pasaran por
allí. Sublime.
Con el tiempo fui encontrándome con otros, de menor calibre
claro está, hasta que la obra maestra fue creada. Os lo cuento:
Llevaba yo 15 o 16 años por el mundo y en esa época solíamos
estar toda la pandilla en un parque (mejor dicho El Parque) del pueblo. Allí
teníamos todo lo que necesitábamos para nuestra supervivencia: Sola, agua y
chucherías; Además, estaba a escasos 200 metros del punto exacto de mi
nacimiento, cosa que me ofrecía una extraña calidez. En El Parque había un
pequeño quiosco de chuches y en su interior una mujer mayor que nos despachaba
con hastío; Pero un buen día la señora decidió jubilarse y le pasó el negocio a
M (oculto su verdadero nombre por si acaso me denuncian o algo raro). M era una
mujer algo mayorcita (no llegaría a los
30 ni de coña, pero nosotros la veíamos mayor) pero muy atractiva. M añadía un
nuevo nivel al Parque: Una tía buenorra con la que podíamos hablar, y con la
que fuimos ganándonos algo de confianza. Pero las hormonas son traicioneras
para los adolescentes y éstas fueron dominando lentamente nuestros celebros
(directamente conectados a nuestros penes), convirtiendo a M en una especie de
semidiosa inalcanzable (entre otras cosas porque su marido nos podía a todos
juntos y de haberle podido vencer de alguna forma, ella habría pasado de
nosotros), en una obsesión obsesiva (¿?) y así comenzamos a volvernos locos
(como los perros esos a los que los músculos del cuello no les dejan ver el
bosque). La gente que pasaba por El Parque y nos veía dando saltos y temblando
alrededor del quiosco creían que solo éramos un grupo de chavales algo más
nerviosos de lo normal, pero la realidad era que nos estábamos muriendo. Hasta
que alguien no pudo más y decidió expresarse.
“M, te follaría” era lo que lucía en el mismo quiosco a la
mañana siguiente. La máxima explosión expresiva jamás vista, con la
consiguiente admiración y vergüenza después. La cara de M esa mañana era como
para hacerle un cuadro y tirarlo al mar después. Y yo, aunque no había sido el
autor, ya no supe cómo mirarla a la cara ni pude hablarle nunca más. Las cosas
se torcieron desde ese momento y M decidió dejar el negocio y marcharse del
pueblo para siempre (volvía toparme con
ella años después, ya en otro lugar, pero eso es otra historia) y una mañana de
frío invierno, sentado solo en El Parque, vi asombrado como un camión grúa
(como el que ahora conduzco), arrancaba el quiosco de cuajo y se lo llevaba a
él y a su frase, para siempre. Me dio algo de pena. Era el fin de una etapa
para mi. Y es que yo no había escrito eso, pero lo había pensado 10.000 veces.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEn ese entonces M tenia 26 años y su querido marido T tenia 28 años, no se porqué pero me acuerdo de las edades de cada uno en esa época. También se quién escribió el grafiti pero no voy a decir su nombre ni su inicial por si acaso, éramos unos pardillos pero en esa época con muy poca cosa eras el tio más feliz del mundo. Me invade la nostalgia, si pudieran volver esos años tan felices...
EliminarCoincido en que fué una bonita época. Algo caótica pero que merece ser recordada. Yo también creo saber quién escribió la obra de arte, pero mejor dejarlo en el olvido del tiempo.
EliminarEntiendo que a M no le hiciera ni puñetera gracia lo del graffiti, pero de ahí a cerrar el quiosco y mudarse... supongo que es una de tus exageraciones para dar dramatismo al relato, no hubiese quedado tan bien decir que después de una mano de pintura todo volvió a la normalidad.
ResponderEliminarLolita, siento decirte que no he exagerado en lo más mínimo. Además, no podía pintarse porque se trataba de una reja metalica de esas enrollables. Hicieron bien en arrancar el quiosco entero.
EliminarPues podría haber pegado las pegatinas que te daban antes con los chicles de fresa (yo solo tomaba de fresa, aquellos con nervaduras longitudinales y más duros que una piedra) y asunto resuelto.
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