Posesión
He cruzado las calles con éxito. Nadie ha sospechado que soy
uno de los que aún conservan su voluntad. No es difícil si uno se lo propone. A
lo lejos veo mi casa, único refugio durante estos días y el lugar donde espero
sentirme a salvo junto a mi familia. Esto debe terminar, tengo fe. Puede que no
tenga la capacidad ni los recursos para hacerlo, pero habrá más resistentes
como yo que lograrán salvar a la humanidad. Antes de llegar, invoco mi último
recuerdo:
Semana siguiente. Otra comida familiar. No tengo ganas pero
voy. Allí me esperan todos, mirándome raro.
-¿Qué hacéis? –Les digo para romper el hielo.
-Aquí… esperando… la… comida…- Me responden al unísono, con
voz robótica.
-Y… ¿Comeremos paella esta vez o más recetas del trasto
ese?- Digo, bromeando.
Todos me miran raro y el tío Jacinto me señala con el dedo
mientras emite un sonoro chillido. Como si la aguda nota surgida de su garganta
hubiese pulsado algún interruptor psicópata, todos se levantan de la mesa y se lanzan
sobre mí gritando como monos rabiosos. Salgo corriendo sin mirar atrás. No
pienso volver a comer con ellos aunque me lo pidan de rodillas. Por suerte soy
el más joven y les gano cierta ventaja… hasta que veo aparecer a mi prima, con
la misma expresión vacía y arrojándome bollos sin ningún tipo de preocupación
por mi salud. Afortunadamente los bollos están tiernos y no me causan daños de
consideración; finalmente alcanzo la verja, salto y puedo emprender el regreso
a casa. Puta thermomix.
Y aquí estoy, frente a mi hogar, por fin. Miro por la
ventana y allí están, mi mujer y mi hija, sentadas tranquilamente en el sofá.
La familiar escena me hace sentir bien, aunque reparo en que hay algo que no me
cuadra del todo: La niña está tranquila. Repaso la casa con la mirada y allí
está, sobre la encimera de la cocina, con su brillo plateado la thermomix de
los cojones. Mi primer instinto es el de
dar la vuelta y huir, pero no puedo hacer eso. Esta es mi familia, con el
cacharro infernal o sin él. Meto la mano en el bolsillo y saco un bollo. Lo
miro unos segundos y lo muerdo con fuerza. No está tan malo. Lo saboreo
detenidamente mientras pienso en que quizás mi nueva vida no esté tan mal al
fin y al cabo. La realidad se oscurece y se remodela ante mí. Ahora formo parte
de algo tan enorme e incomprensible, que apenas noto la diferencia. Abro la
puerta y entro en mi nueva existencia.
Epílogo: La thermomix está sobre la encimera de la cocina,
observándonos, controlando todo a su alrededor. Mi mujer y yo en el sofá,
anulados, vacíos, la miramos y pensamos.
-¿Qué hacemos para comer?
-Mira qué hay en la nevera y busca una receta de thermomix.
-Solo hay un limón y media cebolla. Po-po a la merdé, se
llama la receta.
-Pu… maravillosa
thermomix.
Fin
(Y así termina, un relato que puede que nos enseñe algo sobre nuestra propia existencia o que quizás solo ponga en tela de juicio mi capacidad de avergonzarme de las tonterías que se me ocurren. Pero en cualquier caso, gracias por haber llegado hasta aquí.)
Un relato a lo John Carpenter, de algún modo ya esperaba esa reacción por parte del tío Jacinto. Aunque un poco desalentador el final, también tiene un lado buen: seguro que de haber sabido que la Therrormix tenía el poder de calmar a los niños os la hubierais comprado mucho antes.
ResponderEliminar¿Pero el John Carpenter de los ochenta o el otro?
ResponderEliminarBueno, mejor no me lo digas y así me quedo con lo bueno.