Allá
por los 80-90s ponían día si día no por la tele la magnífica película de “Los
bicivoladores”, en la cual unos chavales montados en sus BMX recorrían la
ciudad dando saltitos (entre otras cosas que ya no recuerdo). Pero lo que si
recuerdo es cómo nos influenció esa película (normal teniendo en cuenta que
solo teníamos un canal y que la hacían todo el rato) y a todos nos dio por
coger la bici y salir a la calle en pandilla.
BMXBandits en la versión original. Y con Nicole Kidman adolescente. Peliculón. |
La idea
era hacerlo montados en sendas BMX pero claro, no nos las iban a comprar a
todos solo por que salían (a todas horas, lo he dicho ya?) por la tele, y nos
conformábamos con lo que teníamos. El plan era montarnos en nuestras bicis,
pedalear a tope por las calles del pueblo (que en esos tiempos todavía no
estaban repletas de coches) y, en cuanto teníamos ocasión, dar un saltito de
mierda mientras hacíamos “Fiuuun” con la boca. Éramos patéticos, lo sabíamos, y
más aun teniendo en cuenta que dos críos del pueblo si habían conseguido las
BMX y nos vacilaban a la mínima ocasión. Cuando nosotros íbamos, ellos ya
venían; saltaban las aceras más altas y conocían todos los rincones chulos del
pueblo. Mientras nosotros comíamos, ellos iban en bici; mientras dormíamos,
ellos iban en bici y mientras estábamos en clase, ellos iban en bici. Eran unos
insomnes analfabetos y desnutridos, pero eran la hostia sobre dos ruedas;
destinados a convertirse en leyendas; en llegar mucho más alto de lo que
nosotros jamás soñaríamos. “Los Viciboladores” les llamábamos.
Los
años pasaron y aparcamos las bicicletas para dedicarnos a otras cosas más
adultas, como encerrarnos en el garaje de un amigo a tirar dados y matar orcos,
pero ellos seguían con lo suyo: Pantalón corto, gorra del revés y esa mirada
salvaje y desafiante de quien tiene claro dónde quiere llegar en la vida. Llegaron a formar
parte del paisaje del pueblo, casi convertido en ciudad y, como presencias casi
sobrenaturales, aparecían siempre por el rabillo del ojo, en forma de estrellas
fugaces multicolor en la parte de atrás de las fotos y el sonido de las cadenas
de sus BMX era eterno, como el zumbido de los insectos en las marismas. Eran el
ejemplo perfecto de tenacidad.
Años después
me mudé, salí de la ciudad y solo volvía en raras ocasiones. Durante muchos años no me
encontré con ellos, ni siquiera me acordaba de su existencia hasta este verano,
que en una visita casual a la familia y paseando con mi esposa e hija por la
calle, oí un zumbido familiar, que me retrotrajo a otros tiempos. Me giré y los
vi. Esquivaban coches en la avenida principal y todo el mundo les pitaba y les
insultaba. Eran señores mayores que vestían la misma ropa que cuando tenían 12
años: pantalón corto ceñido, gorra descolorida del revés y esa mirada perdida,
atemporal, inadaptada y confusa de quien se ha aferrado durante tanto tiempo a
su pasado, que ha perdido la dirección de su vida. Y me miraron. No sé si me
reconocieron como ese niño que les admiraba años atrás y si podían leer en mis
ojos la pena que ahora daban, pero miraron al frente de nuevo y subieron de un salto
a la acera llena de gente que protestaba, dando un saltito ridículo y haciendo “Fiuuun”
con la boca.
Como hacen las leyendas vivientes.
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