Si hay
algo que desafía toda lógica de inteligencia y evolución en nuestra especie,
eso son los calzoncillos larguitos, también llamados “boxers” (anglicismo al
canto). Hubo un tiempo en el que se llevaban esos calzoncillos que se limitaban
a sujetar el paquete en su sitio y con el tiempo iban cogiendo holgura y
volviéndose más y más cómodos a la par que mugrientos. Hasta que llegaron los
nuevos modelos que, claro está, convirtieron a los de antes en prendas “de
viejo” o de “friki”. Y llamadme viejo o friki o incluso friki viejo, porque a
mí los nuevos no me gustan nada.
Puede
que sea por mi profesión, pero cuando me coloco uno de esos modernos boxers y
llevo conduciendo más de media hora, la tela destinada a sujetarse a las
piernas se va deslizando hacia arriba y me estrangula las ingles con tanta
fuerza y durante tanto rato, que cuando bajo del camión tengo las piernas tan
hinchadas que parezco un futbolista y los niños vienen a pedirme autógrafos y
hacerse fotos conmigo y no; tampoco me gustan los niños, debo reconocerlo.
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