La hora
se acerca. El segundo advenimiento está aquí. Nº2 está a la vuelta de la
esquina. Y como pasa en estos casos, hay que amueblar habitaciones, adecentar
la casa y comprar, comprar, comprar muebles en el IKEA. Pero tranquilos, que ya
hablé en su día de la experiencia de recorrer tan temida tienda sueca y no voy
a repetirme. Lo único que hay que tener en cuenta es que es una excursión en
familia altamente estresante y que por ello, hay que disfrazarla de ocio y
diversión. Comida en restaurante, paseo por las atracciones infantiles, algunas
compras… Y es en este punto cuando debo detenerme para explicar la cuestión en
cuestión.
En un
momento dado, mi mujer y yo decidimos separarnos: Ella iría a ver ropa de
embarazada “last stand” y yo me quedaría con la niña mientras tanto. Ella se
marchó y yo me metí en el FNAC (del que ya hablé hace un tiempo aquí y no,
tampoco pienso repetirme) para mirar cuentos y desquitarme de tanta frustración
y dolor comprándome un CD de Motorhead de saldo. Y es entonces cuando, al
acercarme a la caja para pagar las cosas, la ví.
Debo
reconocer que siento debilidad por las melenas. Las melenas largas, rizadas,
abundantes… me fascinan. Y la chica de la caja, además de joven y guapa, tenía
una de las cabelleras más rubias y frondosas que yo hubiera visto nunca. Y no,
no voy a caer en tópicos lujuriosos de chulito de playa, pero reconozco que
pensé cosas poco apropiadas para un padre que va de compras junto a su hija de
cuatro años. Y entonces, no sé si por algún tipo de conexión psíquica con la
niña, ésta pronunció justo lo que yo estaba pensando “¡Anda, eres la chica más
guapa del mundo!”, lo que sorprendió a la cajera que le devolvió el piropo, con
lo que mi hija remató con un “De verdad, que pareces una princesa” y a partir
de ahí comenzó una bonita conversación entre ellas, encantadas de la vida y yo,
mirando estupefacto me di cuenta de algo significativo: La tenía en el bote. Me
había ligado a la rubiaza del FNAC sin ni siquiera abrir la boca. La situación
me dio un poco de vértigo. Cada vez que me miraba y me sonreía con esos ojos
profundos como abismos que se abrían a otra vida distinta, enigmática… el mundo
se desvanecía y creía caer al vacío. Pero soy un padre de familia responsable y
sabiendo que eso no debía durar más me despedí de la chica sin caer en la
tentación siquiera de leer el nombre apuntado en su pecho y salí de la tienda
sin mirar atrás.
Fuera
esperaba mi mujer, cansada, con las ojeras hasta las rodillas y aguantándose la
barriga para decirme aquellos tan romántico
de “Lleva tú las bolsas, que yo no puedo más” y antes de marcharme para
siempre jamás, miré de reojo al interior donde la chica de la cabellera rubia
brillaba con la luz de cien mil amaneceres y pensé en qué sería de mi vida si
todo hubiese sido distinto para mí… Claro que sin mi mujer no existiría mi hija
y sin ella no me habría atrevido a decirle ni mu a esa chavala, lo que
convierte toda esta historia en una simple paradoja. Una paradoja inmisericorde,
tal como anticipaba el título de esta entrada.
Esto parece un cómic de Robert Crumb. ;-)
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