viernes, 19 de junio de 2015

Ocio (Paternidad 36)





Los centros comerciales son el infierno. No hay más que decir. Bueno sí; que si vas con niños, el horror indescriptible se multiplica por mil y llega un momento en el que desearías haber nacido muerto a haber vivido una vida plena con un final en un lugar como ése. Es por ello que los dueños de esos centros se han puesto de acuerdo y han decidido habilitar zonas de ocio, generalmente a precios prohibitivos, para evitar que padres y madres (pero sobretodo padres) acaben enloqueciendo y destrozando todo a su paso en un arrebato de furia irracional autodestructiva. 

Y allí estaba yo el sábado por la tarde. Mi mujer comprando ropa y yo vagando junto a mi Nº1 por interminables galerías salpicadas de cochecitos que valen 1€ si quieres que se muevan, peluches-moto de 5€ el minuto y como no, la zona de ocio llena de lucecitas y sonidos que atraían a los niños como cantos de sirena dispuestas a vaciar los bolsillos de los padres que ya no podían más. Pero yo no soy un padre normal; yo soy más alto que la media, tengo más pelo que la mayoría y mi celevro es capaz de procesar la información 0.75 veces más rápido que la mayoría de roedores que habitan la tierra. Es por ello que llevé a mi hija a la única zona de diversión gratuita de los centros comerciales: Las escaleras mecánicas.
Por si no sabíais cómo son unas escaleras de esas

La cosa funciona del siguiente modo: Unas escaleras que suben, otras que bajan y el padre, en ese caso yo, sentado en un banco cercano con la cara hundida entre las manos mientras la niña, en este caso mi Nº1 se divertía a sus anchas subiendo y bajando. Parecía un plan perfecto pero no. Y es que mi pequeña parece haber heredado la agilidad felina de su padre y no tardó en tropezar con sus propios pies y caer rodando por la escalera que ascendía, de modo que su caída se convirtió en algo interminable mientras las escaleras la empujaban hacia arriba y ella rodaba hacia abajo. El resultado: Larguísimos minutos de caída descontrolada rematada por   llantos, rodillas y codos pelados, mocos, babas… Y al final tuve que acceder a sus deseos y llevarla a la todavía desconocida para mí, y por lo tanto temida, Zona de Ocio.

Allí dentro había de todo: Videojuegos, karts (unos cochecitos ridículamente pequeños y lentos), piscinas de bolas con sus toboganes y sus cuerdas para que los críos pudieran sentirse como los simios de los que nunca debimos haber degenerado (evolución me parece una palabra muy poco adecuada para esto que nos ha pasado) y otras cosas que no alcanzo a describir. La zona de los simios le pareció lo más adecuado a Nº1 y fui a preguntar el precio a una de las monitoras. “3€ media hora, 5€ una hora” me dijo y yo pensé “Solo se vive una vez” y le di 3€; ella me preguntó si le daba el teléfono por si se terminaba el tiempo poder avisarme pero preferí esperar allí mismo, ya que no me gusta dar el teléfono a muchachas jóvenes que luego me acosan sexualmente por wasap. Y fui hacia las sillas de esperar.

Había dos sillas. La primera, y más cercana a la jaula de los simios, estaba normal, pero la de al lado tenía como un aura gris sobre ella; no estaba sucia ni parecía distinta a la otra, pero era como si una neblina densa reposara sobre ella, así que me senté en la normal. Los minutos pasaban lentamente. Miraba el móvil, miraba a los simios, miraba el suelo y el móvil otra vez… Hasta que reparé en algo: El culo de las monitoras. Tres de las cuatro chicas estaban apoyadas en el mostrador, de espaldas a mí, con sus traseros moviéndose de un lado a otro, rítmicamente mientras hablaban de sus cosas de chicas jóvenes y felices. Era hipnótico. “Tres euros por tres culos”, pensé, “¿Casualidad?”. Y así, con esas ideas, reparé en que de vez en cuando alguna de ellas se giraba hacia donde estaba yo pero parecía no verme. La cosa me parecía rara. Tenían a un tío a escasos cuatro metros de sus culos y no parecía importarles en absoluto. ¿Por qué? La respuesta llegó a mí como un piano cayendo desde un séptimo. Yo era un padre y ellas las monitoras de mi hija; pertenecíamos a mundos distintos en dimensiones paralelas en universos regidos por distintas leyes físicas. No me veían porque aunque mi cometido como padre era relevante para ellas, mi masculinidad estaba anulada completamente. La idea me trastornó. Miré mis manos y me di cuenta de que estaban ligeramente borrosas y cada vez que una de ellas se giraba y miraba hacia atrás sin verme, me volvía más y más transparente y gris. Y entonces caí en la cuenta. Miré a la silla de al lado y descubrí que esa neblina extraña era otro padre, casi desvanecido por el tiempo de espera y la ignorancia de las chicas. Intenté hablar con él, pero se limitó a mirarme y enseñarme su casi imperceptible mano izquierda con los dedos estirados, indicándome que había pagado los cinco euros de la hora completa. Me estremecí. Pero por suerte todo terminó.
Por si no sabíais cómo lucen tres culos juntos.

La chica del mostrador pronunció mi nombre y eso causó que mi cuerpo volviese a ser sólido. Me levanté y fui a por la niña que protestaba al ponerse los zapatos diciendo que quería “otra vez” mientras yo solo pensaba en subir al coche y poner tierra de por medio hasta la próxima vez. Pasamos por el lado del otro padre, ya apenas jirones de niebla imperceptibles y salimos de allí. Buscando la luz del Sol. Buscando el aire puro de la ciudad.

8 comentarios:

  1. ¡Espectacular como siempre! Me ha encantado...

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  2. Tremendamente cruel. La realidad plena. Yo pagué 5 €. No sé si las lágrimas que corren por mi mejilla son de risa o tristeza, al verme dibujado de forma tan real por alguien que no me conoce. Muy bueno.

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    Respuestas
    1. Eres un héroe. Nada más que decir.
      Bueno sí. Gracias por comentar.

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    2. Aunque no te lo creas, reviso todos los días por si hay una entrada nueva. Soy un yonqui del blog.

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    3. Empiezas a asustarme, amigo.
      Pero gracias por comentar.

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