lunes, 25 de junio de 2018

De fiestas infantiles y divergencias emocionales


Se acaba el curso escolar y para celebrarlo se celebra una fiesta por todo lo grande. Hinchables, juegos de agua, merendolas y fiesta de la espuma.
No me apetece nada ir; de hecho al saberlo me entran unas ganas locas de ir al dentista, pero estas cosas hay que hacerlas, no por nosotros si no por ellos: los pequeños. Los que algún día nos agradecerán estos sacrificios poniendo flores bonitas en nuestras tumbas.
Así que acudo al lugar donde cientos de niños y niñas de toda índole ríen, lloran y se divierten de forma espontánea y aleatoria. Un bello caos infantil que servirá de aprendizaje para el caos que supondrá ser adultos.
Dejo a mi mayor en medio del bullicio, libre, para que la naturaleza siga su curso y como siempre, busco el rincón más frío, oscuro y aislado del lugar para ocultarme y dejar pasar el tiempo.
Pero no pasa.
Miro el reloj varias veces y siempre marca la misma hora.
El tiempo se ha detenido en mi rincón y si no salgo pronto de ahí me convertiré en un inmortal: los seres más aburridos del universo.
Entonces me acuerdo de que llevo una mala racha con el blog y pienso que podría salir a buscar ideas, aunque para ello deba hacer una de las cosas que peor se me dan en el mundo: relacionarme con otros seres humanos.
El grupo más cercano a mi es el de los padres y madres sobreprotectores, aquellos que se mantienen a primera línea de hinchables atentos a cualquier percance que pueda sucederles a sus pequeños. Hablar con ellos resulta imposible pues son incapaces de desviar la atención de sus protegidos y no articulan ni una frase coherente. Me alejo de ellos.
El segundo grupo con el que me encuentro es el de los voluntariosos; los que se encargan de organizar las mesas, repartir la comida y montar la iluminación. En cuanto me ven me dicen algo asi como “oye tu que eres alto podrías ayudarnos a…” pero antes de que termine su frase he desaparecido. Les observo desde la copa de un árbol a la que he accedido con una técnica ninja secreta.
Al bajar (casi me mato porque la técnica solo es útil en modo ascendente) me acerco a un grupo de padres aparentemente normales. Están hablando de fútbol. Me alejo de ellos a toda velocidad.
Entonces veo a otro grupo que llama mi atención. Son media docena de padres que picotean en los restos de la merienda de los niños. Llevan tatuajes, gafas de sol que ocultan sus ojeras, peinados imposibles para ocultar las entradas y algunos hasta músculos en proceso de flaccidez.
Estoy seguro de que hace quince años se comían el mundo por una pata y ahora estarian añorando esa época, lo cual me podría nutrir de anécdotas, historias subidas de tono y aventuras cochambrosas de machito ibérico.
Me acerco a ellos y me examinan. Parece que no me identifican como uno de ellos. Si no logro ganarme su confianza me excluirán.
-Que… -les digo-. Aquí comiéndoos las sobras de los críos. ¿No?
-¿Sobras? -dice uno de los padres mientras se mete en la boca un puñado de garbanzos secos-. ¡Se han dejado lo mejor!
Esquivo dos dientes que salen disparados de su boca y me doy la vuelta. Están acabados.
Finalmente me doy cuenta de que si no encajo en ningún grupo quizàs no sea su culpa si no la mía. Puede que sea un divergente, como la chica esa con cara de pasmada en aquella peli tan mala.
Puede que con tanto observar, buscar y escribir, no esté logrando nada más que aislarme y desaparecer de un mundo que cada vez me resulta más insípido y predecible.
Y así, con esta idea, decido largarme de allí para estar solo y lamentarme de mis errores. Pero entonces sucede algo inesperado.
Una madre llama mi atención y me da la enhorabuena. “¿Que ha pasado?” le pregunto yo sin entender. “Por tus libros” me dice “Me he leído los tres y también sigo tu blog” y sonrío, le doy las gracias y de repente mi horizonte parece un poco màs brillante, como si el atardecer se hubiese convertido en amanecer y esas nubes negras que amenazaban lluvia, se alejan a llover sobre los demás.
Quizás sí que tenga algún sentido todo esto al fin y al cabo.

jueves, 14 de junio de 2018

De restaurantes y bolsillos dimensionales.




Todavía no son las dos de la tarde cuando entro en el restaurante. Es un local pequeño y hoy está bastante concurrido, así que me preocupa que no tengan mesa para mí. Me acerco al señor de detrás de la barra y le pregunto.
—¿Mesa para uno tendrán?
—Claro, siéntese en aquella —me dice señalando a una esquina en la que no se ve mesa alguna.
—¿En cual?
—Aquella.
-Es que no la veo…
—Allí detrás —me dice—. ¿Ve ese pilar?
—¿Ese pilar de caravista que tiene como dos metros de ancho?
—Justo detrás está su mesa.
—Gracias.
Y así me dirijo hasta mi mesa, que efectivamente era casi invisible desde la barra y me siento. Es un lugar extraño. El pilar es tan grande que apenas deja pasar los sonidos del restaurante, como si me encontrara en otro lugar aislado, solo. Si estiro el cuello puedo ver las otras mesas donde la gente come y habla. Es un buen sitio este por lo visto, recomendado por mucha gente y barato. La mesa está preparada con los cubiertos, la innecesariamente larga copa (es para limpiarla más fácilmente, cuentan los expertos) y una cestita con pan. Espero a que me atiendan.
Pero no me atienden.
Veo pasar al camarero, un chico delgado de movimientos rápidos y nerviosos que corre de una mesa a otra frenéticamente pero que en ningún momento parece notar que yo estoy ahí. Cambio ligeramente la posición de mi silla para obtener más visibilidad, pero es inútil; el enorme pilar obstaculiza toda visión.
El tiempo pasa, mi hambre aumenta y la holgada hora y media que tenía para comer comienza a desvanecerse. Miro el reloj. Llevo media hora ahí sentado. Resisto la tentación de comerme el pan. Miro al suelo, al pie del pilar y veo una colilla. Una colilla… Eso significa que por aquí no ha pasado nadie ni a barrer desde que entró en vigor la ley antitabaco del 2006… Empiezo a pensar que hoy no como.
Veo como las gentes de las mesas adyacentes comen, terminan, se van, llegan otros, les atienden, comen… Un ciclo vital del que yo no formo parte por culpa de ese maldito pilar. Lo odio. Quiero verlo morir. ¿Pero y si no fuera culpa del pilar?
Mi mente hambrienta comienza a pensar en que quizás sea algo menos complejo. Quizás simplemente el lugar donde me hallo se encuentre en una especie de bucle dimensional, un bolsillo planar que hace que la luz no rebote y por ello nadie me puede ver ni oír. Quizás no sea el único que ha pasado por esto. Puede que ese señor que fumó aquí hace diez años acabara consumido por la antimateria que terminará sin duda también conmigo. O quizás ya no estoy. Quizás ya he sido destruido en el instante en que me he sentado pero sigo creyendo que existo y voy a tener que vagar detrás de este pilar eternamente. La incertidumbre me aplasta. No puedo más. Debo comprobar si sigo vivo.
Miro a la mesa de al lado y veo a un señor comiendo chuletas. Medirá dos metros, con el cuerpo cubierto de tatuajes y unos músculos tan enormes y tensos que uno diría que esas chuletas de cordero pesan toneladas. Su nariz es chata y está aplastada, como la de los boxeadores. Me parece alguien tan válido como cualquier otro para hacer la prueba. Me levanto y me dirijo a él. No percibe mi presencia. Me meto un dedo en la boca, lo chupo y lo ensalivo bien y luego se lo meto en la oreja. Lo nota. Se gira y me ve allí detrás, con un dedo en su oreja y sonriendo. Deja las chuletas en la mesa, flexiona un codo hacia atrás colocando su brazo perpendicular a su cuerpo, como si fuese un ala y lanza el puño cerrado contra mi. Me agacho justo a tiempo y el puño se estrella contra el pilar que se quiebra con un crujido ensordecedor. El pilar se derrumba con parte del techo inundando el comedor de polvo y cascotes.
Se rompe el hechizo. De pronto el camarero me ve, yo veo al resto de la sala. El boxeador sonríe al entender lo que ha pasado y todos somos felices.
—¿Qué quiere de primero? —me pregunta el camarero con alegría.
—Brocoli, por favor —le pido—. Con muy poquita sal.

*Entrada dedicada al abnegado y sacrificado gremio de camareros, hosteleros y boxeadores*

sábado, 2 de junio de 2018

El consultorio del Dr. Testículo: Paciente 15


Reactivamos la sección del consultorio que llevaba ya algún tiempo parada, no por falta de consultas si no por la escasez de su interés. Que si “mi novia le hace más caso al perro que a mi”, que si “un extraterrestre me examinó analmente y ahora no me puedo olvidar de él” o “me ha salido un bulto raro debajo de la oreja” son temas que no importan a nadie y por eso no merecen ser abordados en un consultorio serio como este. Por suerte entre tanta morralla ha llegado un tema interesante que si va a entrar en antena. Pasemos al mensaje en cuestión:

Hola Dr. Testículo, soy una mierda.



Cuando era pequeño me hacía gracia que a mi padre los pelos de las cejas le sobresalieran de lo que se considera una línea de cejas ya pobladas. También me hacía gracia que mi madre se las recortara, aunque nunca vi como lo hacía.

Cuando me mudé a más de 30 km de mi casa, ya siendo adulto, seguí yendo a la misma peluquería de siempre, pero hace un tiempo decidí probar suerte en una cercana a mi nuevo domicilio. Pero un día el barbero me propuso recortarme las cejas y yo, asustado, decidí mudarme de nuevo, más lejos todavía y cambiar de peluquería. Pero el nuevo peluquero sigue empeñado en cortarme los pelos de las cejas.

En ambos casos esgrimen (además de las tijeras y navajas) que es hora de hacerlo, que ha llegado el momento y que mi virilidad no se verá alterada, pero yo me resisto.

¿Hago bien en oponerme? ¿Cambio de peluquería de nuevo?



Firmado:

Viaducto de Segovia.
Querido amigo Viaducto, me temo que toda resistencia será inútil. ¿Te suena la frase "Abandone toda esperanza quien entre aquí"? La inventó Dante Alghieri para rotular la puerta del infierno en su obra “La divina comedia”, pero se dice que se inspiró en una barbería el día que le propusieron recortarse las cejas. ¿Por qué? Vamos a hacer un poco de introspección reflexiva colindante.
Para los hombres, la cuestión capilar es de suma importancia para determinar los cambios de ciclos vitales: El primer afeitado, la aparición de vello púbico, la temida alopecia… En el caso de las cejas, el momento en que éstas de desbocan y crecen sin límite ni orden representa un punto de inflexión mucho mas importante de lo que uno cree. ¿Por qué? Voy a explicar algo que no todos saben.

Cuando un barbero/ peluquero/ esquilador de cabras le recorta las cejas a alguien, envía un comunicado cifrado a la NASA que activa un protocolo vía satélite que cambia para siempre la vida del individuo. A partir de ese momento la publicidad que aparece en televisión pasa de anunciar coches deportivos a cremas antiarrugas, los anuncios de internet de “encuentra jovencitas calientes en tu zona” pasan a “mujeres maduras desesperadas de la vida (como tu) buscan hombres (no necesariamente como tu, pero es igual porque estáis acabados y os vale cualquier cosa)” y los vecinos ponen la música mas alta de o normal, los niños hacen mas ruido al jugar de lo habitual y la viagra aparece de repente en todas las farmacias y supermercados en primera fila, donde antes estaban los condones y los chicles.

Es por ello que podemos llegar a la conclusión, señor Segovia, de que recortarse las cejas es algo tan inevitable como morir o mirar si ha llegado un wasap cuando pillamos un semáforo en rojo y toda resistencia en vano. Así que déjate llevar por tu peluquero, recórtate las cejas y ábrete a un nuevo mundo mejor adaptado a tus necesidades, lleno de posibilidades y sigue tu instinto. Es hora de dejarse llevar por la corriente y empezar a vivir.