Como ya
todos sabréis, o mejor dicho creeréis que sabéis, el alma humana es inmortal.
Nuestro cuerpo es solo un recipiente de carne y fluidos que necesita sustento
del exterior para no morir y a pesar de eso acaba agotándose al final, lo cual
demuestra que es un diseño insuficiente; pero nuestra alma, el contenido de
nuestro ser, trasciende a la muerte y existe eternamente. ¿No? Pues no.
El alma
humana también muere. Y no muere a los eones de haber abandonado el cuerpo
mortal, ni es reciclada para ser usada en otra reencarnación, ni siquiera es
devorada por algún ser primigenio que solo puede existir en otro espacio y
tiempo. No. Que no. El alma humana muere antes incluso que el cuerpo. Dura unos
cuarenta años aproximadamente por lo que he podido calcular, y aunque ahora los
modernillos le llaman “crisis de los cuarenta”, yo le llamo por su nombre:
muerte del alma.
¿Y cómo
es que yo sé eso? ¿Qué tipo de personalidad notoria soy para afirmar algo tan
categórico? ¿En qué universidad estudié almología? Pues todas estas preguntas tienen
fácil respuesta. Lo sé porque el alma no se muere así de golpe. El alma
envejece, se amarga, se esconde en algún rincón oscuro y al final uno nota que
algo huele raro y la encuentra con la pata tiesa. Y lo sé porque mi alma está
en las últimas.
Los
primeros síntomas se remiten a cuando tenía apenas treinta años. En esa etapa
sufrí una extraña recesión en lo que representaba mi estado de ánimo (que no es
que yo fuera la alegría de la huerta, pero se notó) y la idea de ser padre no
me pareció tan aberrante. Tener descendencia era una forma de sobrevivir a un
mundo que aunque todavía tenía mucho que darme, casi todo iban a ser ostias y
disgustos. En los años posteriores perdí el interés por seguir avanzando en la
vida. En el momento en el que uno piensa “estoy bien como estoy”, significa que
su alma empieza a languidecer. Poco más tarde, a medida que me colaba en el
segundo lustro de la tercera década de mi existencia, la desazón alcanzó su
punto culminante y sentí un repunte de vitalidad. La sangre corría por mis
venas, sentía impulsos casi olvidados y una enorme hambre por romper con lo que
hasta entonces había sido mi vida. Fue un pequeño “walk on the wildside” que
solo venía a representar un último esfuerzo por seguir existiendo.
Ahora
que casi no siento su calor estoy más tranquilo. Todo va a terminar ya, pero
esta parte física de mí que envejece, se arruga y pierde su lustre va a seguir
dando pasos en una vida que ya no es más que un escaparate de otras vidas
mejores, posibilidades perdidas y momentos grabados a fuego en la memoria, en
espera de la decrepitud, el olvido y la muerte.
Así que
no os asustéis cuando lleguéis al final de vuestro camino y aparezca el
religioso de turno a concederos la salvación espiritual. Si os quedan fuerzas,
podéis agarrarlo por el alzacuellos, acercarlo a vuestros fríos labios y
susurrarle al oído eso de “no puedes salvar mi alma porque ya está en el
infierno” y después reír a carcajadas de esas de mandíbula batiente mientras las nubes cubren el sol y los relampagos comienzan a azotar los cielos. Y a ver
qué cara pone.
Cuidado no confundir el alma de la que yo hablo con Alma del Rey, que es una muchacha que se dedica a otras cosas. |
Yo cumplo 40 en septiembre.
ResponderEliminarLo siento, amigo.
EliminarCuando se muere el alma ¿es cuando ya te da lo mismo la sociedad y votas a partidos que siguen destruyendo el medio ambiente y los derechos?
ResponderEliminarNo, no es lo mismo.
EliminarA eso se le llama ser un gilipollas.