El
coche avanza suavemente sobre la bien asfaltada carretera que conduce al
futuro. No hay curvas pronunciadas, cambios de rasante ni obstáculos a la
vista. A mi lado mi mujer consulta un mapa que tiene cogido del revés y detrás
las niñas molestan. Nº1 no para de preguntar cosas sin parar mientras que Nº2,
viéndose incapacitada para el habla, se limita a gruñir y sollozar. Y así, en
la armonía de la familia, transcurre el camino.
Pero de
pronto mis ojos se fijan en algo. Un camino secundario sin asfaltar a la
izquierda aparece repentinamente. Es estrecho y polvoriento, lleno de
pendientes y baches y su final se pierde entre rocas y matorrales altos. Y
entonces mi corazón comienza a bombear sangre a un ritmo frenético, mientras la
adrenalina recorre mis arterias. Miro hacia ese camino y aprieto el volante con
fuerza. Sin ser del todo consciente de ello, mi cerebro comienza a imaginar
descensos impresionantes, ríos que cruzar, barrancos que saltar, montes turgentes
que explorar, valles profundos y húmedos en los que adentrarse y otras muchas
situaciones prohibidas, convenciéndome al instante de que eso es exactamente lo
que necesito para seguir existiendo.
Con el
dedo anular empujo ligeramente hacia abajo la palanca del intermitente para
indicar que voy a girar y en ese momento mi mujer baja el mapa y me dice eso de
“Por allí no es” y yo le respondo emocionado que “Yo creo que sí”. Y ella “que
no”, yo “que sí”, las niñas haciendo ruido y el mapa y el “que no” y el “pues
sí” y el “papá tengo pipi” y los gruñidos en crescendo convirtiéndose en llanto
y esa sensación de que lo malo no es tomar el camino equivocado y perderse,
sino el perderse el camino equivocado.
Y el
camino hacia un destino incierto queda atrás, la carretera asciende ligeramente
hacia el horizonte y como el sol está bajo y empieza a molestar, tengo la
excusa perfecta para ponerme las gafas de sol y ocultar las lágrimas que
humedecen mis ojos.
Extraña y ¿acertada? metáfora...
ResponderEliminarGracias.
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