Hace no
demasiado tiempo, hablando de cosas banales con unos amigos en una de esas
conversaciones que parece que no van a llegar a ninguna parte, una amiga ya de
cierta edad nos contó una historia curiosa:
Resulta
que cuando ella era todavía una niña tenía un perrito al que quería mucho, pero
un buen (mal) día, un coche lo atropelló ante sus inocentes ojos. Su mascota
estaba moribunda y ella lloraba mucho, así que su padre lo metió en el coche y
se la llevó al veterinario más cercano mientras ella esperaba con su madre a
que llegaran buenas noticias. Y llegaron. Vamos pero vamos si llegaron.
A la
media hora volvió el padre sin el perro pero con una sonrisa de oreja a oreja.
Le contó ante la cómplice mirada de la madre que su perrito se encontraba mucho
mejor pero que había decidido quedarse a vivir con el veterinario porque éste
tenía un campo muy grande con muchos perros y sin ninguna carretera cerca donde
pudiese volver a atropellarle un coche.
Todos
guardamos silencio al terminar la historia y nos miramos consternados. Ella
estaba tan campante, ignorando la terrible verdad que se ocultaba tras la
onírica escena del perrito corriendo por el campo elíseo. Y tuve que hacerlo
yo.
-Estooo…
¿No te has fijado en que eso del campo grande es el eufemismo que utilizan los
padres para que sus hijos no se enteren de que sus mascotas se mueren? ¿Te das
cuenta de que tu perrito falleció en ese atropello y que lo que hizo tu padre
fue ir a tirarlo al contenedor más cercano? ¿Eres consciente de que ese
animalillo con el que jugabas acabó descomponiéndose entre toneladas de basura
acumulada en algún bonito valle de una zona rural*?
Y
entonces ella bajó su vista al suelo, avergonzada no solo por no haber visto la
verdad en su día, sino por haberse autoengañado todos esos años y encima haber
tenido la poca vista de contarlo en público y ser humillada. Y lo dejo aquí,
que ya empieza a dar pena la chica y no quiero cebarme con ella. Aunque lo
merece.
Pero.
Justo después de haber terminado con su moral, un recuerdo vino a mi mente de
repente, como un fogonazo de luz que se estrella contra ese gilipollas que iba
saltando travesaños de vía sin fijarse en que venía el tren por detrás. Y
recordé una vez en que mi gatito se cayó de la azotea de mi casa y me
aseguraron que lo había recogido mi vecino (que tenía una carnicería) y que
ahora ya no quería volver a casa porque allí tenía comida y leche infinitas y
que iba a vivir una vida maravillosa y que no podía ir a verle porque ya sabes
cómo son los gatos que a los cuatro días ya ni se acuerdan de ti.
Y
recuerdo que pensé: “Joder, qué bien le ha venido a mi gato caerse de un cuarto
piso”
*Digamos
NO a las operaciones especulativas de los vertederos.
Que suerte tienen vuestras mascotas. Las mías se morían y me daba mucha pena. Que envidia me dais. No llego a entender lo del vertedero, así que supongo que es un errata.
ResponderEliminarEn mi blog no hay erratas. Como mucho hay informaciones inexactas premeditadas.
EliminarY sí. Nuestras mascotas vivían y, sobretodo morían, como reyes.
La mitad de tu gato no opina lo mismo, supongo que le engañasteis diciendole que la otra mitad se había ido de festival y se había envarcado en un mundo de aventuras sexo y heavymetal...
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