jueves, 29 de diciembre de 2016

Ahora que eres menos hombre





Es el título del folleto que me dan nada más salir de quirófano. Lo miro extrañado, intento pedirle explicaciones a la guapa enfermera que me lo ha puesto en las manos pero solo alcanzo a ver su trasero alejándose por el pasillo. Intento ponerme cómodo en el sofá de la sala de postoperatorio y lo abro para encontrarme con un sencillo manual enumerando los leves cambios que mi vida va a experimentar a partir de ese momento. 

Dificultad de erección, falta de apetito sexual, aumento de peso, eyaculaciones escasas y aguadas, voz de flauta… Todo ello ilustrado con simpáticos dibujitos de hombres alegres ante su terrible metamorfosis. Lo cierro horrorizado y espero pacientemente a que aparezca de nuevo la enfermera. Al rato se asoma y me pregunta si puedo caminar a lo que le respondo que sí, y que caminar sea posiblemente lo único que pueda hacer a partir de ese momento. Trato de pedirle explicaciones sobre el folleto pero como respuesta solo sacude la cabeza y sonríe. Me siento pardillo, sea lo que sea eso. Pero al final me envalentono y voy hacia la consulta del médico. Ese viejo loco tendrá que darme explicaciones.

Entro en la consulta abriendo las puertas en plan Aragorn; el aire generado por las puertas oscilobatientes apaga todas las velas y candiles, dejando al médico y a un sorprendido paciente en penumbras. Pero cuando llega la hora de sacar mi hombría y cantarle las cuarenta por haberme vendido una operación inocua y sin efectos secundarios inesperados cuando en realidad no era así, siento como todo mi arrojo e ímpetu, ambas virtudes muy masculinas por todos es sabido, parecen no aflorar y me quedo en la puerta como un gatito mojado. El doctor viene hasta mí, me pasa un brazo por los hombros y me mete en el ascensor ante la divertida mirada de todo el personal sanitario presente. 

Camino arrastrando los pies hasta la calle. Antes de llegar al coche me cruzo con un grupo de adolescentes de esas de culo ceñido y cuando intento girarme a mirarlas me siento incapaz. Estoy abatido. Hundido. Desgranizado. Conduzco hasta casa y cuando me doy cuenta voy tarareando una de Justin Biver y apago la radio con violencia. Con cierta violencia. Poca violencia en realidad. No quiero romperme una uña.

Aparco a medio metro de la acera y me siento a hacer ganchillo frente a la ventana. Pasan unos jóvenes caminando alegremente. Tienen mal aspecto. Todos los jóvenes lo tienen. Se están perdiendo todos los valores. Esto con Franco no pasaba. Me está quedando una bufanda de puta madre.

jueves, 22 de diciembre de 2016

La necesaria entrada navideña




Se acerca la navidad. Otra vez. Días de prisas, de agobios y de pataletas en el trabajo, atenuadas por eso del “va que solo quedan dos días malos y todos pa casa”. Luces de colores, villancicos y deseos de prosperidad que ocultan envidias y odios. Tiempo de disimular y disfrutar de las cosas que no deberían considerarse un disfrute.

Tiempo libre, familia, regalos, cabalgatas a última hora de la tarde con un frio al que las niñas parecen ser extrañamente inmunes. Turrones y mazapanes tan empalagosos que se te pegan las entrañas y casi no te dejan pensar en qué somos, adonde vamos y de dónde venimos.

Cenas familiares, “Tienes que lavarte los dientes ¿Por qué? Porque vas a tener que sonreír”, comida en exceso regada con conversaciones de iluminados sobre lo malos que son los de Podemos, el cambio climático, la guerra de Siria y que se jodan los de Alepo que ellos se lo han buscado. Verdades como puños cerrados, ciegos, golpeando oídos sordos. Miradas furtivas al reloj, a la bandeja de mensajes vacía hasta que se inunda de felicitaciones.

Teatro amateur en su máxima expresión representando esa clásica obra del “hemos aguantado un año más” y cuyo título original de “ya nos queda un año menos” fue censurado hace mucho en pos del optimismo y las ganas de alejarnos de una realidad tan dura que de aceptarla, todo sería mucho más sencillo y sin tener que preocuparnos tanto por esas cosas pequeñas que nosotros mismos metemos en cuña en nuestras vidas.

Temporada de suicidios, psicopatías aflorando, melancolía y arrepentimiento disimulados de esperanza e ilusión. Buenos propósitos que arrastrar durante 365 días, 366 si toca uno de esos terribles años bisiestos que prolongan la existencia unas horas más. Otro año para quejarnos de que las cosas no nos van todo lo bien que podrían, a pesar de no haber hecho nada por cambiarlas, para hacer balance con la sana intención de olvidar que no hemos hecho nada útil ni significativo, ni lo haremos jamás. Para obviar que solo somos monos sin pelo que fracasaron en su evolución hacia algo mejor.

En definitiva, feliz navidad para todos y todas.

Sí. este año tocaba un tio. Que luego me llaman esbirro del patriarcado.

lunes, 12 de diciembre de 2016

De accidentes y gordos (y metabolismos puñeteros)





Ya he hablado con anterioridad en este blog de mi viejo amigo Alf, a cuya compañía y amistad le debo cientos de aventuras de infancia. Éramos los típicos críos que siempre van juntos y que flipan con todas las cosas que se encuentran en su camino debido sin duda, a un bajo cociente intelectual que no hace más que afianzar su afinidad. Pero la vida de Alf no fue fácil, ya que a una muy temprana edad (no éramos ni adolescentes siquiera), tuvo que superar un trauma que casi se le lleva por delante de no ser por la ayuda de un buen amigo: Yo. Y ahí va la historia.

Alf y yo volvíamos todos los días juntos a casa del cole, ya que vivíamos muy cerca el uno del otro y ya se sabe que es mejor ir acompañado que solo y que todos crean que eres raro porque en los pueblos, la gente está a la que salta. El colegio estaba situado en lo alto de una colina cubierta por la bruma, sin duda porque lo habían construido junto al cementerio y todos los cementerios que se precien están en colinas brumosas, por lo que la vuelta a casa era un cómodo paseo cuesta abajo en el cual no solía haber incidentes relevantes. Pero ese fatídico día nuestras vidas (especialmente la de Alf) iban a tomar un giro inesperado a causa de un incidente fortuito y revelador. Os pongo en situación.

Yo caminaba por la acera mientras que Alf lo hacía por la calzada, aunque a escasa distancia del bordillo mientras hablábamos de temas importantes como si Goku ganaría el torneo mundial o cuál de las tortugas ninja era más capaz en el combate desarmado. Todo marchaba sin incidentes hasta que sin previo aviso un gordo en bicicleta embistió a Alf por detrás provocando una colisión de proporciones épicas (al menos desde nuestro punto de vista). El caso es que el gordo de la bicicleta tendría prisa y a la aceleración propia del pedaleo se le sumaron su mayor masa y el incremento de velocidad propios del descenso cuesta abajo, lo cual formó una ecuación letal (fuerza+ peso x aceleración/cociente intelectual negativo) que hizo que mi amigo Alf se levantara literalmente por los aires antes de desparramarse ambos por el suelo. La escena fue dantesca. Dos niños estrellados y una bicicleta humeante con una rueda todavía girando. Afortunadamente no estábamos solos en la calle y toda la gente corrió a socorrer a los heridos pero con una extraña coincidencia: Todo el mundo fue a ayudar al gordo. Y voy a entrar en detalle.
 
Asi es como recuerdo yo el accidente.
Por lo visto el cerebro humano funciona con pautas comunes y una de ellas nos dice que ante una situación que requiere auxilio, siempre se ayudará al más desfavorecido, que en ese caso era el pobre niño con sobrepeso y mofletes rosados, aunque él había sido claramente la causa del accidente. Estamos de acuerdo en que Alf caminaba por debajo de la acera, pero sin duda nada de eso habría sucedido de no ser por la velocidad descontrolada y la escasa pericia del otro al manillar. De este modo, me encontré ante mi amigo abandonado en el suelo mientras que el gordo se llevaba todos los cuidados posibles. Y debo reconocer que incluso yo, que me sentía unido a Alf por un vínculo duradero, dudé tanto sobre a quién auxiliar que ante la lucha interna de raciocinio vs instinto, corrí a ayudar a la bicicleta. Afortunadamente para mí, cuando Alf se levantó por sus propios medios y vio la escena, fue inmediatamente consciente de qué había sucedido. Y tomó una decisión crucial en su vida. “Voy a ser gordo” me dijo nada más remprender el camino a casa.

Desde ese día Alf estaba siempre comiendo; que si un bollicao por aquí, que si un bocadillo de chopped por allá, nunca paraba de engullir a la vez que dejaba de lado las caminatas, las carreras y los paseos en bicicleta. Su decisión era tan firme como comprensible: Se convertiría un gordo para ganarse así el afecto y la compasión de un mundo que le había dejado de lado cuando más le necesitaba. Desgraciadamente para él (o no) su metabolismo preadolescente trabajaba a un ritmo endiablado y quemaba calorías a punta pala con solo parpadear, por lo que su cometido le estaba costando mucho de conseguir. Continuamente me preguntaba que si me había fijado en esa nueva lorza o en cómo le molestaba la papada para mirar hacia abajo, pero en todo los casos me vi obligado a responderle que lo estaba flipando todo, ya que estaba como siempre. Y así llegó el verano y nos marchamos de vacaciones.

Mi familia solía mandarme junto con mi prima a pasar un mes en un pueblecito en compañía de nuestra tía (una tía común de mi prima y mía) en lo que venía a ser una especie de campamento Austwitch de privaciones de comida y trabajo de sol a sol, pero dejo los detalles para una entrada futura, mientras que Alf se quedó en el pueblo atiborrándose a pastelería y embutidos. Cuando volví de mi cautiverio yo había perdido bastante peso y pelo, mientras que Alf me recibió como siempre. “¿Me ves más gordo?” Me preguntó con ilusión. Y aunque estaba igual que hacía un mes, su aspecto saludable me dio algo de envidia y en comparación conmigo, sí lo estaba, por lo que le respondí “Si. Se te ve más rechoncho” y se puso muy contento.

Después de eso su obsesión se vio aliviada, comenzó a llevar una vida normal y hasta día de hoy, en el que Alf se ha convertido en un hombre y se ha puesto gordo de verdad a pesar de practicar deporte y controlar su dieta. Si es que el metabolismo le odia, sin duda alguna.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Regalos de mierda (16 de 284)



Suena el timbre y el niño deja sobre la mesita el mando de la super famicom y comienza a caminar entre cajas de pizza, envases de lasaña precocinada y latas de refresco esparcidas por el suelo. Ya hace una semana que la madre no está en casa y su ausencia empieza a ser ligeramente perceptible. Al abrir la puerta se encuentra frente a un hombre alto, vestido de negro y con gafas de sol; su rostro impasible no posee ningún rasgo distintivo, por lo que sería fácilmente olvidable a los pocos minutos de encontrarse con él.

-No, aquí no hemos visto ningún ovni. –le dice en tono claramente jocoso.
-¿Sabes cuantas veces me han hecho esta broma? –responde él sin inmutarse.
-Lo siento, señor… -se disculpa el niño.
-Traigo un regalo de tu madre. Dice que volverá pronto. 

Entonces el hombre misterioso le da un paquete al niño y cuando éste desvía la vista un segundo para admirar el grácil vuelo de una mosca (insecto que no escasea precisamente en la casa debido a las claras evidencias de insalubridad), el señor de negro ya no está. Una persona normal se habría asomado a la puerta y habría mirado a ambos lados sorprendido, pero el niño ya estaba más que acostumbrado a las cosas raras, por lo que cerró la puerta y comenzó a abrir el paquete.
En esos momentos el padre se asoma a la escalera que sube del garaje; lleva barba de varios días y viste unas chancletas con calcetines blancos hasta las rodillas, calzoncillos cedidos y una camisa blanca con rodales amarillos en las axilas.

-¿Quién era? –pregunta.
-Un tipo que traía un paquete de mamá. –responde el niño.
-¿Y cómo sabes que es de su parte?

-Lo es.














 Atención: Proximamente  "La catedral de los santísimos fojones": Un relato protagonizado por La Madre. No os lo perdáis.