Una
tranquila tarde de sábado. Paseo relajado por las calles de mi ciudad,
aspirando el aire fresco de los tubos de escape de motores híbridos y
observando las palomas ávidas de desperdicios volando sobre los tejados llenos
de excrementos. Y todo es bonito hasta que se detienen dos autobuses delante de
mí y lentamente empiezan a descender de ellos decenas de jubiladas de pieles
rosadas y cabellos blancos. Inglesas, sin duda. Sigo caminando como si nada
cuando una de ellas se me queda mirando y me grita: “¡Hey, you! ¡Barry Gibb!”
La miro y me mira y miro como me mira
mientras algunas otras ancianas se colocan bien sus gafas y repiten el
mismo nombre “Barry Gibb, Barry Gibb, Barry Gibb…” mientras se acercan
peligrosamente a mí. Yo intento hacerles entender que me confunden con otro o
algo, pero mi inglés, mucho más del sur, no parece hacerlas comprender que
están en un error. Es en ese preciso instante cuando me doy cuenta de que estoy
en un aprieto; cuando un sujetador de una talla nunca vista por mí y con la
copa reforzada con varillas de hierro forjado, vuela hacia mi cara; logro apartarme
justo a tiempo para oírlo silbar al lado de mi cabeza y derribar un muro de
hormigón a mis espaldas. Las viejas parecen enloquecer con mi ágil movimiento
de cadera y se lanzan a la carga mientras yo salgo pitando en dirección
contraria.
“Follow him, follow him. He’s Barry Gibb” es el grito de la
turba que me persigue por calles y descampados. “¿Follow dicen? Encima me
quieren violar”, pienso mientras corro a toda velocidad saltando coches y
apartando puestos de fruta y carritos de bebé violentamente. Normalmente podría
dejar atrás a unas señoras tan mayores, pero estas parecen estar imbuidas por
algún tipo de energía fanática que les otorga una velocidad y resistencia
increíbles. En una de esas se me ocurre sacar el móvil y buscar en la Wikipedia
quién coño es ese Barry Gibbs y lo que
encuentro me revela la terrible verdad de lo que está pasando.
Éste es Barry Gibb |
Coño si es que soy igual que el del medio de los Bee Gees. A
ver a qué santo me he dejado este pelo y esta barba ridícula. Por lo menos, me
consuela el pensar que es, sin duda alguna, el más guapo de los tres. Pero hay
un dato preocupante y es que el menda tiene ahora casi setenta años. Esas
viejas no solo son unas grupies desesperadas sino que no tienen ni idea de en
qué año viven y esa demencia las vuelve aún más peligrosas. Debo esconderme de
ellas ya. Y de pronto veo ante mis ojos el escondite perfecto: Una casa en
ruinas. Desgraciadamente, el escondite parece causar el efecto contrario al
deseado y me persiguen con todavía más ahínco.
Mal día elegí para ponerme pantalones de campana y chalequito. |
Las fuerzas empiezan a fallarme mientras que ellas siguen
corriendo como si acabaran de cumplir los sesenta. Si no encuentro una solución
pronto, me alcanzarán y no quiero ni imaginar qué harán conmigo (ni como).
Afortunadamente, al girar una esquina me encuentro con varias posibilidades. En
primer lugar veo un arsenal del ejército que curiosamente algún soldado
incompetente se ha dejado abierto; una fábrica de despieces de vacuno; un
desguace de automóviles con una prensa compactadora; un concesionario de
vehículos agrícolas con una cosechadora en marcha en la puerta; pero finalmente
opto por la opción más útil y me meto en una peluquería.
En el interior dos jóvenes mozuelas le cortan el pelo a dos
no tan jóvenes señoras porque resulta que es la época de comuniones o no sé
qué, y mientras atranco la puerta con el silloncito de sentarse los que esperan,
me pregunta si tengo cita. “No tengo cita. Pero necesito afeitarme y cortarme
el pelo YA”. Y me dicen que lo sienten pero que la agenda y que las clientas y
que las comuniones… Hasta que la turba de ancianas descontroladas llegan al
local y empiezan a golpear puertas y ventanas mientras gritan eso de “Baaaaarry
Giiiibbbb….”
Aquí vemos a las ancianas en pleno furor uterino. |
Asustadas, me sientan en el taburete, me tapan con la
mantita esa que yo, sinceramente, siempre he pensado que es para masturbarse
tranquilamente mientras a uno le cortan el pelo, y empiezan a cortar y afeitar
a cuatro manos mientras los golpes van aumentando en intensidad y los cristales
comienzan a ceder. Finalmente se oye un terrible estruendo y una veintena de
viejas caen al interior de la peluquería entre una lluvia de cristales y
bisutería barata. Todo apunta a que ha llegado nuestra hora, pero no. Cuando me
miran y se dan cuenta de que ya no me parezco a Barry Gibb, se dan la vuelta y
regresan hacia su autobús para seguir con sus vidas mientras yo me lamento por
no haber ido a la pelu antes.
PD: Tanto rollo solo para decir que este sábado sí, me corto
el pelo de una vez.
¡Dos grandes relatos en una semana! Vas cogiendo ritmo otra vez... Éste también me ha encantado.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu amable comentario. Estas son las cosas que me animan a seguir escribiendo.
EliminarSi me diesen algo de pasta ya sería la host...
Esta semana estaba pensando en ir a cortame el pelo, creo que voy a provar esonde masturbarme porque normalmente el instante ese en que te laban y acarician la cabeza me pone muy burro...
ResponderEliminarAlgun consejo o voy haciendo a mis anchas sin darle importancia a los comentarios de la peluquera cuando se de cuenta?