sábado, 27 de febrero de 2016

De gilipollas y ondas gravitacionales





Me gusta bastante la astronomía. Me parece una ciencia comprensible (hasta cierto punto) sin que sea necesario ser astrofísico, y apasionante aún sin ahondar demasiado en ella. Tiene además la gran ventaja de que no se desactualiza tan rápidamente como otras. Un informático, por ejemplo, si se va un mes de vacaciones a la playa y decide prescindir de cualquier tipo de tecnología, probablemente cuando regrese a su vida se haya quedado en la edad de piedra. Con la astronomía, en cambio, uno puede irse a la playa cien millones de años y cuando vuelva, encontrarlo todo igual que cuando lo dejó.

Lo malo es que a veces, la gente que entiende un poco del tema, se flipan y se inventan cosas para vacilarte; como el otro día que me vino uno y me contó no-se-qué de unas ondas gravitacionales que volaban por el espacio a la velocidad de la luz, alterando la realidad espaciotemporal por ahí por donde pasaban. Que ya lo dijo Einstein hacía cien años. Menudo zumbado de Estar Uars. Él sí que altera la realidad espaciotemporal con esa cara de… de gilipollas que tiene.

sábado, 20 de febrero de 2016

La historia de Piccolina (un relato de muerte y amor por los animales, pero sin pasarse)



Una pequeña reflexión a modo de introducción:
Vivimos tiempos aciagos, ciertamente. Expresiones que antaño eran habituales y perfectamente aceptadas por la sociedad, ahora han quedado denostadas por el uso continuo que les damos y han perdido su verdadero significado, quedando relegadas a otros estratos de la expresión. ¿Qué de qué mierdas estoy hablando? Pues de la gente a la que (como yo) les gustan los animales, pero sin pasarse.

El caso es que hace unos años cualquiera podía decir “Me gustan los animales” o “No me gustan los animales” sin que pasara nada. Pero actualmente la afinidad por las mascotas ha llegado a tal punto que decir que simplemente nos gustan o incluso que nos gustan mucho (o muchísimo), se queda corto y hay que decir cosas como “Soy un GRAN amante de todos los animales que hay sobre la tierra”. Tal exageración tiene la contrapartida de que si aparece alguien que a la vieja usanza dice eso de “Pues a mí no me van mucho los animales… se le considera automáticamente un sádico torturador de cachorritos indefensos, con el lógico trato que eso implica.

Pero como ya he dicho antes, a mí me gustan los animales sin pasarme, y tengo y he tenido mascotas a las cuales he tratado con el mismo respeto y pasión que ellas sentían por mí (o sea escaso) y si de entre todas ellas tuviese que elegir a una, esa sería mi perrita Piccolina. Y ahora voy a explicaros su historia.
 
Ésta era Piccolina cuando llegó a mi casa.
La historia de Piccolina, parte 1:
Resulta que hace muchos años, cuando yo todavía vivía en el pueblo, mi abuela tenía una perrita de raza pequeña, de esas sin pedigrí ni nada, la cual tuvo cachorros. Desconocemos aún a día de hoy con qué clase de perro se aparearía, pero tenía que ser un especímen sumamente ridículo, ya que los cachorros salieron minúsculos y de proporciones algo extrañas. Y entre ellos había una perrita negra y blanca, redondita y de patitas demasiado cortas a la que llamamos Piccolina porque dijo mi tía que significaba “pequeñita” en no sé qué idioma. Y hay que reconocer que era un animal cariñoso; daba ganas de subirla al sofá, meterla en la cama, guardarle ese trocito de carne sin nervios y en definitiva, de quererla por su simpatía y graciosismo extremos. 

Pero esa bella historia de amistad perro-humano se truncó el día en el que, por error, le dimos a probar carne cruda.

Carne humana, además.

El terrible suceso de las setas y la lasaña.
Lo que pasó resulta muy sencillo de entender. Viajaba con mi padre por el campo (conducía él, debo aclarar), cuando se nos cruzó de improviso un señor que por lo visto andaba recogiendo setas y lo atropellamos. Lo atropellamos mucho, ya que tras el golpe inicial, mmi padre, que era muy prudente, decidió hacer marcha atrás para asegurarse de qué era eso y el hombre quedó espanzurrado y cubierto de setas, lo que le da nombre a este triste capítulo.

Mi padre y yo contemplamos el espectáculo y coincidimos en la opinión de que era una pena dejarlo allí, tal cual, de la manera que había quedado; pero como ya veníamos de comer y no teníamos hambre, se lo dimos a Piccolina.

La historia de Piccolina parte 2:
A partir de ese momento, Piccolina no volvió a ser la misma. Cuando tenía hambre nos miraba con los ojos inyectados en sangre y soltaba espuma por la boca. Más de una vez tuve que sujetarla con todas mis fuerzas (a pesar de que no medía más de veinte centímetros desde el morro hasta la cola) y hacerla volver en sí con frases como “¿Es que no me recuerdas?” “Soy yo, tu amigo”, las cuales la hacían entrar en modo flashback, recordar momentos bonitos a cámara lenta y música de piano de fondo y volvía a ser la de antes… Hasta el siguiente episodio.
 
Y así se ponía cuando tenía un día malo.
Desgraciadamente, tal situación era insostenible, así que decidimos, con todo el pesar de nuestro corazón, dar a Piccolina en adopción. No tardaron en llevársela, ya que su simpatía y su aspecto inocente la avalaban. Al final la llevaron a un asilo para hacer no sé qué terapia con personas mayores. Salió por la tele y todo. Dijeron que el lugar había sido asaltado por una manada de lobos hambrientos por el estado de los cadáveres, pero no se encontró ni rastro de Piccolina. 

Solo espero que esté bien.

lunes, 15 de febrero de 2016

De museos y vergüenza.




El derecho de admisión es norma obligatoria en la mayoría de locales públicos, especialmente aquellos destinados a acoger a personal de dudosa reputación como bares de moteros y bufetes de abogados. Es por ello que en esta vida nos podemos topar con personajes que alardeen de haber sido expulsado de pubs, restaurantes, hoteles, discotecas y aeropuertos. ¿Y a qué viene esto? Pues a que yo, damos y caballeras, soy uno de esos impresentables que han sentido en sus carnes la sensación inconfundible de ser rechazado y expulsado, en mi caso, de un museo. Y por si alguien quiere saber los motivos que llevan a que te expulsen de un lugar como ese, aquí va mi historia.
El museo donde transcurre esta historia

Corría el año noventa y algo; yo todavía era un preadolescente de pueblo, fácilmente impresionable y con una gran curiosidad por el mundo en el que estaba viviendo. Una de las cosas que me apasionaban, aparte de las pelis de ninjas y robots (y las de robots-ninja, por supuesto) era el tema medieval-antiguo, por lo que recibí con entusiasmo la noticia de una exposición de cultura íbera en el museo del pueblo. Corrí a darle la noticia a mi inseparable amigo Alf (ver esta entrada para saber más acerca de él) y nos faltó tiempo para ir al museo, que además era gratis para niñatos de nuestra edad.
Una vez dentro nos encontramos inmersos en un mundo antiguo y desconocido repleto de joyería prehistórica, colgantes y cinturones con la figura del lobo, falcatas y soliferrums, grabados y calaveras… Y al final nos metimos tanto en el tema de la exposición, que acabamos perdiendo contacto con la realidad cuales quijotes imberbes y nos dejamos dominar por ese rastro de sangre ilercavona que todavía corría por nuestras venas, comenzando una particular batalla contra el imperio invasor que amenazaba nuestro pueblo y nuestra cultura. No recuerdo los detalles, pero sé que hubieron guerras, traiciones, peleas internas por amor y honor, gestas heroicas y lamentos por los compañeros caídos. Desgraciadamente, lo que para nosotros era un momento de gloria, a ojos de los vigilantes del museo solo eran dos niños destrozándolo todo. Y claro… Nos agarraron del pescuezo y nos acompañaron a la puerta amablemente, invitándonos a no volver jamás.
Éstos eramos nosotros en pleno delirio.

¿La moraleja a todo esto? Ninguna. Pero fue muy gracioso cuando un par de días después, en el cole, nos anunciaron que iríamos de excursión al museo a ver no sé qué de unos íberos; momento en el cual Alf y yo nos miramos asustados y tragamos saliva sonoramente. Pero eso… ya es otra historia.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Nibiru: El planeta invisible.



Puede que algunos todavía no os hayáis enterado (a pesar de que este tema está de moda desde el año 2500 antes de cristo), pero al parecer en nuestro sistema solar hay un duodécimo planeta (si contamos como planetas al Sol, la Luna y a Plutón) al que ya los sumerios le rendían cierto culto como Marduk. 

Nibiru, que es así como se llama, posee una órbita excéntrica, por lo que se pasa por aquí de uvas a peras y parece ser que ahora, ha vuelto. ¿Y para qué ha vuelto? Pues como no, para destruir la tierra y exterminar a la humanidad como si fuésemos chinches espaciales. ¿Y qué pinta tiene? Pues este es el tema más curiosos de Nibiru, ya que a pesar de ser un planeta (los planetas reflejan la luz del Sol y por lo tanto están dentro de un espectro visible para el ojo humano), éste es especial, ya que  solo es visible a través de las fotografías; para verlo hay que coger nuestra cámara (si es de poca calidad, mejor), hacer una foto al Sol, y ahí aparecerá algo muy parecido a un reflejo en la lente pero que no, es Nibiru. Os lo juro. Curiosamente el fenómeno lleva unos años repitiéndose (más o menos desde que la peña tiene cámaras en los móviles y hacen fotos al Sol para subirlas al Facebook) y al final, se ha descubierto la verdad: Nibiru está ahí y no tiene buenas intenciones. Pero vamos a analizar las distintas teorías sobre este misterioso planeta.
 
Imagen de Nibiru tomada el 6-2-2016, cortesía de MJ Tofó
Teoría 1: Profecía bíblica. Ya sabéis como son los religiosos; gentes alegres, amables y simpáticas que se pasan la vida deseando que el mundo arda para salvarse solos ellos. Según dicen algunos, ese planeta es cosa de Dios (que si puede hacer lo que quiera y estar en todas partes… ¿Por qué no en un planeta invisible?) y desde él se desencadenará el apocalipsis. Y tal.
Teoría 2: Astronomía prohibida. Por lo que dicen por ahí, Nibiru no es más que una piedra enorme que viene directa a la tierra para sacarla de su órbita cual carambola de billar galáctica y mandarlo todo al garete. Los de la NASA lo saben pero no dicen nada para que no cunda el pánico y a pesar de eso, siguen yendo a trabajar todos los días como si nada.
Teoría 3: Extraterrestres, como no. Resulta que según muchos expertos, en Nibiru habita una raza de seres suprainteligentes y avanzadísimos llamados Anunakis (lo cito de memoria porque total… qué más da) que fueron los creadores del ser humano y que aprovechando que vuelven a pasar por aquí, nos exterminarán. Porque sí. Porque les da por ahí. Ya conocemos a estas civilizaciones alienígenas; un día te crean y otro te destruyen.

Con este sencillo gráfico lo entenderemos todo.
Pero como este blog no pretende poneros tristes sino alegrar la vida de sus lectores, nos vemos obligados a mirar el lado bueno de este asunto. ¿Y cual puede ser la parte positiva de la inminente destrucción del planeta? Pues la de siempre: Folleteo. Nibiru debe ser la excusa perfecta para deshacernos de nuestros complejos y manías y entrarle de una vez a esa chica/chico que nos mola utilizando el infalible argumento de “Es que como te vas a morir igual…” Así que ya lo sabéis; cuando Nibiru decida hacer acto de presencia y os estéis achicharrando vivos o siendo vivseccionados por unos marcianetes, no digáis que no os habían avisado.

jueves, 4 de febrero de 2016

Una breve reflexión sobre el café. Y de paso un relato chorra y un minijuego chupi.





No me gusta el café. Lo confieso sin reparos ni manías. No me gusta nada pero nada el café. Me parece un líquido amargo y nauseabundo que hay que acompañar de azúcar que es malo para la salud y leche, que también, para ocultar su verdadero sabor, que aun y así se delata al primer sorbo y te acompaña ya durante todo el (puto) día. Y aclarado este matiz de mi persona, paso al relatar lo acaecido hoy.

Acababa de cargar mi camión y me hallaba sentado en una sillita de plástico en una especie de sala de espera de unas oficinas de esas modernas con secretarias sexys e hilo musical. Como parecía que la cosa iba para largo, decidí mirar a mi alrededor (normalmente tengo la mirada fija hacia adelante y el semblante alegre de una estatua de la Isla de Pascua), fijándome en que en una mesita había una especie de cafetera; y digo “una especie” porque a pesar de que no estoy familiarizado con esos cacharros, parecía una de esas de diseño a las que hay que meterles cápsulas y con las que incluso un tipo cansado de vivir como Jorge Clúni puede ligar con chavalitas jóvenes y lozanas; pero vamos que me pierdo. Estaba mirando la cafetera extraña, sus cápsulas y lo que parecían ser unos altavoces (o espiquers, como los llaman los modernillos) cuando decidí volver a mi silla, momento en el cual una especie de lucecita roja se encendió en el aparato, el cual comenzó a elevarse con un misteriosos zumbido como del futuro y se dirigió hacia la ventana abierta mientras una vocecilla robótica  repetía algo así como “No le gusta el café. No le gusta el café. Hay que informar a la Cabeza Gigante.” 
 
Vamos con un minijuego: ¿Que podemos destacar de esta foto?
Cuando me llamaron para firmar los papeles noté algo raro en la secretaria; sus ojos parecían vacíos, su sonrisa demasiado rígida y me hablaba de una forma que nunca me había hablado una mujer: Educadamente. Así que me hice con los papeles y salí de allí pitando, en parte por lo inquietante de la escena vivida pero sobre todo por el hecho de no saber cómo explicar que su cafetera había salido volando si me lo preguntaba alguien.

El camión arrancó a la primera, al contrario de lo que sucede en las pelis de miedo, cosa que me tranquilizó bastante. Por un momento pensé que podría seguir con mi vida como si nada, hasta que me topé con el viejo extraño.

El viejo extraño.

El viejo extraño (¿A que nunca habíais leído esta frase tres veces seguidas? Pues cuidado porque ahora igual se os aparece) se plantó de repente ante mí, cubierto con una gabardina oscura como esas que llevan los exhibicionistas y me hizo parar. Abrí mi caja de seguridad donde guardo la llave inglesa con pinchos por si me topo con algún loco y bajé. El viejo parecía nervioso y me habló sin perder el tiempo.
-Lo sabes… ¿Verdad? –Me dijo sin dejar de mirar a los lados continuamente.
-¿Si sé qué? –Le respondí, dejando claro que no sabía si lo sabía o no.
-Lo de los extraterrestres. –Me explicó. –Dominan a la raza humana a través del café. Controlan nuestras mentes, nos vuelven adictos a esa sustancia y anulan nuestras voluntades.

-Ah. –Le dije yo tratando de aparentar sorpresa. -¿Por eso volaba esa cafetera?
-Escúchame bien, joven… Tu eres de los pocos que pueden ver. Tu eres el elegido que hemos estado esperando. De ti hablan las profecías. Tu eres “El que nunca beberá café y nos salvará de la amenaza”… Tu eres el…

-Un momento. –Le interrumpí. -¿Por qué yo? Voy camino de los cuarenta, tengo dos hijas, trabajo muchas horas… ¿No había un elegido más joven?

Noooo… -Me dijo con un susurro. –Los jóvenes son tontos y no se enteran. Escriben “haber” en lugar de “a ver” y solo piensan en fiestas y en mojar el churro. Tú debes ser el elegido.

-Muy bien. Vale. ¿Y qué tengo que hacer?

-Ooohhh… -Dijo así como con solemnidad. –Tienes una dura tarea frente a ti; un duro camino; deberás sacrificar muchas cosas para conseguir la meta y liberar a la humanidad de la esclavitud de la Gran Cabeza y sus secuaces. Deberás conocer el sufrimiento, el dolor, las carencias y ponerte a prueba tu mismo para…

Y allí se quedó el viejo extraño, gesticulando como un loco y con la palabra en la boca mientras yo conducía hasta la cafetería más cercana y pedía un café doble bien cargadito. Menuda trabajina me estaba buscando el viejo, como si yo no tuviera suficiente con mi vida como para ir salvando mundos y meterme en más problemas. 

Y ahora que estamos en confianza os digo una cosa: Ser un esclavo de la Gran cabeza no es muy diferente a ser autónomo en España.
Solución: El ovni-cafetera de ahí atrás, por supuesto.