Érase
una vez un joven pastorcillo que vivía con sus padres en la ladera de una
montaña, junto al bosque. Tenían un rebaño de doscientas ovejas y entre todas
ellas estaba Blanquita, que pronto se convirtió en la favorita del pastorcillo;
era más blanca y suave que las otras ovejas y sin duda más inteligente y
siempre acompañaba al pastorcillo donde éste fuera.
Los
años pasaban y el pastorcillo se convirtió en un hombre y se hizo cargo del
rebaño cuando sus padres ya no pudieron. Las ovejas iban y venían, algunas eran
vendidas o compradas y otras se hacían viejas y morían mientras que nacían
nuevas, pero Blanquita seguía allí, junto al pastor y con el mismo aspecto de
siempre.
Llegó
un día en el que el pastorcillo, convertido ya en un anciano de cabellos blancos,
estaba sentado bajo el tronco de un árbol. Estaba viejo y cansado y sabía que
no habiendo tenido hijos, pronto tendría que vender el rebaño. Entonces miró a
Blanquita, que estaba junto a él y le dijo:
-¿Cómo
puede ser? ¿Cómo es posible que en todos estos años seas la única que no ha
envejecido?
El
pastor le acariciaba la cabeza sin esperar respuesta a su pregunta, pero para
su sorpresa y seguro la de cualquiera que hubiese estado allí, la oveja le
respondió.
-Yooo
teeengo uun secreeeto. –Le dijo, con un fuerte acento ovino. –Yo seee coomo
viviiir paara sieeeempreeee.
El
pastor se levantó de un salto. No sabía qué le sorprendía más, si el hecho de
que la oveja hablara o la certeza de que existiera tal secreto.
-Cuéntamelo,
por favor, Blanquita. Siempre hemos sido amigos y te he tratado muy bien. –Le
suplicó el pastor.
-Noo
pueeeedo. Es un secreeeetoo. –Le respondió Blanquita.
-Por
favor, mírame. Soy viejo. Ya no puedo seguir así, cuidando de vosotras. Por
favor, ya me queda poco tiempo, no me dejes morir.
Las
palabras del pastor enternecieron aún más la ya de por si tierna carne de la
oveja y miró al suelo.
-Muuuy
bieeeen. Sígueeemeee.
Y
Blanquita guió al viejo pastor hasta el bosque, donde éste la seguía con
dificultad pero con determinación hasta que llegaron a un pequeño claro donde
manaba un hilillo de agua de entre unas rocas y formaba un pequeño estanque en
el suelo. Tal como le indicó la oveja, el anciano se inclinó y bebió de esa
agua que estaba fresca y limpia. Cuando se vió reflejado en el agua, el pastor
no podía creérselo; volvía a tener veinte años. Acariciándose el rostro con
ambas manos se volvió hacia Blanquita.
-Muchas
gracias amiga mía. Mírame. Soy jóven de nuevo. Podré seguir trabajando; podré
tener hijos; podré… -Pero la oveja le interrumpió.
-Reecueeerda
sieempreee, pastoor. Eeesto eees un secreeeeto. No deeebeees contaaarselo a
nadieeee. Nuuncaaa.
-Descuida.
Será nuestro secreto para siempre. –Respondió tajante el pastorcillo.
Y pasó
el tiempo y el pastorcillo un día decidió bajar al pueblo a comprar, como hacía
a menudo, cuando se encontró, ya de regreso, a sus viejos amigos sentados en un
banco. Pasó junto a ellos y éstos no le reconocieron, como es natural; y al
mirarles el pastorcillo sintió lástima al recordar cómo había sido él mismo
hacía poco tiempo. Tan compungido se sintió, que no pudo resistirse y les dijo
quién era.
-¡No es
posible! –Exclamaban los ancianos. -¡Nadie puede rejuvenecer así!
Y
cuanto menos se lo creían, más se afanaba el pastorcillo en tratar de
demostrarles la verdad, hasta que, valiéndose de vivencias comunes que nadie
más podía conocer, los ancianos le creyeron y le imploraron que les revelara el
secreto.
-No
puedo decíroslo. Prometí que guardaría el secreto. –Les dijo.
-¿Pero cómo
puedes hacernos esto? Míranos. Hemos sido amigos. Hemos compartido la vida. ¿Cómo
vas a poder vernos morir sin ayudarnos? –Le imploraron.
Y el
pastorcillo, viéndose a sí mismo reflejado en sus ancianos ojos, decidió
llevarles hasta la fuente mágica.
El
viaje fue largo y penoso, pero al final llegaron al lugar donde estaba la
fuente, aunque en lugar del chorro de agua cristalina del que él mismo había
bebido, solo había un charco fangoso. Los ancianos al verlo se enfurecieron, pensando
que el pastorcillo les había engañado después de todo y se marcharon por donde
habían venido. El pastorcillo no entendía nada y cuando se miró en el charco,
descubrió que no era su rostro el que se reflejaba en él, sino el de una oveja
de lana tan blanca como la nieve. Asustado, el pastorcillo-oveja retrocedió, y
entonces se encontró con Blanquita, que le observaba desde unos matorrales.
-¿Queee
haa pasaadoo? –Le preguntó el pastorcillo-oveja a Blanquita.
-Haas
revelaado el secreeeto. –Respondió ésta con serenidad. –Al iguaaal que hice yooo
haaace muuucho, cuaaando todaviiia eera humaaano, cooomo tu. Ahooora estaaamos condenados
a éesto para sieeempreeeee.
Y así,
la oveja que antes fue pastor antes y la oveja que debió ser alguna otra cosa
tiempo atrás se alejaron de la fuente de la juventud, de la que comenzó a manar
un hilillo de agua limpia mientras éstas caminaban de vuelta al rebaño al que pertenecerían
por toda la eternidad.
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