Hace ya un montoncito de años, un domingo
invitamos a comer a mi casa a una amiga del cole de mi hermana que venía de
algún país islámico indeterminado. Mi madre tuvo cuidado de no poner carne de
cerdo ni cebolla en el menú (no, la cebolla no le gustaba, no era ningún asunto
religioso) y la cosa marchó bastante bien… hasta la hora del postre. Entre una
pequeña variedad de fruta y lácteos la niña se decidió por comerse un plátano y
entonces alguien gritó un “¡Mirad! ¡Mirad cómo se come el plátano!” Y es que en
lugar de romperlo por arriba y pelarlo como viene siendo habitual en nuestra
cultura, esa niña lo había abierto por un lateral y había sacado el plátano sin
apenas manipular la piel. Aquello resultaba un espectáculo para cualquier
persona medianamente experta en el pelado de plátanos y allí comenzó el
suplicio. Que si cómo lo has hecho; a ver otra vez; vamos a hacerle una foto comiéndose
el plátano, ahora solo del plátano, ahora solo de la piel, ahora yo y la piel,
ahora tú y el plátano, ahora la niña con todos, el plátano y la piel… Nadie
podría haber sospechado que una comida vulgar y corriente pudiese dar tanto de sí.
Al poco mis padres comenzaron a comprar cantidades masivas de plátanos con la
esperanza de volver a invitarla y repetir el espectáculo pero por algún motivo,
la niña dejó de relacionarse con mi hermana y nunca volvimos a verle el pelo. Menuda
casualidad. ¿No?
Aquí vemos una foto de un plátano pelado normal. Y no os quejéis que he puesto esta y no cualquiera de las otras fotos raras de plátanos que hay por ahí. |
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