domingo, 26 de enero de 2014

Regreso al futuro (Paternidad 29)



El otro día mi pequeña cumplió 4 años. 
Cuatro añitos ya que se han pasado volando. 
Parece mentira cómo ha crecido, cómo ha cambiado y cómo el mundo entero se ha movido sin yo darme ni siquiera cuenta. 
Ahora la miro y soy consciente de que dentro de nada tendrá 15 años y cualquier día de esos me llegará a casa con un chaval de esos larguiruchos y con acné para ir a estudiar a su cuarto. 
Y el chaval me lanzará una mirada tímida pero yo, que no soy tonto, leeré en sus ojos eso de “Tengo 16 años y mis venas están saturadas de hormonas que hacen que el único objetivo de mi vida sea meterle mano a tu hija.” 
Y entonces yo le miraré afablemente pero él podrá ver en mis ojos un “Llévate cuidado, niñato, que has entrado por la puerta pero puede que salgas por la ventana” 
Y él me mirará con un “No podrás vigilarme siempre, viejo.” 
Y yo le lanzaré una mirada asesina de esas de “Tu procura no darme la espalda, que a lo largo de mi vida he visto más pelis de ninjas de las que tu podrías llegar a imaginar”. 
Y entonces se meterán en el cuarto, cerrarán la puerta y subirán el volumen de la música. 
Y yo me daré cuenta de lo diferentes que se ven las cosas desde el otro lado de la puerta. El tiempo no perdona a nadie, el cabrón.

jueves, 23 de enero de 2014

De fe y rodillas peladas



Cuando yo era niño (joder, ya empiezo igual que siempre) fui adoctrinado en la fe católica (pero es que he tenido una infancia taaan interesante…) por mi abuela, que era una mujer de bien. Puede parecer raro para quien me conozca actualmente, imaginarme arrodillado ante la virgen rezando el jesusitodemivida, pero así era. Por aquella época yo no me cuestionaba nada, ya sabéis cómo funciona eso de la fe (tanto si sois creyentes como si no) con conceptos tan abstractos y confusos como el de “eternidad, sabiduría infinita, omnipotencia, omnipresencia…” y otras muchas cosas que nuestras pobres mentes no son capaces de asimilar, reforzando así los cimientos de unos y otros por igual. Pero no nos vayamos del tema que lo que quiero contar es mucho más sencillo.

Hubo un momento en mi vida en el que llegué a creer que dios, al estar en todas partes, verlo todo a la vez y poder afectar a la realidad de nuestro mundo sin esfuerzo alguno, era directamente responsable de todas las cosas que pasaban, y que cada vez que me pasaba algo malo, era obra suya, reprochándome así alguna falta. Entonces, si yo un día me tropezaba y me caía, luego me esforzaba en recordar qué podría haber hecho ese día para ofender a tan misericordioso ser; acordándome entonces de ese día que no quise terminarme el plato o engañé a mi madre diciéndole que no tenía nada que ver con la rotura de ese vaso. Y así una y otra vez hasta que mi existencia se convirtió en una paranoia en la que debía medir mis acciones para no sufrir un castigo divino en forma de esmorramiento contra el suelo. Pero a pesar de poner toda mi voluntad en ello, recibía a menudo los castigos divinos en forma de caídas y en cada una de ellas me esforzaba en recordar mis faltas que, claro está, cada vez eran más rebuscadas.

Y así fue durante un tiempo que no me siento capaz de determinar, en el que mis rodillas ya no recordaban qué era estar recubiertas de piel y mis valores morales se tambaleaban desconcertados tratando de imaginar qué sería realmente justo y agradable ante los ojos de un Dios que cada vez me caía peor. Y es que lo peor de que un ser omnipotente te castigue, es ver cómo los demás hacen cosas peores y no les pasa nada. Porque anda que no conocía yo niños cabroncetes que merecían, no caerse cada dos por tres como me pasaba a mí, sino despeñarse por un acantilado sobre un mar embravecido. Y fue por ello que no aguanté más.
Un día me levanté del suelo tras una caída especialmente dolorosa, miré mis rodillas que más que heridas tenía estigmas y alcé mi puño al cielo renegando de Dios y de sus injustas normas, gritándole algo así como:  

¡Yo quiero ver, yo quiero ver, mi Dios!
¡Quiero saber, quiero saber, Señor!
Si he de caer...
Dime si es porque he de ser mejor de lo que fui,
Dime si mi vida con mis rodillas he de cumplir.
Yo quiero ver, yo quiero ver, Mi Dios
Quiero saber, quiero saber, Señor,
¡Con caer que voy a conseguir!.
Quiero saber, quiero saber, Señor,
¿Por qué he de caer? ¿Por qué?....
Dime por qué quieres que me claven en su cruz,
Muéstrame el motivo, dame un poco de tu luz,
Di que no es inútil tu deseo y caeré,
Me enseñaste el cómo, el cuándo, pero no el por qué.
Muy bien, ¡yo moriré!,
Pero por favor,
Cuando muera, cuando muera
¡Mírame!,
Por favor, ¡mira mi caída!...

Es curioso, pero ahora que lo he escrito, no tengo claro si es eso lo que dije exactamente o si es una canción del Jesucristo Superstar del Camilo Sexto. Pero es igual, porque al final me llevaron al médico y resultó que tenía los pies planos.

viernes, 17 de enero de 2014

El camionero (Versión calzoncillero)



Como todos bien recordaréis, a mediados del 2012 escribí una de mis magníficas entradas de la sección “Grandes profesiones”, dedicada al noble oficio del camionerismo que podéis leer sin esfuerzo aquí. Pero hace cosa de unos días, un avispado lector anónimo (como tiene que ser un buen lector de este blog) dejó un interesante comentario que me obliga a reabrir el debate. Aquí tenéis el comentario:
Anónimo14 de enero de 2014, 1:17
saludos a todos los camionwros de turno me gustaria saver por que tamvien ademas de tirar las botellas tamvien tiran o arrojan a las cunetas los calzoncillos ????! una nueva moda que cadavez se inpone cadavez mas . y hasta en las areas de descanzo donde paran muchos camiones ...

Como podréis ver, además de escribir fatal, pone sobre la mesa una nueva costumbre de camioneros, para la que tengo varias hipótesis que voy a exponer ahora mismo.

1: Higiene. Lo primero que se me viene a la cabeza es que un camionero que habitualmente conduce durante 5 días seguidos (una ruta nacional), deberá cambiarse de calzoncillos al menos dos veces (si, un poco guarrete, pero así es la vida) y ello le hará volver a casa con dos calzoncillos sucios para alegría de su esposa (o de sí mismo si es soltero). Hasta ahí no hay mucho problema, pero si hablamos de rutas internacionales (de 15 días a un mes), los calzoncillos se multiplican hasta un punto que hacen inviable una bolsa tan grande de calzoncillos sucios en la cabina, siendo más cómodo llevar muchos, bien plegaditos y limpios e ir tirando los viejos. ¿Y por qué no en una papelera? Pues mira, eso ya no lo sé.

2: Instinto. Los expertos en el tema afirman que el ser humano es un ser inadaptado, al haber desarrollado la tecnología que le rodea, más rápidamente de lo que su cerebro puede adaptarse a ese cambio. Resumiendo podríamos decir que somos animales atrapados en un mundo que la mayor parte de nuestro cerebro no es capaz de asimilar, lo que daría pie a muchos de los comportamientos antisociales que algunos muestran para con el mundo. ¿Y qué tiene eso que ver con los calzoncillos? Pues todo. Es una forma de marcar el territorio. De decir “Yo he estado aquí, con mi camión de 18 ruedas”

3: Melancolía. Marcharse es duro. Dejar atrás un país, una ciudad o una estación de servicio sabiendo que puede que jamás se regrese puede destrozar la templanza de cualquiera. Dejar unos calzoncillos pegados en la acera es una forma de irse, sabiendo que algo nuestro va a quedar allí durante mucho tiempo (a ver quién es el guapo que lo coge y lo tira).

4: Romanticismo. Antes se decía que los marineros dejaban un hijo en cada puerto; y los entiendo. Es la manera perfecta para que un amor de una noche no nos olvide en la puta vida. Pero hoy en día las cosas han cambiado. Ahora te buscan, te localizan vía GPS y te obligan a pasarle una pensión a cada crio; algo totalmente imposible para un transportista teniendo en cuenta el precio al que está el gasoil. Así que la opción más barata para dejar ADN por ahí es la del calzoncillo sucio.

Y 5: La socorrida pero difícilmente discutible hipótesis que el Canal Historia utiliza para absolutamente todo: Extraterrestres.

Y ahí lo dejo. Se aceptan nuevas propuestas, ideas, sugerencias… O también podéis guardar silencio y dejar languidecer esta entrada cual calzoncillo sucio en la cuneta.

sábado, 11 de enero de 2014

Los viciboladores



Allá por los 80-90s ponían día si día no por la tele la magnífica película de “Los bicivoladores”, en la cual unos chavales montados en sus BMX recorrían la ciudad dando saltitos (entre otras cosas que ya no recuerdo). Pero lo que si recuerdo es cómo nos influenció esa película (normal teniendo en cuenta que solo teníamos un canal y que la hacían todo el rato) y a todos nos dio por coger la bici y salir a la calle en pandilla.

BMXBandits en la versión original. Y con Nicole Kidman adolescente. Peliculón.
La idea era hacerlo montados en sendas BMX pero claro, no nos las iban a comprar a todos solo por que salían (a todas horas, lo he dicho ya?) por la tele, y nos conformábamos con lo que teníamos. El plan era montarnos en nuestras bicis, pedalear a tope por las calles del pueblo (que en esos tiempos todavía no estaban repletas de coches) y, en cuanto teníamos ocasión, dar un saltito de mierda mientras hacíamos “Fiuuun” con la boca. Éramos patéticos, lo sabíamos, y más aun teniendo en cuenta que dos críos del pueblo si habían conseguido las BMX y nos vacilaban a la mínima ocasión. Cuando nosotros íbamos, ellos ya venían; saltaban las aceras más altas y conocían todos los rincones chulos del pueblo. Mientras nosotros comíamos, ellos iban en bici; mientras dormíamos, ellos iban en bici y mientras estábamos en clase, ellos iban en bici. Eran unos insomnes analfabetos y desnutridos, pero eran la hostia sobre dos ruedas; destinados a convertirse en leyendas; en llegar mucho más alto de lo que nosotros jamás soñaríamos. “Los Viciboladores” les llamábamos.

Los años pasaron y aparcamos las bicicletas para dedicarnos a otras cosas más adultas, como encerrarnos en el garaje de un amigo a tirar dados y matar orcos, pero ellos seguían con lo suyo: Pantalón corto, gorra del revés y esa mirada salvaje y desafiante de quien tiene claro dónde quiere llegar en la vida. Llegaron a formar parte del paisaje del pueblo, casi convertido en ciudad y, como presencias casi sobrenaturales, aparecían siempre por el rabillo del ojo, en forma de estrellas fugaces multicolor en la parte de atrás de las fotos y el sonido de las cadenas de sus BMX era eterno, como el zumbido de los insectos en las marismas. Eran el ejemplo perfecto de tenacidad.

Años después me mudé, salí de la ciudad y solo volvía en raras ocasiones. Durante muchos años no me encontré con ellos, ni siquiera me acordaba de su existencia hasta este verano, que en una visita casual a la familia y paseando con mi esposa e hija por la calle, oí un zumbido familiar, que me retrotrajo a otros tiempos. Me giré y los vi. Esquivaban coches en la avenida principal y todo el mundo les pitaba y les insultaba. Eran señores mayores que vestían la misma ropa que cuando tenían 12 años: pantalón corto ceñido, gorra descolorida del revés y esa mirada perdida, atemporal, inadaptada y confusa de quien se ha aferrado durante tanto tiempo a su pasado, que ha perdido la dirección de su vida. Y me miraron. No sé si me reconocieron como ese niño que les admiraba años atrás y si podían leer en mis ojos la pena que ahora daban, pero miraron al frente de nuevo y subieron de un salto a la acera llena de gente que protestaba, dando un saltito ridículo y haciendo “Fiuuun” con la boca.

Como hacen las leyendas vivientes.

viernes, 3 de enero de 2014

Un poco de transtorno de déficit de atención



Allá por el 1993-94 teníamos un profesor llamado AG que era el clásico prototipo de profesional frustrado por aspirar a algo más que a dar clase a niños en un colegio público; puede que por las noches soñara con amplias aulas universitarias con grandes crucifijos colgados en la pared y alumnos uniformados reverenciando su figura, pero al despertarse, la triste realidad le convertían en un hombre serio, apático y muy, muy aburrido. Puede que fuera la monótona cadencia de su voz sumada a la pesadez propia de las reglas ortográficas de la lengua española, pero a mí sus clases me causaban un enorme sopor que me transportaba a un mundo onírico y atemporal del que solo podía salir cuando el señor AG, viendo mi cara de estupefacción, me preguntaba directamente y a viva voz, algo relacionado con la clase que estaba impartiendo.

-¡Señor Capdetito!* ¡Dígame ahora mismo el plural de Robocop!
-Eh… ummm… si… ¿Robocopes?
-Muy mal. Es Robocops. ¿Y el gentilicio?
-Pues… ¿Robocopino?
-¡Mal! Son Robocopenses. ¿En que estaba usted pensando durante la clase?
-Yo, pues… En nada
puede que en esto

o esto

o combinando ambos
 -¡Pues sepa que si no atiende en clase, va ser víctima del... FRACASO ESCOLAR!
-¡Noooooooooo!

Y es entonces cuando salía corriendo de clase mientras todos mis compañeros me señalaban y se reían a carcajadas; y ya en el pasillo seguía oyendo las palabras de AG rebotando en la oquedad vacía de mi cráneo y pensaba en que algún dia tendría un blog y me vengaría de él.

PD: Empezamos bien el año.

*Capdetito es el diminutivo de Capdemut.