En
nuestro mundo hay personajes fascinantes. Ya sea por su inteligencia, su
filosofía de vida o el tamaño descomunal de su miembro sexual, son tomados como
referencia y asidero vital allí por donde pasan; y como si cagaran flores, cada
cosa que dicen o hacen (incluso algunas que no dicen ni hacen) se tornan obras
maestras y lecciones vitales. Un claro ejemplo, éste señor:
Quiero
dejar claro que ni le conozco a nivel personal ni tengo claro que esa frase sea
suya y no de un mindundi que para poder difundirla la firmó con el nombre del
Dalai Lama, pero vamos a imaginar que si la ha dicho, alguien la apuntó y que
aquí no hay trampa ni cartón. ¿Y cuál es mi conclusión? Pues que me cago en el
Dalai Lama.
No, no,
no le odio ni soy un enemigo de la sabiduría ancestral, pero es que esto me
recuerda a ese cura de pueblo que en misa habla de la importancia de la
familia, del amor a tu pareja y de la educación de los hijos cuando ha
realizado un voto de castidad que le impiden tener una familia, amar a una
mujer y educar a unos hijos. Qué fácil es hablar, por dios. Y el Dalai Lama se
cree capaz de darnos lecciones vitales cuando quizás sea él quien deba
aprender. El Dalai lama no sabe qué es tirarse a una tía en el aparcamiento de
un concierto sin ni siquiera saber su nombre; no sabe qué es ir un día al
restaurante más caro y pedirse una mariscada sin pensar en el bolsillo; no
tiene ni idea de qué se siente al contarle un cuento a un hijo y ver en sus
ojos la inocencia y la ilusión; el Dalai Lama no tiene ni puta idea de nada
pero a pesar de eso nos da lecciones envuelto en su túnica naranja.
Y yo
creo que alguien debería subir a su montañita, entrar en el templo en el que
esté meditando sobre todas esas cosas que no sabe, darle dos golpecitos en el
pecho con el dedito y decirle: “Dalai Lama, eres un pringado.” Porque lo es.
Puede que no más que nosotros, los ignorantes occidentales, pero a su modo
también está atado a su filosofía, su moral y su código de comportamiento el
cual nosotros, no tenemos porqué compartir.
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