martes, 27 de octubre de 2020

De experiencias virtuales y nachos con guacamole.

 


Camino erráticamente por los anchos pasillos del centro comercial. Mi hija me acompaña y no deja de decirme cosas que ni siquiera oigo porque mi cerebro está funcionando a otro nivel, uno inferior posiblemente, sin dejar de dar vueltas al mismo tema: Mañana cumplo cuarenta y uno y eso me sitúa un paso más cerca de todas las cosas malas que todavía me tienen que suceder.

Porque seamos sinceros, la decrepitud física comienza poco antes de los treinta y a partir de ahí ya nada bueno puede esperarse; todo se arruga, se destiñe, se vuelve fláccido o directamente se cae como esas hojas otoñales que el barrendero mete a presión en la papelera de la esquina. ¿Por qué no dejarán en el suelo las hojas si son uno de los escasos vestigios de naturaleza que nos quedan? Pero no nos desviemos del tema que he venido aquí a hablar de mí. Como siempre.

Caminaba distraído estaba diciendo, hasta que la voz de mi mayor, imbuida por alguna emoción desorbitada me devuelve a la realidad. Ante nosotros hay montadas dos capsulas de esas de realidad virtual que prometen viajes alucinantes en un entorno… 9D.

¿Nueve dimensiones? Eso no existe, le digo a mi hija extrañado, tratando de disuadirla de la idea de meterse en uno de esos trastos. Pues claro que existe, lo tienes delante , me responde ella esgrimiendo una lógica de la que no puedo rebatir ni una palabra. Así que cumpliendo con mi deber de buen padre decido desembolsar los cuatro euros que permitirán a mi descendiente número uno disfrutar de esa experiencia futurista. Y es entonces, allí plantado en la cola, cuando tomo una decisión de la que como no, me arrepentiré más tarde, ya lo veréis.

Cuarenta y un años casi, lo he dicho antes, emprendiendo la recta final de mi vida con el acelerador apretado a tope y el motor echando un humillo feo camino a ese murete blanco medio oculto entre los cipreses, larga y enrevesada metáfora de morirse. Y es por ello que con un recién descubierto espíritu rebelde, decido darle al muchacho otros cuatro euros (lo que viene a ser pagar con un billete de veinte y que te devuelvan doce) y embarcarme yo también en la aventura. Qué cojones, hostia ya.

Las experiencias a vivir en el mundo 9D son las siguientes: Infantil, Vértigo (con tres niveles de intensidad que son suave, intermedio y extremo) y finalmente Interactivo, que va de matar naves extraterrestres a lo space invaders pero rollo siglo veintiuno. Yo me decanto por esta última, pero mi hija quiere el vértigo extremo, así que la acompaño para no dejarla sola si algo malo sucede en ese mundo virtual. Y vaya si sucede, pero no a ella. Me siento, me abrocho el cinturón y me coloco las gafas. Todo va bien hasta que se enciende la pantallita y empiezan a pasar cosas.

Estoy en un avion que sobrevuela una ciudad, mirando a través de una abertura en el suelo; de pronto alguien me empuja y caigo al vacío; me da el aire en la cara, me siento caer, me agobio un poco pero entonces aparece mi mano virtual y tira de la anilla de un paracaídas. Menos mal. Pero no, porque la anilla se rompe y tardo unos agonizantes segundos en accionar el secundario y por fin deslizarme suavemente por el aire. Menuda mala ostia de juego. Si esto fuera la vida real, nunca me habría tirado en paracaídas, ni siquiera habría montado en avión, pero bueno, supongo que ahí está la gracia del asunto.

El descenso se ha vuelto lento y agradable, aunque cuando miro abajo veo que la ciudad está como en ruinas y todo tiene una pinta oxidada muy fea, como de poco mantenimiento, y la mala suerte más extrema hace que en lugar de aterrizar en el suelo lo haga sobre la vagoneta de una especie de montaña rusa. Vaya por dios, con lo grande que es esa ciudad.

Y allí empieza la risa. La vagoneta coge una velocidad imposible, se suceden los giros, las vueltas de campana e incluso los saltos. Todo tiembla y se sacude, el vértigo deja paso al mareo y el mareo a la náusea. Cierro los ojos para no ver el aluvión de imágenes tridimensionales pero no me sirve de nada; las sacudidas del aparato y los chorros de aire no me permiten evadirme del mundo virtual. “Estás sentado en una cápsula de plástico en un centro comercial levantino” me repito “Esto no es real, el mareo y el vértigo no son reales”, pero mi cerebro va por su lado y sintiendo peligrar los nachos con guacamole y el burrito de la comida que llevo en el estómago, decido quitarme las gafas y volver al mundo real así, de golpe, y que le den por el saco a la experiencia.

Me levanto y camino tambaleándome hacia el responsable de la atracción para devolverle las gafas. En la cápsula mi hija se lo pasa pipa. ¿Te has mareado, no? Dice él, y yo no me atrevo a contradecirle porque seguramente tendré la cara más blanca que la leche semidesnatada. Un poco, le respondo tratando de hacerme el duro. Es normal, me dice él. Los jóvenes lo disfrutan mucho pero la gente mayor… Porque mañana cumplo cuarenta y uno, y ya soy oficialmente gente mayor.

2 comentarios: